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Authors: Schätzing Frank

Límite (208 page)

BOOK: Límite
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Gudmundsson...

El nombre hizo saltar un resorte en la mente de Jericho. Siguiendo una sospecha, echó mano de nuevo al dossier de Vogelaar: en efecto, Lars Gudmundsson había pertenecido a su unidad especial, la que llevó a Mayé al poder mediante el golpe, en compañía de Neil Gabriel, conocido como Carl Hanna. Ambos parecían haberse entendido muy bien con Kenny Xin, tan bien que habían trabajado para él de diferentes formas y, finalmente, habían dejado de prestar sus servicios a la APS. El correo electrónico de Keowa contenía además la película del lugar de los hechos, un número de Repsol y el número privado de la supuesta viuda de Ruiz. El detective ordenó a
Diana
que reuniera otros datos sobre el español, pero no pudo encontrar nada más aparte de lo que ya había acopiado la periodista. En algunos fragmentos de película, el hombre causaba una impresión de tipo simpático, positiva, enérgica.

Sin embargo, después de aquella reunión en Pekín había sentido miedo.

Y luego había desaparecido.

¿Cómo podía explicarse ese cambio repentino en su manera de ser? ¿Se habría enterado en una reunión de algo que lo agobiaba? Eso era correcto, pero tal vez se debiera también a que ya no veía ninguna seguridad para su vida. Si Alejandro Ruiz, realmente, había sido víctima de un crimen, entonces era que alguien había tratado de impedirle que los contenidos de dicha reunión salieran a la luz pública.

¿Acaso Hydra había asesinado a Ruiz porque éste sabía algo de la operación Montañas de la Luz Eterna? Pero ¿qué pasaba con Palstein? Keowa encontraba notables puntos en común entre ambos. ¿Acaso Palstein, en otro punto en común con Ruiz, también estaba informado sobre los planes de Hydra?

Jericho bebió un trago de vino.

Absurdo. Los caballos desbocados de las hipótesis recorrían su mente. Ruiz había desaparecido inmediatamente después de la reunión, antes de que pudiera abrir la boca. ¿Por qué iban a dejarle entonces a Palstein tres años para que pudiera divulgar lo que sabía? Era evidente que lo de Calgary había tenido el propósito de infiltrar un agente en el grupo de viajeros de Orley; además, Palstein estaba vivo, aunque ello se debiera a una cuestión del azar. Desde entonces no se había producido ningún otro intento de matarlo, y habían sobrado las oportunidades. El propio Gudmundsson, que por su profesión tenía que estar todo el tiempo con él, podría haberlo asesinado con un disparo desde muy cerca.

¿Por qué no lo había hecho?

¿Y por qué no lo había hecho incluso antes? ¡Antes de Calgary!

Hydra había conseguido infiltrarse en el entorno más próximo a Palstein, su escolta. ¿Para qué, entonces, tal derroche? ¿En un sitio público, con agentes que distrajeran a los policías, con Kenny Xin disparando desde un edificio vacío? ¿Por qué tanto fastidio?

Porque debía parecer algo que no era.

No cabía duda de que existía una relación entre Lima y Calgary, entre Ruiz y Palstein. Las pesquisas de Keowa llevaban directamente hasta Hydra, de lo contrario los carniceros de Vancouver no habrían asesinado a diez personas y hecho desaparecer sus ordenadores. ¿Qué era realmente lo que había sucedido en Canadá aquel 21 de abril?

La reunión de Pekín podía ofrecer la clave.

Se disponía a telefonear a Repsol, en Madrid, cuando llamaron al interfono. Asombrado, miró el reloj: la una y veinte. ¿Borrachos? Volvieron a llamar. Por un momento, Jericho coqueteó con la idea de ignorarlo, pero entonces fue hasta el telefonillo y echó un vistazo a la pantalla.

Era Yoyo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él, perplejo.

