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Authors: Juan del Val Nuria Roca

Tags: #Romántico

Lo inevitable del amor (16 page)

BOOK: Lo inevitable del amor
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Mientras se ha hecho la pizza en el horno y, ahora, mientras la comemos, Eugenio me cuenta su viaje a Nueva York con Clara. Fue muy precipitado irse después de conocerse tan poco. Los dos quisieron convertir en una relación algo que no debería haber pasado de unas cuantas cenas y otros tantos encuentros en la habitación de un hotel. Ella, además, no estaba en su mejor momento para irse seis días de casa recién despedida de su trabajo. Me cuenta Eugenio que nada más llegar se dio cuenta del error y quiso volver a Madrid. Finalmente no lo hizo y, al parecer, le vino bien. Han quedado como amigos. Dejamos de hablar de Clara y vuelvo a bromear con el brevísimo encuentro sexual de esta noche y él corresponde también riendo, pero poniéndose un poco colorado. Estoy tan a gusto con él.

—¡Vamos a la cama! —me dice de repente.

Suavemente me da la mano y me invita a que lo haga. Llevo una camisa suya y el tanga. Me desabrocha la camisa y me quita el tanga.

—¿Quieres un
gin-tonic
?

—¿Ahora? —le pregunto ya en la cama.

—Sí, ahora.

—Pues vale.

Eugenio tarda muy poco en volver con la copa. Yo estoy sentada con la espalda apoyada en el cabecero. Se arrodilla entre mis piernas, bebe de la copa y me la entrega. Yo, sentada, veo, con mi
gin-tonic
en la mano, cómo la cara de Eugenio se sumerge entre mis piernas. En cuanto siento cómo me roza su lengua tengo ganas de tumbarme, pero me pide que no. Quiere que pueda mirar lo que hace. Y lo hace tan suave, tan a tiempo, tan intenso que tengo que controlar la respiración para no gritar. No veo lo que me hace, sólo lo siento. Lo que veo es su nuca, su espalda fuerte, su culo, sus piernas y eso me hace sentir tanto que le cojo del pelo con una mano mientras sostengo la copa con la otra. Eugenio está desconocido. Es bueno en la cama, pero esta forma es nueva para mí. Bebo un trago largo del
gin-tonic
. Me está gustando tanto que no tengo ninguna gana de acabar. Le pido que pare. Lo hace, se reincorpora y me pide beber de la copa. Le veo hacerlo con su boca mojada de mí y se me escapa un jadeo ante esa imagen. Estoy muy excitada, si no le restara algo de profundidad y belleza a mi sentimiento, diría que estoy cachonda perdida. Y más cuando se tumba boca arriba y me invita a que suba encima de él. Pienso que es para entrar, pero cuando voy a hacerlo empuja de mis nalgas hacia arriba y me coloca justo encima de sus labios. Ahora delante de mí tengo la pared, apoyo mi frente en ella mientras miro hacia abajo y contemplo sus ojos observándome y su boca haciéndome estremecer. Me quedo mirándole y me excita mucho que me aguante la mirada con el resto de su cara escondido entre mis piernas. No puedo más, me muevo encima de él disfrutando de cada segundo del placer que me está dando. Apenas grito al acabar, apenas puedo. Me tumbo junto a él y le pido que me abrace con fuerza. Ha sido tan hermoso y emocionante este placer que no quiero marcharme esta noche de aquí. Casi sin hablar apoyo mi cabeza en su pecho. Es lo último que recuerdo antes de quedarme dormida.

La sala de espera de un oncólogo da muchísimo miedo. Aunque, aparentemente, es como cualquier otra de este hospital, no hay grandes diferencias con la del otorrino o la del traumatólogo. Tiene el suelo brillante oscuro, los muebles son nuevos, cómodos. Parecen de oficina. Las mesitas son de cristal y las puertas de madera de color roble. Una chica de unos quince años está con su madre en una de las esquinas. No hablan entre ellas. La madre cruza y descruza las piernas de manera compulsiva, la chica está manipulando su móvil casi sin alzar la vista de la pantalla. Dudo un momento sobre cuál de las dos será la enferma, pero supongo que si fuera la madre, la hija no estaría aquí. Hay una pareja normal de unos cincuenta años, posiblemente no lleguen a esa edad. Ella seguro que no. Son una pareja como tantas, como las que están en la consulta del dentista, pero tengo la seguridad de que aquí se quieren más. También hay una chica de mi edad, más o menos, con un pañuelo en la cabeza y sin cejas. Se debe de estar tratando o a lo mejor ya ha terminado el tratamiento. No sé. Parece contenta, o eso me imagino yo. Eso sí, no para de mover la pierna derecha a modo de vibración constante, rápida. Si miro su pierna, me entra un poco de desesperanza.

Y luego estamos mi madre y yo, que tenemos cita a las diez. No quería que la acompañase, pero no iba a consentir que viniera sola. Mi madre y yo, como el resto de habitantes de esta sala de espera, tampoco hablamos. Ella pensará en su miedo y yo en que cualquier persona de las que hay aquí sabe más de la vida que yo. Eso seguro.

