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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (34 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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—Necesito este proyecto —le dijo. Llevó la copa hasta cl sofá y se sentó frente a ella; los planos estaban desplegados sobre la mesita que había entre ambos—. Necesito que aunque sea por una vez las cosas me salgan bien.

Los ojos de Carole se negaron a concederle un respiro.

—Creo que Garvey y los de su calaña no son buena gente. No me importa cuánto dinero tenga. Es un villano, Jerry.

—Entonces tengo que olvidarme de todo el proyecto, ¿eh? ¿Es eso lo que insinuas? —Habían discutido en anteriores ocasiones sobre el particular—. ¿Pretendes que me olvide de todos los esfuerzos que he realizado y que agregue esta fracaso a los anteriores?

—No hace falta que grites.

—¡No estoy gritando!

—Está bien —dijo en voz baja—, no estás gritando.

—¡Dios Santo!

Carole continuó estudiando los planos. Él la observaba por encima del borde de la copa de whisky; le miró el fino cabello rubio peinado con raya al medio. Tenía tan poco sentido que siguieran juntos… Los procesos que los habían conducido hasta aquel callejón sin salida eran obvios, pero nunca lograban encontrar el terreno común necesario para intercambiar opiniones de un modo fructífero No sólo sobre aquel tema, sino sobre medio centenar más. Los pensamientos que zumbaban bajo aquel tierno cráneo eran para él un misterio, y probablemente, a ella le ocurría lo mismo con respecto a él.

—Es una espiral —dijo Carole.

—¿El qué?

—Las Piscinas. Están diseñadas en forma de espiral, fijate.

Se levantó para ver los planos, mientras Carole trazaba una ruta por los pasillos con el dedo índice. Tenía razón. Aunque los imperativos de las instrucciones de los arquitectos habían oscurecido la claridad de la imagen, la maraña de corredores y cuartos formaba una somera espiral. Los círculos de sus dedos fueron dibujando giros cada vez más cerrados mientras describían la forma. Finalmente, se detuvo en la piscina más grande, la que permanecía cerrada. Jerry se quedó mirando los planos en silencio. Si ella no lo hubiera notado, sabía que podía haberse pasado una semana entera mirando los planos sin descubrir la estructura oculta.

Carole decidió que no se quedaría a dormir. En la puerta intentó explicarle que no significaba que todo había terminado, sino que valoraba demasiado su intimidad como para utilizarla de parche. Jerry lo comprendió a medias. Carole se imaginaba a ambos como animales heridos. Al menos tenían una vida metafórica en común.

Estaba acostumbrado a dormir solo. En cierto modo, prefería estar solo en su cama que compartirla con alguien, incluso con Carole. Pero esa noche la necesitaba a su lado; en realidad, necesitaba a alguien a su lado, aunque no fuera ella. Sc sentía inquieto sin motivos, como un niño. Cuando llego el sueño, volvió a huir, como si temiera soñar.

Hacia el amanecer se levantó; prefería el insomnio a aquel horrible sueño agitado. Se envolvió en la bata y fue a la cocina a prepararse un poco de té. Los planos seguían desplegados sobre la mesita de café, donde los habían dejado la noche anterior. Sorbiendo el dulce y cálido té de Assam, se quedó pensando en los planos. Desde que Carole se lo había indicado, no lograba hacer otra cosa que concentrarse en la espiral, a pesar de la variedad de detalles que le llamaban la atención; la espiral era una prueba irrefutable de que debajo del caos aparente había una mano oculta. Sus ojos quedaron atrapados, y fue seducido por aquellas curvas a seguir la ruta incesante, vueltas y vueltas, en círculos cada vez más cerrados. Pero ¿hacia qué? Una piscina cerrada.

Ahíto de té, volvió a la cama; esta vez, la fatiga pudo más que sus nervios, y el sueño que le había sigo negado lo invadió. Carole lo despertó a las siete y cuarto; le telefoneaba antes de ir a trabajar para disculparse por lo de la noche anterior.