—¿Qué tal si me abres? —le recriminó ella—. ¿O acaso tengo que anunciar mis visitas por escrito y con antelación?

—Bueno, uno no espera visitas a esta hora, la verdad —dijo él cuando ella, colocándose el casco bajo el brazo, entró en su
loft.

Yoyo se encogió de hombros. Dejó el casco en la encimera de la cocina y caminó lentamente hacia el área del salón, lanzando miradas de curiosidad hacia todas partes. Él le seguía los pasos.

—Es bonito.

—Aún no está acabado.

—Así y todo —dijo la joven. Señaló la botella abierta de vino y añadió—: ¿Habrá una segunda copa?

Jericho, algo desconcertado, se rascó detrás de la oreja mientras ella se quitaba la chaqueta de cuero y se dejaba caer en el sofá.

—Por supuesto —repuso él—. Espera.

La miró y sacó una segunda copa. Bajo la luz atenuada del conjunto de asientos, un rescoldo rojizo daba fe de que la chica se había encendido un cigarrillo. Después de que él le sirvió, permanecieron unos minutos sentados, bebiendo y sin decir nada, mientras Yoyo dejaba escapar algunas señales de humo a través de sus comisuras, razones en clave de su presencia allí. Sus ojos reposaban en la nada. De vez en cuando, las pesadas cortinas de los párpados daban la impresión de querer borrar lo visto, pero cada vez que se alzaban, su mirada parecía tan perdida como antes. Cada vez más le recordaba a aquella niña de la película de vídeo que Chen Hongbing le había mostrado hacía una semana y media.

¿Una semana y media?

También podría haber sido un año.

—Bueno, ¿qué estabas haciendo? —preguntó ella mirando hacia
Diana.

—Me pregunto qué te ha traído hasta aquí.

—¿No querías acostarte? ¿Dormir por fin?

—Lo he intentado.

Ella asintió y se cubrió de humo.

—Yo también. Pensé que así sería más fácil.

—¿Dormir?

—Continuar allí donde lo dejamos. Pero es como si alargara la mano hacia el vacío. Algunas cosas ya no existen. La central en la acería. Los Guardianes. Luego la habitación de Grand Cherokee, con sus cosas dentro, como si fuera a regresar de un momento a otro, como un fantasma. Y, por otro lado, la universidad es la universidad: las mismas salas de conferencias, el mismo repertorio de correctivos que se apodera de ti para que más tarde no tengas demasiadas ideas propias; el mismo gallinero, las mismas batallas e insignificancias. Escucho música, salgo, veo la televisión, me digo lo mal que les va a los otros, que podría estar muerta, y me repito que la banalidad de lo cotidiano tiene su lado bueno. Intento convencerme de lo aliviada que debería estar.

Jericho cruzó las piernas. Estaba sentado en el suelo, delante de ella, con la espalda apoyada contra un sillón, y guardaba silencio.

—Y luego sucede lo que he estado esperando toda mi vida: Hongbing me toma en sus brazos, me dice cuánto me quiere y me vierte encima un montón de tragedias, toda esa historia espantosa. Sé que debería tirar cohetes por ese momento, llenarme de compasión, derretirme de felicidad, echármele al cuello, porque esos cerdos ya no tienen ningún poder sobre nosotros, y porque ahora todo irá a mejor, y por fin podemos hablar entre nosotros, ¡somos una familia! Sin embargo, en lugar de ello —Yoyo dibujó una serpiente de humo en el aire—, pienso que mi cabeza es un aparador con miles de cajones y que todo el mundo mete en ellos lo que se le antoja. ¡Y ahora, para colmo, también mi padre! Pienso: «Yoyo, eres una pequeña desgraciada, ¿por qué no sientes nada? ¡Vamos, tienes que sentir algo! Lo estabas deseando —dijo cogiendo la copa, zampándose el contenido y sacándole el último resto de vida a su cigarrillo—; ¡deseabas tanto que tu padre hablara contigo!» Incluso mientras Kenny me apuntaba con su maldita arma a la cabeza, pensé: «No. No quiero morir sin haber averiguado qué fue lo que desvió su vida de su rumbo normal.» Pero ahora, cuando lo sé, sólo me siento... atiborrada.