La puerta se abre y de la consulta sale una pareja de unos cuarenta y tantos. Se les nota contentos. Rompen el silencio que hay en la sala despidiéndose de la enfermera y preguntándose cuál de los dos ha guardado la tarjeta del párking. No quieren manifestarlo, pero han recibido buenas noticias. A lo mejor se ha curado cualquiera de los dos que fuera el enfermo, o posiblemente les han dicho que ese bultito no era nada más que grasa, o que los resultados de su hijo han sido negativos. Pienso en eso y en esa macabra lotería que es esta sala de espera de oncología en la que tras la puerta un señor con bata te dirá si ha salido cara o ha salido cruz. Antes de que la pareja desaparezca del todo, la enfermera llama a mi madre y entramos en la consulta.

Escuchamos al médico, un señor muy cordial, explicar a mi madre que el final está próximo, que en cualquier momento va a recaer y que todo lo que le espera será terrible. Ése es el resumen de los plazos y los síntomas. Ninguna de las dos hablamos, ni siquiera cuando este señor tan amable le pregunta a mi madre por algunas decisiones que ha de tomar cuando el final se acerque. Mi madre se limita a decir que ya verá qué hace.

Nos vamos de la consulta en silencio, de la misma manera que habíamos entrado. Y así caminamos hasta el párking del hospital. Yo voy llorando, aunque casi no se me nota. Ella no. Antes de montarnos en el coche nos abrazamos muy fuerte. Ahora ya lloro sin consuelo, ella también un poco. No quiero perderla, pero no le digo eso. El abrazo me relaja, tenerla entre mis brazos me quita los nervios, que llevan ahogándome toda la mañana, desde que la recogí para venir al hospital. Ella está más entera y me pide que la lleve al centro. Nos montamos en el coche y me dice que ponga a Bruce Springsteen. Y con él sonando llegamos hasta Sol.

—Te voy a decir una cosa, María —me dice antes de bajarse del coche.

—¿Qué? —le pregunto mientras aspiro sonoramente los mocos que ha producido mi llanto.

—Que esto no es tan importante.

—¿Qué quieres decir?

—Que la gente se muere, es así. Y que mi vida ha sido maravillosa. Y que lo importante es que me recuerdes con amor. Y que poco después de morir yo, tú seguirás riendo y Carla y Julia jugando, y la vida seguirá. Pasa todos los días.

—¡Calla, mamá, por favor! —le pido sin parar de llorar.

—No te preocupes por mí. Sólo te pido que a partir de este momento y hasta el final no volvamos a hablar de este tema.

—¡Vale! —le digo atónita.

—¡Dame un beso!

Nos besamos y nos despedimos con un «te quiero» hasta por la tarde. Ella dice que se va a ir a comprar un vestido y que luego irá a ver a las niñas.

Tengo delante de mí el informe que encargué a los dos economistas que se han quedado al frente del departamento financiero de Puente después de la marcha de Óscar. Los dos están delante de mí, junto con Martín, el abogado del estudio, y Eugenio. Todo es muy complejo, aunque simple a la vez. Con las obras que tenemos, la mayoría casas a punto de acabar y entregar, no podemos seguir manteniendo a tanto personal. En los últimos seis meses hemos despedido casi a veinte personas, y quedamos otros treinta; treinta y dos para ser exactos. Martín me dice que urge despedir a más gente. Con los nuevos encargos y los que hay en marcha será suficiente con quince trabajadores. Él mismo se ofrece a comunicárselo a los empleados que yo decida despedir. Al lado del informe está la lista con sus nombres.

—No te preocupes, yo me encargo —le digo a Martín.

—No creo que sea necesario que te expongas tú a ese trago —me recomienda.

—Yo ahora tengo que irme. Quiero que convoques a todo el mundo mañana a las nueve de la mañana.

—¿Pero a quiénes? —pregunta, señalándome la lista—. Tienes que elegir.

—A todos. Quiero a todos los trabajadores de Puente mañana a las nueve aquí. Que nadie vaya a ninguna obra y si hay alguien de baja le llamáis también. Quiero a todo el mundo aquí. Mañana nos vemos.

Todos desaparecen de mi despacho, menos Eugenio, que está igual de sorprendido que el resto.

—¿A dónde vas ahora? —me pregunta.

—Al banco. Luego te cuento.

Mi padre está en Madrid. Ha venido a vernos a todos, también a mi madre. Especialmente a ella. Está triste, no hay más que verle. Antonio siempre ha querido mucho a mi madre. El amor no puede medirse, es demasiado subjetivo y ni siquiera sabemos si cada persona habla de lo mismo cuando habla de amor. No puede medirse bajo ninguna magnitud y por tanto compararse, pero yo me entiendo y creo que me explico si digo que Antonio quiere a Ernesta más que Ernesta a Antonio. Siempre lo he pensado, sin que eso haya supuesto ni mérito ni demérito para ninguno de los dos.

