Limpieza de sangre (5 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: Limpieza de sangre
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—Lo que es falso —intervino el hijo más joven—. Aunque tengamos la desgracia de no ser cristianos viejos, nuestra familia es intachable. La prueba es que Don Pedro Téllez, el señor duque de Osuna, honró a mi padre con su confianza cuando estaba a su servicio en Sicilia…

Calló bruscamente, y su palidez había cambiado al rojo grana. Vi cómo el capitán Alatriste miraba a Don Francisco. Ahora la conexión estaba clara. Durante su mandato como virrey de Sicilia y luego de Nápoles, el duque de Osuna había sido amigo de Quevedo, perjudicándolo después en su caída. Era evidente que la obligación que vinculaba al poeta con Don Vicente de la Cruz pasaba por allí; y que la desgracia y desvalimiento de este último en la Corte era lodo de aquellos polvos. También Don Francisco sabía lo que era verse desasistido de quienes en otro tiempo solicitaron sus favores e influencia.

—¿Cuál es el plan? —preguntó el capitán.

Percibí en su voz un tono que ya conocía bien: resignación y ausencia de ilusiones sobre el éxito o fracaso de la empresa; resolución fatigada, silenciosa, desprovista de interés salvo por los detalles técnicos, del soldado veterano dispuesto a afrontar con sencillez un mal rato que forma parte de su oficio. Muchas veces después, en los años que aún habíamos de pasar juntos en aventuras particulares y en las guerras del Rey nuestro señor, reconocí aquel mismo tono y aquella mirada inexpresiva, vacía, que de modo tan singular endurecía los ojos claros del capitán cuando en campaña, tras la larga inmovilidad de la espera, resonaban los tambores y los tercios se ponían en marcha hacia el enemigo con aquel paso admirable, majestuoso y lento, bajo las viejas banderas que nos llevaban a la gloria o al desastre. Y aquella misma mirada y aquel tono de infinito cansancio fueron también los míos muchos años después: el día que entre los restos de un cuadro español, con la daga entre los dientes, la pistola en una mano y la espada desnuda en la otra, vi acercarse la caballería francesa en la última carga, mientras en Flandes se ponía, rojo de sangre, el sol que durante dos siglos había causado miedo y respeto al mundo.

Pero esa mañana del año veintitrés, en Madrid, Rocroi no existía más que en el libro oculto del Destino, y mediaban aún dos décadas para tan funesta cita. Nuestro Rey era joven y gallardo, Madrid era la capital de dos mundos, y yo mismo era un mozalbete imberbe, impaciente y al acecho tras la rendija del cuarto, esperando la respuesta a la pregunta formulada por el capitán: el plan que Don Vicente de la Cruz y sus hijos habían ido a proponerle por mediación de Don Francisco de Quevedo. En ésas estaba cuando el anciano se disponía a responder. Y en ese preciso instante, un gato se coló por la ventana y fue a pasearse entre mis piernas. Intenté alejarlo en silencio, pero seguía allí. Entonces hice un movimiento demasiado brusco, y una escoba y un recogedor de hojalata que estaban cerca cayeron al suelo con estrépito. Y cuando levanté los ojos, espantado, la puerta se había abierto con violencia, y el hijo mayor de Don Vicente de la Cruz estaba ante mí con una daga en la mano.

—Os creía muy puntilloso en limpieza de sangre, Don Francisco —dijo el capitán Alatriste—… Nunca imaginé que pondríais el cuello en la soga por una familia de conversos.

Sonreía con afectuoso disimulo bajo el mostacho. Sentado a la mesa, con cara de pocos amigos, el señor de Quevedo despachaba la jarra de vino que hasta ese momento nadie había tocado. Estábamos los tres solos, después que Don Vicente de la Cruz y sus hijos se hubiesen marchado tras llegar a un acuerdo con el capitán.

—Todo tiene su aquel —murmuró el poeta.

—No me cabe duda. Pero si vuestro querido Luis de Góngora conoce el lance, ya podéis iros poniendo a remojo. El soneto puede ser de padre y muy señor mío.