—No quiero que todo salga mal entre nosotros, Jerry. Y tu lo sabes, ¿verdad? Sabes que significas mucho para mí.

No soportaba hablar de amor por las mañanas. Lo que a medianoche le parecía romántico le sonaba ridículo al amanecer. Le contestó con declaraciones de compromiso y quedó en verla a la noche siguiente. Y se volvió a la cama.

Desde que visitara las Piscinas, no pasó siquiera un cuarto de hora sin que Ezra Garvey pensara en la chica que había visto en el corredor. La cara de la niña había acudido a su mente mientras cenaba con su esposa y hacía el amor con su amante. Una cara tan ilimitada, tan brillante de posibilidades…

Garvey se consideraba un hombre atractivo para las mujeres. A diferencia de gran parte de sus potentados colegas, cuyas consortes eran un aditamento que daba más beneficios cuando estaban ausentes siempre que no las necesitaran para una función específica, Garvey disfrutaba en compañía del sexo opuesto. Sus voces, sus perfumes, sus risas. La avidez que sentía por su proximidad no conocía limites; eran criaturas preciosas y estaba dispuesto a gastarse pequeñas fortunas para asegurarse su compañía. Por lo tanto, esa mañana, cuando regresó a Leopold Road, llevaba la chaqueta cargada de dinero y alhajas caras.

Los transeúntes estaban demasiado preocupados en no mojarse las cabezas (desde el amanecer había caído una fría y constante llovizna) como para fijarse en el hombre que estaba de pie en las escalinatas bajo un paraguas negro, mientras otro se agachaba e intentaba abrir el candado. Chandaman era un experto en cerraduras. El candado se abrió con un chasquido al cabo de unos segundos. Garvey bajó el paraguas y se metió en el vestíbulo.

—Espera aquí —le ordenó a Chandaman—. Y cierra la puerta.

—Sí, señor.

—Si te necesito te llamaré. ¿Llevas la linterna?

Chandaman sacó la linterna de la chaqueta. Garvey la tomó, la encendió y desapareció corredor abajo. O bien en el exterior hacia mucho más frío que el día anterior, o bien en el interior el calor era excesivo. Se desabrochó la chaqueta y se aflojó el nudo de la corbata. Recibió con beneplácito el calor, porque le recordaba el brillo de la piel de la niña de sus ensueños, la lánguida mirada de sus ojos negros. Avanzó por el corredor; la luz de la linterna bañó los mosaicos. Siempre había tenido un buen sentido de la orientación; sólo tardó unos minutos en dar con el camino hacia el exterior de la piscina más grande, donde había encontrado a la chica. Al llegar se quedó quieto y aguzó el oído.

Garvey era un hombre acostumbrado a mirar por encima del hombro. Toda su vida profesional, dentro o fuera de la cárcel, había tenido que cuidarse de los asesinos. Aquella vigilancia incesante le había vuelto sensible a la menor señal de presencia humana. Los sonidos que otros hubieran pasado por alto le imprimían un tatuaje de advertencia en los tímpanos. Pero allí, nada. Silencio en los corredores; silencio en las antesalas de los baños turcos; silencio en todos los enclaves azulejados de un extremo al otro del edificio. Y sin embargo sabía que no estaba solo. Cuando le fallaban los cinco sentidos, un sexto —perteneciente quizá más a la bestia que llevaba dentro que al hombre sofisticado reflejado en el traje caro que vestía— captaba las presencias. En más de una ocasion aquella facultad le había salvado el pellejo. Y esperaba que en aquellas circunstancias lo guiara hasta los brazos de la belleza.