Mi padre, a pesar de su reducida pasión por la vida, siempre nos ha hecho sentirnos queridas a mi madre y a mí. Al hacerme mayor, nuestros intereses dejaron de ser los mismos, veíamos la vida de otra manera, nos interesaban cosas muy distintas. Mejor dicho, nos interesaban las mismas cosas de manera muy diferente. Él y yo nos distanciamos, aunque nunca ha pasado nada entre nosotros. Es como si hubiéramos discutido pero sin discutir. Hemos quedado a comer y mientras lo hacemos le pongo al día de las últimas novedades de mi vida. Ya las sabe todas, porque se las cuenta mi madre. Él llama a mi madre o mi madre a él para hablar de mí. Cuando Antonio y yo hablamos por teléfono casi siempre hablamos de mi trabajo. Eso sí, del estudio lo sabe todo.

Me cuenta que le desespera un poco que Ernesta haya decidido no someterse a la quimioterapia. Le intento explicar que los médicos ven imposible que mi madre se cure, así que puede ser un sufrimiento innecesario. «Tu madre —dice— es una mujer maravillosa». Hay frases cargadas de amor, que parecen una frase más, palabras que pueden pronunciarse en cualquier contexto que las haga perder su sentido total. Esa frase que acaba de pronunciar mi padre con la voz entrecortada, la mirada profunda clavada en la mía y los labios temblando en ese instante justo antes de romper a llorar es una frase que resume la historia de amor que Antonio y Ernesta han mantenido durante tantos años. Amor, admiración y respeto en esa simple frase: «Tu madre es una mujer maravillosa».

—Yo la veo muy entera —comento.

—Siempre ha sido muy valiente. Hoy mismo me ha dicho que tengo que invitarla a una marisquería.

—Qué bueno, últimamente casi no come.

—¡Vente! —me propone—. Y así lo celebramos.

—¿Qué celebramos?

—Mi cumpleaños.

—¡No! ¡Antonio, cuánto lo siento! No me he acordado de que hoy es tu cumpleaños.

—Fue antes de ayer, pero da igual.

—¡Muchas felicidades! ¡Jo, qué mal me siento!

Y es verdad que me siento mal. Con todo lo que está pasando se me ha olvidado por completo. Menos mal que mi padre no se enfada, él es así. Quedamos en que mañana vendrá a casa a estar un rato con las niñas. Así tendré tiempo de comprarle un regalo. Con él, un buen libro siempre es un acierto.

—¿Qué tal Estefanía? —le pregunto mostrando interés.

—¿No te contó tu madre?

—No. ¿Qué tenía que contarme?

—Que se ha marchado.

—Lo habéis dejado.

—No, me dejó ella a mí. Una mañana, al levantarme, me encontré una nota de despedida, como en las películas.

—¿Y qué decía?

—Nada en especial. Que estaba cansada y que se marchaba.

—¡Me dejas de piedra! —digo por decir.

—La he llamado al móvil, pero sale el contestador de que ese número no corresponde a ningún abonado.

—¿Y cómo estás?

—No sé. Con cara de tonto, supongo.

—He de confesarte que esa mujer a mí no me gustaba.

—No hace falta, se te notaba demasiado.

—Yo creo que iba a por tu dinero.

—No lo creo porque no se ha llevado nada. Y quiero que sepas —continúa— que ella tenía una especie de fijación contigo.

—¿Conmigo?

—Sí. No paraba de preguntarme cosas sobre ti. Tú eras su tema de conversación favorito.

—¡Es lo último que podía esperarme de ella!

Pedimos la cuenta, aunque Antonio no deja que pague. Él regresa con mi madre y yo sigo con mi día. Nos despedimos mientras intentamos coger un taxi cada uno. Después de darnos un par de besos, parece dudar si decirme algo, pero al final lo hace.

—¡María! No es por reprocharte nada, pero el año pasado tampoco lo hiciste.

—¿Qué fue lo que no hice?

—Felicitarme por mi cumpleaños.

He llegado la primera. Repaso todos los números que me dieron ayer en el banco. Todos los documentos sobre la obra pública que pedí, todas las obras empezadas y las encargadas que están a punto de empezar. También tengo la lista de los treinta y dos trabajadores que tenemos en Puente. Hoy estaremos todos. Estoy nerviosa, me doy cuenta mientras oigo desde mi despacho el ruido de la gente que va llegando al estudio.

Eugenio, que ha sido de los primeros en llegar, ha venido a mi despacho para preguntarme cómo estaba. Le he dicho que bien, pero que quiero estar sola hasta que haya llegado todo el mundo. Le he pedido que cuando estén venga a avisarme. Identifico bien mis sentimientos, creo estar muy lúcida esta mañana.

Estoy nerviosa y también emocionada porque sé que voy a hacer lo que quiero hacer. Todavía son las nueve menos cinco cuando Eugenio entra para decirme que ya están todos. Detrás viene Martín, el abogado, para recomendarme que no tenga la reunión.

—Están bastante cabreados —me advierte—. Se ha corrido el rumor de que vamos a despedir a gente y no te lo van a poner fácil.

—No te preocupes. No pasará nada.

—No hay ninguna necesidad —insiste—, los citamos uno a uno y soy yo el que lo comunica.

—De ninguna manera, soy yo la que tiene que coger el toro por las riendas.

—¡Por los cuernos! Se dice coger el toro por los cuernos.

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