—Voto a tal.

Era bien cierto. En un tiempo en que el odio a los judíos y a los herejes se consideraba complemento imprescindible de la fe —el mismísimo Lope y el buen Don Miguel de Cervantes se habían felicitado, sólo unos años antes, de la expulsión de los moriscos— Don Francisco de Quevedo, que tenía muy a gala su estirpe santanderina de cristiano viejo, no se caracterizaba precisamente por la tolerancia hacia gentes dudosas en materia de limpieza de sangre. Por el contrario, recurría a ello a la hora de lanzar dardos contra sus adversarios; y en especial hacia Don Luis de Góngora, a quien atribuía sangre judaica:

¿
Por qué censuras tú la lengua griega
,

siendo sólo rabí de la judía
,

cosa que tu nariz aun no lo niega
?

Lindezas que el gran satírico gustaba de alternar con acusaciones de sodomía gongorina, como en cierto soneto famoso que concluye:

Peor es tu cabeza que mis pies.

Yo cojo, no lo niego, por los dos
;

tú puto, no lo niegues, por los tres.

Y allí estaba, en semejante contexto, Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago y limpieza familiar probada, señor de la Torre de Juan Abad, azote de judaizantes, herejes, sodomitas y culteranos varios, maquinando nada menos que violentar el resguardo de un claustro, por socorrer, con riesgo de vida y honra, a una familia de conversos valencianos. Incluso yo, en mis cortos años, captaba las implicaciones terribles del asunto.

—Voto a tal —repitió el poeta.

Cualquier hijo de vecino, supongo, habría jurado en griego y hasta en hebreo —lenguas que dominaba Don Francisco— de hallarse en su gorguera. Y el capitán Alatriste, que no estaba en la gorguera de Quevedo pero harta ruina tenía con verse en la suya propia, era muy consciente de eso. El capitán continuaba apoyado en la viga de la pared, de donde no se había movido en toda la conversación con nuestros visitantes, y aún tenía los pulgares colgados del cinturón. Ni siquiera había cambiado de postura cuando Jerónimo de la Cruz regresó al cuarto, aún daga en mano y llevándome bien cogido por el pescuezo, limitándose a ordenar que me soltara en un tono que hizo al otro, con sólo un instante de duda, obedecer casi en el acto. En cuanto a mí, tras la violencia y el mal rato pasados, estaba en cuclillas en un rincón, aún rojo de vergüenza, intentando pasar inadvertido. Había costado cierto esfuerzo convencer a los forasteros de que yo, aunque desobediente, era mozo avisado y de fiar; Y fue menester que el propio Don Francisco me avalase con su palabra. A fin de cuentas yo lo había oído todo; y Don Vicente de la Cruz y sus hijos tendrían que descansar también en mi. Aunque de cualquier modo, como dijo muy despaciosamente el capitán mientras los miraba a todos con sus ojos fríos y peligrosos, tampoco ésa era cuestión en la que ellos pudieran opinar, o elegir. Así que hubo un largo y significativo silencio, y luego nadie volvió a cuestionar mi relación con el asunto.

—Son gente de bien —dijo Quevedo, al cabo—. y ni tanto así puede reprochárseles como buenos católicos —se detuvo en busca de más justificaciones para el caso, que parecía creer necesarias—. ..Además, cuando estábamos en Italia, Don Vicente me rindió señalados servicios. Hubiera sido bellaquería no tenderle una mano.

El capitán Alatriste hizo un gesto de comprensión, aunque bajo el bigote militar seguía insinuándosele la sonrisa.

—Bueno es lo que decís —admitió—. Pero insisto en lo de Góngora. A fin de cuentas es vuestra merced quien no cesa de recordarle su nariz semítica y su aversión al tocino… Como cuando decís eso de:

Cristiano viejo no eres
,

porque aún no te vemos cano
;

hidalgo, eso sin duda
,

pero con duda hidalgo.

