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Authors: Juan del Val Nuria Roca

Tags: #Romántico

Lo inevitable del amor (6 page)

BOOK: Lo inevitable del amor
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—María —me dice—, tengo noticias muy importantes para ti.

Rocío es una mujer muy guapa, tanto que hasta debe esforzarse para disimularlo y no parecer una modelo. Morena, de pelo casi negro, ojos grandes y claros y una boca preciosa. Además, tiene un lunar en la mejilla que termina de adornar su cara. De esos lunares perfectos que dan personalidad. Es alta y con buen cuerpo. Estilo tiene, se le nota en su manera de moverse.

Pasará por poco de los treinta años, que son muchos menos de los que me imaginaba que tenía cuando hablamos por teléfono. Debe de ser una de estas niñas brillantes en la carrera que no ha tardado mucho en abrirse camino en su profesión. Tiene pinta de ser brillante y, así, a simple vista, diría que, a pesar de ser ella morena y más guapa que yo, tenemos cierto parecido. Además, da la casualidad de que las dos vamos vestidas de forma similar: vaqueros, una blusa negra y un zapato de medio tacón, también negro.

—Puente está a punto de ir a la quiebra —continúa Rocío.

—¿Cómo dices?

—Lo que has oído. El estudio tiene una deuda bancaria que hay que pagar de inmediato.

—Esto es una broma, ¿no? —acierto a decir—. Además, ¿tú no eras del bufete de abogados de Gene y Patty?

—Sí. De Skadden, Arps, Slate, Meag…

—¡De como coño se llamen! —interrumpo nerviosa—. ¿Qué sabes tú de Puente?

—Todo lo que hay que saber.

—¿Ah, sí? ¿Y de cuánto se supone que es esa deuda enorme?

—De cuatro millones de euros.

—¡Tú estás loca! —digo, forzando la risa.

—María, tú no sabes nada de las finanzas de tu empresa.

—De eso se ocupa siempre Óscar. Es mi marido.

—Sé perfectamente quién es Óscar —asegura.

—¿Y por qué?

—Gene se encargó de investigarle.

—¿Gene? ¿Investigar a Óscar? —digo sin salir de mi sorpresa, muy alterada.

—¡Tranquilízate! —me dice cariñosamente—. No tienes de qué preocuparte. Vas a disponer muy pronto de ese dinero.

—No entiendo nada —reconozco.

—Gene no era tu cliente por casualidad.

—Claro que no. Me eligió porque le gustaba mi trabajo.

—Te eligió por otro motivo.

—¿Qué motivo?

—Tranquila, no te irás de aquí sin saberlo.

En el Ave de regreso a Madrid están poniendo una película absurda. Una comedia romántica para adolescentes cuyo sentido del humor se basa principalmente en caídas, golpes, eructos, pedos y malentendidos entre los protagonistas. Todo muy previsible, porque antes de llegar a Lleida ya sé que el protagonista va a acabar con la morena, que es la buena de la peli. La rubia, como casi siempre pasa en las comedias románticas americanas, suele ser más superficial e interesada. En el vagón de preferente en el que voy la mayoría de asientos están vacíos. Algunas personas duermen, otras leen y otras escuchan la película con los auriculares.

—¿Se encuentra usted bien? —me pregunta una azafata.

—Sí, no se preocupe —contesto secándome las lágrimas.

Me doy cuenta de que mi llanto no ha pasado desapercibido para los pasajeros que ni duermen ni ven la película. Es normal, porque yo hago mucho ruido cuando lloro. El asiento de al lado va vacío, pero en el de la otra ventanilla de mi misma fila va un señor mayor que me ofrece un paquete de kleenex sin abrir.

—¡Muchas gracias! —le digo mientras me sorbo los mocos.

—Llorar es bueno.

—Yo no quiero llorar.

—Nadie quiere, pero a veces no queda más remedio.

La carcajada de un chico que está viendo la película se oye en todo el vagón.

—¡Mire ése qué contento está! —dice el señor por decir.

Yo no puedo contenerme y lloro aún con más fuerza. Tengo la cara empapada en lágrimas y no doy abasto con los pañuelos. El señor mayor me mira sin saber qué decir, así que opta por no decir nada.

—¡Lo siento! —me disculpo—. Es que no puedo parar.

—Pues llore, llore. Y desahóguese.

—Es que me acabo de enterar de una cosa que me entristece mucho.

El señor vuelve a quedarse callado, supongo que por no ser impertinente. Cuando me ve un poco más calmada se dirige a mí.

—¿Cómo se llama, señorita?

—¡María! María Puente. ¿Y usted?

—Gabriel. Gabriel Medina.

—Encantada, Gabriel.

El señor debe de tener unos setenta años, conserva mucho pelo, casi completamente blanco. Va vestido con traje azul, camisa blanca, corbata verde y zapatos marrones de cordones. Es elegante y ya me ha demostrado que bastante educado. Una azafata me pregunta si quiero tomar algo y le pido un té. Mi compañero de fila pide lo mismo.