Fiándose del instinto, apagó la linterna y avanzo por el corredor del que había surgido la muchacha, tanteando las paredes. La presencia de la presa lo incitaba. Sospechaba que se encontraba al otro lado de alguna pared, siguiendo sus pasos por algún pasadizo secreto al que él no tenía acceso. La idea de aquel acecho lo satisfizo. Ella y él, solos en aquella sudorosa maraña, jugando un juego que ambos sabían que acabaría en captura. Se movió furtivamente; su pulso fue marcándole los segundos de la persecución en el cuello, en las muñecas y en la entrepierna. El sudor le pegó el crucifijo al pecho.

Finalmente, el corredor se bifurcó. Se detuvo. La luz era muy escasa, y la poca que había perfilaba los túneles de un modo engañoso. Resultaba imposible juzgar la distancia. Pero fiándose de sus instintos, giró hacia la izquierda y se guió por el olfato. Inmediatamente halló una puerta. Estaba abierta; la traspuso y se encontró en un espacio más amplio, al menos eso supuso a juzgar por el sonido apagado de sus pasos. Volvió a permanecer quieto. Esta vez sus oídos se vieron recompensados con un sonido. Provenía del otro lado de la habitación; era el suave murmullo de unos pies desnudos sobre los mosaicos. ¿Sería su imaginación, o llegó a atisbar a la niña, su cuerpo esculpido en la oscuridad, más pálido que la negrura que la rodeaba y más suave aún? ¡Sí! Era ella. A punto estuvo de gritarle, pero luego se lo pensó mejor. La persiguió en silencio, feliz de seguirle el juego hasta que se hartara. Atravesó la habitación, traspuso otra puerta que daba a otro túnel. El aire era mucho más cálido que en otras partes del edificio; pegajoso y congraciador, se le apretó al cuerpo. Un instante de ansiedad le cerró la garganta; estaba olvidando todos los artículos de fe del autócrata al introducir tan de buena gana la cabeza en el lazo cálido. Aquello podía muy bien ser una trampa: la muchacha, la persecución. Al doblar la siguiente esquina los pechos y la belleza podían haber desaparecido, y un cuchillo podría clavársele en el corazón. Sin embargo, sabía que no era así; sabía que los pasos que oía eran los de una mujer, ligeros y esbeltos; que el bochorno que le producía nuevas olas de sudor sólo podía nutrir suavidad y pasividad. En semejante calor los cuchillos no podían sobrevivir; su filo se estropearía, su ambición caería en el abandono. Estaba seguro.

Más adelante, las pisadas se interrumpieron. Él también se detuvo. De alguna parte provenía un poco de luz, aunque su fuente no resultaba visible. Se mojó los labios; sabían a sal. Avanzó. Sus dedos palparon los azulejos, que rezumaban agua; los pies le resbalaban en los mosaicos. A cada paso, su expectación iba en aumento.

La luz se tomó más brillante. No era del día. La luz del sol no lograba penetrar en aquel santuario; se parecía más a la luz de la luna, suave,evasiva; aunque tampoco tendría acceso a aquel lugar, pensó Garvey. Fueran cuales fuesen sus orígenes, gracias a ella logró ver a la muchacha, mejor dicho, a una muchacha, porque no era la misma que viera dos días antes. Estaba desnuda, era joven, pero por lo demás, era distinta. Logró verla brevemente antes de que huyera de el por el corredor y girara en una esquina. La,perplejidad otorgó un sabor excitante a la persecución; no era una, sino dos las niñas que ocupaban aquel lugar secreto. ¿Por qué?

Volvió la vista atrás para asegurarse de que su vía de escape quedaba libre, en caso de que tuviera que retirarse, pero su memoria, confundida por el aire perfumado, no lograba formarse una clara idea de la ruta que lo había conducido hasta allí. La preocupación mantuvo a raya su entusiasmo, pero no quiso sucumbir a ella, y continuó avanzando; fue tras la muchacha hasta el final del corredor y giró a la izquierda. El pasillo recorría una pequeña distancia antes de volver a girar a la izquierda; la muchacha acababa de desaparecer por allí. Apenas consciente de que los giros se hacían cada vez más cerrados con cada vuelta, fue tras la muchacha, respirando entrecortadamente por la agobiante atmósfera y la persecución.