Don Francisco se atusó bigote y perilla, mitad complacido porque el capitán recordase sus versos, y mitad molesto por el tono zumbón en que los recitaba:

—Qué buena e inoportuna memoria tenéis, cuerpo de Cristo.

Alatriste se echó a reír sin contenerse más, lo que no mejoró el humor del poeta.

—Pues ya imagino también los versos de vuestro adversario —remachó el capitán alzando dos dedos como si escribiera en el aire mientras recitaba, improvisando:

Me acusas, Don Francisco, de marrano
,

y tú en lances hebraicos metes mano…

—¿Qué os parecen?

A Don Francisco se le había amostazado un poco más el semblante. El trance no era liviano, y con otro que no fuese Diego Alatriste habría tentado la herreruza rato ha.

—Malos y con muy poca gracia —se limitó a responder, mohíno—. Podrían ser, en efecto, de ese bujarrón cordobés o de aquel otro amigo vuestro, el conde de Guadalmedina, que como gentilhombre no os discuto nada, pero como poeta es la vergüenza del Parnaso… En cuanto a Góngora, semejante ojilato periculto, hozador de vorágines, triclinios, promptuarios, tramites, vacilantes jícareas, sombra del sol y tósigo del viento, es lo que menos me inquieta ahora… Temo en efecto, como decís, haberos metido en un mal lance —cogió la jarra de vino y le dio otro tiento, echándome una ojeada—. Y al mozo.

El mozo, o sea, yo, seguía en su rincón. El gato había pasado ante mi tres veces y yo intentaba atizarle un puntapié sin demasiado éxito. Vi que también Alatriste me miraba, y que había dejado de sonreír. Al cabo encogió los hombros.

—El mozo se ha metido solo —declaró tranquilamente—. En cuanto a mí, no os inquietéis —señaló la bolsa con escudos de oro que había en el centro de la mesa—. Han pagado, y eso alivia pesadumbres.

—Puede ser.

El poeta no parecía convencido, y Alatriste volvió a componer una mueca irónica.

—Diablo, Don Francisco. Es algo tarde para lamentaciones, después que vuestra merced me ha metido hasta el cuello en la chacona.

Cabizbajo, el poeta bebió otro trago, y luego otro. Empezaba a anegársele un poco la mirada.

—Es que poner patas arriba un convento —apuntó— no es cosa baladí.

—Ni tampoco es tomar La Goleta, pardiez —el capitán había ido hasta la mesa, y tomando la pistola le quitaba el cebo y la carga—. Cuentan que un tío abuelo de mi madre, hombre notorio en tiempos del emperador Carlos, lo hizo una vez, en Sevilla.

Don Francisco alzaba la cabeza, interesado.

—¿El que inspiró la comedia de Tirso?

—Eso dicen.

—Ignoraba el parentesco.

—Pues ya veis. España es un pañuelo.

Al señor de Quevedo le pendían del cordón los anteojos. Los sostuvo un momento entre los dedos sin ponérselos, pensativo. Luego volvió a dejarlos colgar sobre la cruz que llevaba bordada al pecho, y alargó la mano hacia el vino para beber un último y largo trago, mirando lúgubre al capitán por encima de la jarra.

—Pues mal tercer acto tuvo vuestro tío, voto a Cristo.

III. EL ACERO DE MADRID

Al día siguiente vime en misa con Diego Alatriste y el señor de Quevedo. Materia ésta, por cierto, maravillosa; pues si bien Don Francisco, tanto por su sangre montañesa como por imperativo del hábito de Santiago, tenía muy a punto de honra cumplir los preceptos de la Iglesia, el capitán no era dado en absoluto a dóminus ni a vobiscum. Más consignaré que, pese a jurar como juraba, moderadamente, con reniegos y por vidas propios de su viejo oficio, nunca en los años que pasé junto a él oíle una palabra en contra de la religión; ni siquiera cuando en la taberna del Turco las discusiones de sus amigos con el Dómine Pérez tocaban puntos de controversia con el clero de por medio, y no quedaba refrán con vida. Alatriste no practicaba puntualmente los ritos de la Iglesia, pero respetaba tonsuras, sotanas y tocas monjiles del mismo modo que respetaba la autoridad y la persona del Rey nuestro señor: por disciplina de soldado, o quizá por aquella estoica indiferencia que parecía gobernar sus humores y carácter. Contaré en pormenor que, aunque iba poco a misa, a mí me obligó siempre a cumplir con Dios mientras fui mozo; bien acompañando a Caridad la Lebrijana los domingos y fiestas de guardar —como todas las mujeres que han sido putas, la Lebrijana era en extremo piadosa—, bien con los buenos oficios del Dómine Pérez; que dos días a la semana, a instancias de Alatriste, me enseñaba gramática, un poco de latín y los conocimientos necesarios de catecismo e Historia Sagrada para que, decía el capitán, nadie pudiera confundirme con un turco ni con un maldito hereje.

