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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (33 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Se estrecharon la mano.

—Me alegra conocerle, señor Garvey.

El hombre asintió con la cabeza, pero no le devolvió el cumplido. Jerry no veía la hora de guarecerse del frío, y por eso abrió la puerta principal y lo condujo hasta el interior.

—Sólo dispongo de diez minutos —dijo Garvey.

—Muy bien —repuso Jerry—. Sólo quería enseñarle la distribución.

—¿Ha estudiado el edificio?

—Por supuesto.

Era mentira. Jerry sólo había estado en el edificio en el mes de agosto, por cortesía dc un contacto dcl Departamento dc Arquitectura, y desde entonces sólo había visto el lugar desde fuera. Habían pasado cinco meses desde que entrara en el edificio, y abrigó la esperanza de que el acelerado deterioro no se hubiera apoderado definitivamente del lugar. Entraron en el vestíbulo. Olía a humedad, pero el aroma era soportable.

—No hay electricidad —explicó—. Tendremos que utilizar una linterna.

Sacó la linterna dcl bolsillo y enfoco el haz luminoso hacia la puerta interior. Tenía un caudado. Se quedó mirándolo sin decir palabra. Si la última vez que había estado allí, esa puerta estaba cerrada, no lo recordaba. Probó con la única llave que le habían dado, sabiendo antes de meterla en la cerradura que no serviría. Maldijo por lo bajo, repasando mentalmente las opciones disponibles. O bien Garvey y él se daban media vuelta y dejaban las Piscinas con sus secretos —si el moho, la podredumbre y un techo a punto de venirse abajo podían clasificarse como secretos—, o bien intentaba entrar por la fuerza. Le echó un vistazo a Garvey, que había sacado un prodigioso cigarro del bolsillo y le daba ligeros toques con una llama; se formó una nube de humo aterciopelado.

—Lamento el contratiempo —dijo.

—Son cosas que pasan —repuso Garvey, claramente imperturbable.

—Me parece que harán falta un par de brazos fuertes —dijo Jerry, sondeando a Garvey para ver qué le parecía lo de entrar por la fuerza.

—Me parece bien.

Jerry efectuó una rápida inspección del vestíbulo en busca de un implemento. En la taquilla encontró un taburete de patas metálicas. Lo sacó y fue hacia la puerta, consciente de que la mirada divertida y benigna de Garvey lo seguía a todas partes. Utilizó una de las patas a manera de palanca y rompió el candado, que cayó sobre los mosaicos del suelo con estrépito.

—Ábrete, sésamo —murmuró con cierta satisfacción, y abrió la puerta de un empellón para que pasara Garvey.

El eco producido por el ruido del candado se demoró en los pasillos desiertos por los que pasaron y fue disminuyendo hasta convertirse en un suspiro. El interior parecía más inhóspito de lo que Jerry recordaba. Las ráfagas de luz que se filtraban por los cristales enmohecidos de las claraboyas del pasillo eran de color gris azulado. La luz y las cosas iluminadas rivalizaban en melancolía. Sin duda, en otra época las Piscinas de Leopold Road habían sido un ejemplo de
art déco
, de azulejos relucientes y bonitos mosaicos en suelos y paredes. Pero no en la vida adulta de Jerry. Hacía tiempo que los mosaicos del suelo se habían levantado con la humedad, y que de las paredes los azulejos habían caído por centenares, dejando un dibujo de cerámica blanca y mortero ennegrecido como si se tratara de un enorme crucigrama carente de pistas. La atmósfera de indigencia era tan profunda que a Jerry le entraron ganas de abandonar su intento de venderle el proyecto a Garvey. Sin duda no habría esperanza de ventas por más ridículamente bajo que fuera el precio de compra. Pero Garvey parecía más interesado de lo que Jerry había creído. A grandes zancadas se internó en el pasillo, fumando el cigarro y gruñendo para sí mientras avanzaba. Jerry presintio que sólo una curiosidad morbosa podía empujar al magnate a adentrarse en aquel mausoleo de ecos.

—Es atmosférico. Este lugar tiene posibilidades —dijo Garvey—. No tengo reputacion de filántropo, Coloqhoun, y usted ha de saberlo, pero tengo buen gusto por las cosas finas.

Se había detenido delante de un mosaico que reflejaba una indefinida escena mitológica de peces, ninfas y dioses marinos juguetones. Gruñó apreciativamente siguiendo la curva sinuosa del diseño con la punta humedecida del cigarro.