—En el tren el té es lo único que se puede tomar —dice—, porque el café está asqueroso.

—Es verdad.

—¿Es tan importante eso por lo que llora? —me pregunta.

—Es que lloro por muchas cosas, no sólo por una.

En la película unos jóvenes están jugando encima de unas camas a una especie de guerra de almohadas. Creo que no hay diálogos, se les ve reír, felices, mientras se golpean con las almohadas, que empiezan a romperse inundándolo todo de plumas blancas. Ellos siguen saltando y riendo sobre las camas perdidos entre tanta pluma.

—¡Siempre hacen la misma gilipollez en todas las películas! —afirma Gabriel mirando a la pantalla.

—¿A qué se refiere?

—A la escenita de las almohadas. Siempre se rompen y lo llenan todo de plumas.

—¡Es verdad! —digo cayendo en la cuenta.

—Menuda tontería. Tú le puedes arrancar la cabeza a alguien a almohadillazos y no sale ni una pluma…

Me hace gracia su explicación.

—En una almohada no caben tantas plumas, pero si fuera verdad —continúa—, imagínese el lío. Los protagonistas deberían preocuparse, porque luego a ver quién es el guapo que recoge la habitación.

Tiene gracia la teoría del señor y más gracia aún su forma de contarla. Me hace reír.

—¿Está usted un poco mejor?

—No sé qué decirle.

—Seguro que no es tan grave, mujer.

—Sí lo es.

—De todo se sale, María. Se lo digo yo que ya soy viejo.

Me gusta que me llame por mi nombre. A veces un completo desconocido puede ser tu mejor confidente. Otras, como ahora, el único posible.

—Sí, pero hay cosas que no tienen remedio.

—Ya sabe que todo tiene remedio menos la muerte —me contesta.

—Por eso lo digo.

—¿Es que se le ha muerto a usted alguien? —me pregunta con tono muy serio.

—Sí. Se ha muerto mi padre.

—¡Cuánto lo siento! —me consuela.

—Y yo no lo sabía.

—¿No sabía usted que su padre había muerto?

—No. Lo que no sabía es que el que había muerto era mi padre.

Gene Dawson vino a España a principios de los años setenta. Era un joven artista neoyorquino que quería conocer la cultura del país en el que había nacido su abuelo. En Estados Unidos había ganado en la escuela primaria varios certámenes de pintura, hasta el punto de que se le consideraba una especie de niño prodigio. Estaba dotado para cualquier disciplina artística, especialmente para el dibujo, en la que era un virtuoso. Con apenas quince años se interesó por otra manera de concebir el arte alejada de aquella perfección casi fotográfica con la que era capaz de plasmar cuanto veía y en ese momento comenzó a trabajar más la escultura.

Su padre, que era un señor muy rico y muy culto, le subvencionó con apenas veinte años un viaje por Europa que finalizaría en España. Cuando Gene aterrizó en Madrid no conocía a nadie, pero hablaba bien el español y además tenía dinero. Su intención era quedarse en Madrid una semana y después ir a Sevilla y desde allí conocer Andalucía, una tierra que le había llamado la atención desde niño.

Gene se hospedó en el centro de Madrid, en un hotel de la plaza de Santa Ana. Los tres primeros días había repartido su tiempo durmiendo por las mañanas, paseando por las tardes y saliendo por las noches. Al cuarto fue a conocer el parque del Retiro e hizo lo que todo el mundo hace en el Retiro: pasear, montarse en barca y tomarse una cerveza en uno de los quioscos que hay justo enfrente del estanque.

En la mesa de al lado tres chicas se reían con esa estupidez nerviosa con la que se ríen las niñas bien cuando ven algo que les atrae tanto como les asusta. Ese algo era Gene, un tipo de pelo largo y una camisa de lunares al que se le notaba demasiado que no era de aquí. Las chicas bromearon con él y él con ellas hasta que le invitaron a sentarse en su mesa. Gene les habló de Nueva York, de arte, de música, de su interés por España, de literatura… Les habló como nadie había hablado a esas chicas bien de Madrid. Era un seductor y el público formado por las tres jovencitas impresionables tampoco podía considerarse demasiado duro de conquistar.

De las tres, la más guapa era una chica rubia, delgada, con una sonrisa inocente que la hacía parecer incluso más joven de lo que era. Ernesta, en ese momento, acababa de cumplir diecinueve años y, aunque ya le habían sobrado ganas, nunca había estado con ningún hombre. Tan sólo había besado a un chico en la boca hacía dos años, pero aquellos ni fueron besos de verdad ni a aquel adolescente se le podía considerar un hombre.

Las amigas de Ernesta se marcharon a sus casas, pero ella se quedó. Sus amigas insistieron en que las acompañara, porque quedarse con aquel chico era arriesgado sin conocerle de nada y, aparte del peligro, eso era propio de una cualquiera y no de una chica decente como ella. Precisamente fue ése el motivo por el que Ernesta se quedó con Gene, porque estaba muy harta de ser una chica decente. Se justificó contándole a sus amigas primero y más tarde a solas a Gene que se quedaba porque la noche anterior había soñado que se iba a enamorar de un desconocido. Y no podía ella contradecir ese sueño premonitorio.