Así de contradictorio era él. No mucho tiempo después, en Flandes, tuve ocasión de verlo inclinada la cabeza y rodilla en tierra, cuando los tercios se disponían a entrar en combate y los capellanes recorrían las filas bendiciéndonos a todos; y nunca lo hacía por aparentar piedad, sino por respeto a los camaradas que iban a morir creyendo en la eficacia de todo aquello. Porque al Dios de Alatriste ni se lo aplacaba con laudes ni se lo ofendía con juramentos. Era un ser poderoso e impasible, que no movía los títeres de ese retablillo suyo que es el mundo, sino que se limitaba a observarlos. Como mucho era el que, con juicio incomprensible para los actores de la humana comedia —por no decir mojiganga de matachines—, manejaba la tramoya, haciendo abrirse malignos escotillones o girar improvisados bofetones, poniéndote unas veces en tremendos bretes y sacándote otras de las situaciones más adversas. Bien podría ser ese distante primer motor, o remota causa de causas, que una vez oímos mencionar al Dómine Pérez cuando, cierta tarde en que se le fue un poco la mano con el vino dulce, intentó explicar a sus tertulianos las cinco pruebas de Santo Tomás. Pero en lo que se refiere al capitán, su interpretación del asunto estaba, posiblemente, más cerca de eso que los romanos, si no me engaña el latín que aprendí del propio Dómine, llamaban
fatum
. Recuerdo la expresión impávida y taciturna de Alatriste cuando la artillería enemiga abría claros en nuestros cuadros, y alrededor los compañeros se persignaban encomendándose a Cristo y a la Santísima Virgen, y de pronto les oías recordar oraciones que habían aprendido de pequeños; y él murmuraba
amen
al tiempo que ellos, para que no se sintieran tan solos cuando caían al suelo y morían. Pero sus ojos claros y fríos estaban atentos a las ondulantes filas de la caballería enemiga, al tiro de mosquetería que llegaba del terraplén de un dique, a las bombas humeantes que zigzagueaban en el suelo antes de estallar en un relámpago que dejaba bien servido al diablo. Y ese
amen
no lo comprometía a nada, como podía leerse en su mirada absorta, en su perfil aguileño de soldado viejo, atento sólo al monótono redoble del tambor en el centro del Tercio, redoble tan lento e impasible como el paso tranquilo de la infantería española y al latido sereno de su corazón. Porque a su Dios el capitán Alatriste podía servirlo como a su Rey: no tenía por qué amarlo, ni admirarlo siquiera. Más por ser quien era, le otorgaba su respeto y lo acataba. Una vez lo vi pelear por una bandera y por el cadáver de nuestro maestre de campo Don Pedro de la Daga, cierto día que nos dimos un hartazgo de estocadas y metralla junto al río Merck, cerca de Breda. Y sé, aunque por aquel cuerpo muerto y cosido a mosquetazos estuvo a punto de dejar su piel, y de rebote la mía, que tanto Don Pedro de la Daga como la bandera se le daban un ardite. Eso era lo desconcertante del capitán: podía mostrar respeto hacia un Dios que le era indiferente, batirse por una causa en la que no creía, emborracharse con un enemigo, o morir por un maestre de campo o un Rey a los que despreciaba.

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