De repente, cuando giró una última esquina, el calor se hizo más aplastante y el pasillo lo condujo a una pequeña cámara apenas iluminada. Se desabrochó el cuello de la camisa. Las venas del dorso de las manos sobresalían como cordeles; notó cómo le trabajaban el corazón y los pulmones. Pero sintió alivio al comprobar que la persecución concluía allí. El objeto de su cacería estaba allí de pie, dándole la espalda, y al ver aquella espalda suave y aquellas nalgas exquisitas, su claustrotobia se evaporó.

—Niña… —jadeó—, sí que me has hecho correr.

La chica pareció no oírlo, o mejor dicho, pareció llevar el juego hasta los límites de la desobediencia.

Avanzó por los mosaicos resbaladizos.

—Te estoy hablando.

Cuando estuvo a una media docena de pasos de ella, la chica se volvió. No era la muchacha que acababa de perseguir por el corredor, ni tampoco la que había visto hacía dos días. Aquella criatura era otra distinta. Su mirada reposó sobre aquel rostro desconocido durante unos segundos, antes de bajar vertiginosamente al niño que llevaba en brazos. Era un lactante, como cualquier niño recién nacido, que chupaba hambriento de uno de los jóvenes pechos. Pero en sus cincuenta y tantos años de vida, los ojos de Garvey jamás habían visto una criatura como aquélla. Le invadieron las náuseas. Ver a la muchacha amamantando fue ya una gran sorpresa, pero verla amamantar semejante cosa, semejante paria de vaya a saber qué tribu, humana o animal, fue algo que su estómago apenas pudo resistir. El infierno mismo daba retoños más dignos del abrazo.

—En nombre de Dios, ¿qué…?

La muchacha observo fijamente la sorpresa de Garvey, y una ola de risotadas le surcó el rostro. Garvey mencó la cabeza. La criatura que llevaba en los brazos desenroscó un miembro y lo estampó sobre el pecho de su madre para sacar más alimento. Aquel gesto convirtió el asco de Garvey en ira. Haciendo caso omiso de las protestas de la muchacha, le arrancó la abominación de los brazos; la sostuvo lo suficiente como para sentir el saco reluciente de aquel cuerpo retorcerse entre sus manos, y luego lo arrojó con todas sus fuerzas contra la pared opuesta de la cámara. Al golpear contra los azulejos, gritó; su quejido acabó tan de prisa como había empezado, pero fue repetido rápidamente por la madre. La muchacha corrió hacia el sitio donde yacía la criatura; al parecer, el impacto había abierto el cuerpo sin huesos. Uno de sus miembros, de los que tenía al menos media docena, intentó elevarse para tocarle la cara bañada en lágrimas. La muchacha cobijó en sus brazos a aquella cosa; unos hilillos de fluido reluciente le corrieron por el vientre y las ingles.

Más allá de la cámara se oyó un grito. Garvey sabía de qué se trataba: contestaba al grito de muerte de la criatura, y al lamento creciente de su madre, pero aquel sonido era más perturbador que los otros dos. La imaginación de Garvey se tornó una facultad empobrecida. Mas alla de sus sueños de mujeres y riquezas había un erial. Pero al oír el sonido de aquella voz, el erial floreció y dio paso a unos horrores que se creía incapaz de concebir. No eran retratos de monstruos, que en el mejor dc los casos no podían ser más que la conjunción de los fenomenos experimentados. Lo que su mente creó fueron mas sensaciones que visiones; provenían de su esencia y no de su mente. Todas las certezas se echaron a temblar —la masculinidad, el poder, los dobles imperativos del temor y la razón—, todas se subieron el cuello del abrigo y se negaron a reconocerlo. Comenzó a temblar, con un temor que sólo sentía en sueños, mientras el grito continuaba. Le dio la espalda a la cámara y echó a correr: la luz proyectó su sombra delante de él por el oscuro corredor.

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