Esa misma tarde, en el Retiro, Gene besó a Ernesta. La besó como ella había soñado que se besaba. Justo así. Eso era besar, ése sí era un hombre y ella ya era una mujer enamorada. Aquellos besos fueron suficientes para que esa misma noche Ernesta volviera a casa en ese estado en el que sólo se está la primera vez que sientes que te has enamorado, cuando todos los seres humanos creemos, uno tras otro, que acabamos de descubrir lo que realmente es el amor.

Gene le propuso a Ernesta dos días después que se fuera con él a Sevilla. Aquello era una locura, un lío monumental, pues si aceptaba, se enfrentaría a su padre y, lo más grave, esa aventura la marcaría para siempre. Las cosas hace cuarenta años en España eran así y una muchacha inocente que dejara de serlo, además con un desconocido, tendría difícil casarse de esa manera que Dios manda, según algunos.

Ernesta se fue a su habitación como cualquier otra noche, dándole un beso a su padre y otro a la mujer de éste. En la habitación hizo una maleta pequeña con lo imprescindible porque los nervios, el miedo y la emoción no la dejaban pensar. Esperó a que todos se durmieran y se fue a Sevilla con Gene, que la esperaba con un dos caballos en el portal de su casa.

Viajaron toda la noche y llegaron de madrugada. Gene pagó esa misma mañana por adelantado un mes de alquiler en una buhardilla con vistas a la Giralda. Eran treinta metros con un sofá, una cama, un baño pequeño y un balcón. Allí, en aquella habitación, mi madre amó a Gene de esa forma en que sólo puede amarse la primera vez. Que no es ni mejor ni peor que las siguientes, pero que ya no puede volver a ser como esa primera vez.

Gene lo pasó bien con ella, claro, pero para él no fue lo mismo. Ernesta aprendió a estar desnuda frente a un hombre y frente a sí misma, a no avergonzarse de su deseo, a ser consciente de cada momento de placer. No eran ésas cosas fáciles para muchas mujeres hace cuarenta años. Gene y Ernesta vivieron apenas un mes en aquella buhardilla hasta que él se cansó y decidió regresar a Nueva York a seguir su vida de artista. Ernesta volvió a Madrid y semanas más tarde se enteró de que estaba embarazada de mí.

Óscar está desolado. Me dice que ese negocio ha sido el mayor error que ha cometido en su vida. A través de un directivo del banco con el que Puente trabaja habitualmente, se enteró de que por unos terrenos del norte de Madrid iba a pasar el metro, algo que duplicaría su valor. Eso sí, había que comprarlos de manera inmediata. Fue ese mismo directivo del banco el que gestionó el crédito de cuatro millones de euros a Puente saltándose todos los controles a cambio de una pequeña parte del negocio. Óscar accedió creyendo que sería una manera fácil de ganar dinero para el estudio y aceptó.

La operación se hizo en un par de días, muy deprisa, tal y como le contaron a Óscar que había que hacer este tipo de cosas. Finalmente, el dinero que concedieron a Puente mediante un crédito se ingresó en una cuenta en un banco alemán y a Óscar le entregaron las escrituras. Todo fue una estafa. Los terrenos por los que Puente pagó cuatro millones de euros no valen ni una décima parte, por allí no va a pasar jamás el metro y ahora con esta crisis es imposible que pueda construirse nada. Óscar me cuenta que el directivo del banco fue expedientado y despedido, pero el préstamo de cuatro millones de euros sigue pendiente.

—¡Lo siento, María, me equivoqué! —se justifica mi marido.

—¿Y por qué no me lo contaste?

—No quería preocuparte.

—Podías haber pensado en eso antes de meterte en ese negocio de mierda.

—Ya te he dicho que lo siento, no sé qué más puedo hacer —dice avergonzado.

—Y, además —continúo—, me he tenido que enterar por los abogados de Gene.

—Yo no tenía ni idea de que Gene lo sabía.

—Gene lo sabía todo.

Todo lo que ha ocurrido ha sido como un chiste macabro de esos de «tengo una noticia mala y otra buena…». La mala es que estás en la ruina, la buena es que has heredado; la buena es que sabes quién es tu padre, la mala es que se ha muerto.

Hay muertes que vienen bien. Me horroriza pensar eso, pero llevo días haciéndolo. Si no es por la herencia de Gene, creo que esa deuda habría llevado a Puente a la quiebra. En el fondo, todo ha sido una casualidad, otra más, la última de mi vida. Qué voy a esperar si mi vida entera ha sido una casualidad desde que vine al mundo en el asiento trasero de un Dodge.

Eugenio está en Madrid. Hemos hablado mucho por teléfono, casi a diario, pero no nos hemos visto en todo este tiempo. Está guapo, la verdad.

—Con todo lo que ha pasado estos días, ha habido momentos —le digo— en los que te he echado de menos.

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