Jericho hizo girar la copa entre los dedos.

—Y al mismo tiempo me siento hueca —continuó—. Es un contrasentido, ¿no? ¡Nada me conmueve! Es como si éste no fuera el mundo que yo conocía, sino una mera copia. Todo me parece de cartón piedra.

—Y piensas que nunca conseguirás alcanzar la normalidad.

—Y eso me da miedo, Owen. Tal vez el problema no sea el mundo, tal vez yo sea la copia. Tal vez la verdadera Yoyo haya sido asesinada realmente por Xin.

El detective se miró los pies.

—En cierto modo, tal vez haya sido así.

—Xin me robó algo aquella noche —dijo ella, mirándolo—. Se lo llevó consigo, me llevó a mí consigo. Ya no puedo sentir lo que debería sentir. Ni siquiera me siento capaz de mostrarle el debido respeto a mi padre. Ni siquiera sé cómo venirme abajo de un modo adecuado, apto para el escenario.

—Eso sucede porque aún nada ha acabado.

—Pues yo quiero mi mundo de vuelta, quiero volver a ser yo.

Yoyo encendió otro cigarrillo. Una vez más, guardaron silencio durante un rato, sumidos en el humo y los pensamientos.

—Aún no hemos despertado, Yoyo —dijo él, echando la cabeza hacia atrás y mirando al techo—. Ése es nuestro problema. Desde hace tres días intento convencerme de que no quiero saber nada más de Hydra. Nada de Xin ni de todos esos tipos raros que se divierten sobre mis párpados mientras otros duermen. Voy amueblando mi vida con cachivaches, intento llevarla del modo más normal y poco espectacular posible, pero todo parece falso. Como si hubiera ido a parar a un decorado...

—¡Sí, exacto!

—Y antes, después de que hablamos por teléfono, lo vi con claridad. Seguimos atrapados en esa pesadilla, Yoyo. Nos hace creer que estamos despiertos, pero no lo estamos. Somos presas de una ilusión. Aún no ha acabado —dijo, y suspiró—. ¡En realidad estoy obsesionado con Hydra! Y tengo que seguir trabajando en el caso. Sacar toda la porquería del sótano en el que he estado metiendo, desde hace décadas, a gente supuestamente muerta. Hydra se está convirtiendo en un buen ejemplo de lo que ha sido mi vida, de la pregunta sobre cómo ésta debe continuar. Tengo que enfrentarme a esos fantasmas para poder librarme de ellos, y si eso significa perder el valor o la razón por tal causa, sólo entonces no podría ni querría continuar. No aguanto más vivir así. ¿Me entiendes? Quiero despertar por fin.

«De lo contrario seguiremos atrapados para siempre en ese mundo aparente —pensó el detective—. No seríamos auténticos seres humanos, sino únicamente los ecos de nuestro pasado no resuelto.»

—¿Y? ¿Has seguido trabajando en el caso? ¿En nuestro caso?

—Sí —asintió Jericho-—. Durante las dos últimas horas; antes de que tú llegaras, precisamente, me proponía telefonear a Madrid.

—¿A Madrid?

—A un consorcio petrolero llamado Repsol.

Él notó cómo se animaba su expresión, así que le habló acerca de lo que había estado investigando; luego, le dio a conocer el último correo electrónico de Keowa y la hizo partícipe de sus teorías. Con cada palabra que decía, la Hydra iba introduciendo sus cabezas cada vez más profundamente en el
loft
nocturno, estiraba sus cuellos y dirigía hacia ellos sus ojos de color amarillo desvaído. En el esfuerzo por deshacerse del monstruo, lo invocaban, pero algo había cambiado. El monstruo ya no estaba allí para atacarlos por la espalda y darles caza, sino porque ellos mismos lo estaban sonsacando, y por primera vez Jericho se sintió superior a la serpiente. Finalmente, marcó el número de la multinacional española.

—¡Por supuesto! —dijo un hombre—. ¡Loreena Keowa! He intentado localizarla varias veces. ¿Por qué no se pone al teléfono?

—Tuvo un accidente —explicó Jericho—. Un accidente mortal.

—¡Qué horrible! —El hombre hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, se notó en su voz una ligera desconfianza—: Y usted es...

—Detective privado. Estoy intentando dar continuidad al trabajo de la señorita Keowa y esclarecer las circunstancias de su muerte...

—Entiendo.

—Ella le pidió información, ¿no es así?

—Eh... Pues sí.

—¿Le habló de una reunión en Pekín en la que participó Alejandro Ruiz antes de desaparecer?

—Sí, sí, exacto.

—Pues ésa es la pista que estoy siguiendo. Posiblemente se trata de la misma gente que tiene sobre su conciencia las muertes de Ruiz y de Keowa. Me ayudaría usted muchísimo si pusiera a mi disposición esa información.

—Bueno —el hombre vaciló. Luego emitió un suspiro—. Claro, ¿por qué no? ¿Nos mantendrá al corriente? A nosotros también nos gustaría saber qué fue lo que pasó con Ruiz.

—Por supuesto.

—Bueno, hemos estado repasando los documentos. En 2022, Ruiz fue ascendido a jefe del departamento estratégico. Movió cielo y tierra para abrir nuevos ramos del negocio. Algunas de las multinacionales petroleras pensaban fortalecerse a través de empresas mixtas, y en Pekín tuvieron lugar algunas conversaciones que duraron una semana...

—¿Y por qué precisamente allí?

—Por ninguna razón en particular. Lo mismo podrían haberse celebrado en Texas o en España. Tal vez porque se trataba prioritariamente de un proyecto entre Repsol, EMCO y la empresa petrolera china, de modo que acordaron que tuvieran lugar allí. El iniciador de la empresa mixta propuso celebrar una cumbre del ramo. Casi todos los grupos empresariales grandes aseguraron su participación, de modo que las sesiones se programaron a lo largo de toda una semana seguida. A Ruiz le satisfizo mucho; pensaba que tal vez podía cambiarse algo.

—¿Tiene alguna idea de lo que podría haber querido decir con eso?

—Pues, para serle sincero, no.

—¿Y dónde tuvo lugar la cumbre?

—En el centro de congresos de Sinopec, a las afueras de Chaoyang, un distrito del nordeste de Pekín.

—¿Y Ruiz estaba de buen ánimo?

—La mayor parte del tiempo, sí, aunque se pudo determinar que el tren había partido ya y lo habían perdido. Por otra parte, nada podía ser ya peor. El último día de la cumbre telefoneó y dijo que por lo menos la semana no había sido tiempo perdido; además, a última hora de la tarde había una nueva conferencia, o más bien una reunión informal. Algunos de los participantes querían reunirse otra vez para analizar algunas ideas.

—¿Y esa reunión o encuentro tuvo lugar también en el centro de congresos?

—No, se hizo a las afueras, en el distrito de Shunyi, según nos dijo él, en una casa particular. Al día siguiente, Ruiz mostraba un aspecto abatido y nervioso. Le pregunté cómo había transcurrido el encuentro, y él reaccionó de una manera extraña. Dijo que no había salido nada provechoso de él, y que se había marchado antes de tiempo.

—¿Y sabe quiénes participaron?

—No exactamente. Ruiz había insinuado que se habían reunido representantes de las empresas más grandes; creo que nosotros éramos el pez más pequeño en aquella pecera. Había rusos, estadounidenses, chinos, británicos, sudamericanos, árabes. Una auténtica cumbre. Pero parece que fue poco lo que salió de allí.

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