—Hoy en día no se ve mano de obra así —comentó.

—Es soberbio —dijo Jerry, aunque no le pareciera gran cosa.

—Enséñeme el resto.

El complejo había albergado en otra época gran cantidad de servicios —salas de sauna, baños turcos, baños termales—, además de las dos piscinas. Estas distintas zonas estaban conectadas por una maraña de pasadizos que, a diferencia del pasillo principal, no tenían claraboyas; allí tendrían que conformarse con la luz de la linterna. A oscuras o no, Garvey quiso ver todas las zonas públicas. Los diez minutos de los que disponía al principio se convirtieron en veinte, y luego en treinta, pues a cada rato, cuando descubría algún nuevo elemento que provocaba sus comentarios, interrumpía el recorrido. Jerry escuchaba con fingida comprensión; el entusiasmo de aquel hombre por la decoración le resultaba detestable.

—Me gustaría ver las piscinas —anunció Garvey tras haber realizado una prolija investigación de los servicios secundarios.

Jerry lo condujo servicialmente por el laberinto hacia las dos piscinas. En un diminuto corredor, muy cerca de los baños turcos, Garvey dijo:

—Silencio.

—¿Cómo? —inquirió Jerry, parándose en seco.

—He oído una voz.

Jerry escuchó. El haz de la linterna iluminó los mosaicos del suelo, dejando una tenue luminiscencia a su alrededor que hizo palidecer el rostro de Garvey.

—No oigo…

—He dicho silencio —le ordenó Garvey.

Movió lentamente la cabeza hacia un lado y hacia el otro. Jerry no oía nada. Y en ese momento, tampoco Garvey. Se encogió de hombros y le dio una chupada al cigarro. La voz se había apagado, ahogada por el aire húmedo.

—Un truco de los corredores —comento Jerry—. Los ecos resultan engañosos. A veces se oye el ruido de los propios pasos que vuelven para recibirnos.

Garvey volvió a gruñir. El gruñido parecía su más valioso elemento del lenguaje.

—He oído algo —insistió, claramente insatisfecho por la explicación de Jerry.

Volvió a escuchar. En los corredores reinaba un silencio tal que se podría haber oído el sonido de un alfiler al caer al suelo. Ni siquiera se oía el tráfico de Leopold Road. Por fin, Garvey pareció contento.

—Adelante —dijo.

Jerry lo guió hacia las piscinas, aunque no conocía muy bien el camino. En varias ocasiones giraron en sentido equivocado y fueron a parar a una maraña de corredores idénticos, pero finalmente llegaron a su destino.

—Hace calor —dijo Garvey, mientras esperaba delante de la piscina más pequeña.

Jerry asintió con un murmullo. En su ansia por llegar a las piscinas no había notado que la temperatura aumentaba. Pero en cuanto se detuvo, comprobó que tenía el cuerpo bañado en sudor. El aire era húmedo, y no olía a moho, como en los demás lugares del edificio, sino que despedía un aroma más malsano, casi oprimente. Esperó que Garvey, envuelto en el humo de su cigarro, no percibiera el olor, porque distaba mucho de ser agradable.

—Está encendida la calefacción —dijo Garvey.

—Eso parece —asintió Jerry, aunque no entendía por qué.

Tal vez el Departamento de Ingeneria pusiera en marcha de vez en cuando el sistema de calefacción, para que no se estropeara con la inactividad. En ese caso, ¿estarían en el corazón del edificio? ¿Acaso Garvey habría oído voces de verdad? Mentalmente intentó encontrar una explicación por si se topaba con ellos.

—Las piscinas —anunció, y abrió una de las puertas dobles.

La claraboya de aquella sala estaba mucho más sucia que las del pasillo principal; por ella apenas se filtraba algo de luz. Sin embargo, Garvey no se amilanó. Traspuso el umbral y se acercó al borde de la piscina. Había poco que ver; allí, las superficies estaban cubiertas por una capa de moho de varios años. En el fondo de la piscina, apenas visible debajo de las algas, los mosaicos formaban un dibujo. Un brillante ojo de pez los miraba desde la profundidad, con un perfecto descuido.

—Siempre me ha dado miedo el agua —comentó Garvey, pensativo, mientras miraba la piscina vacía—. No se de dónde me viene.

—De la infancia —sugirió Jerry.

—¿Le parece? —repuso Garvey—. Mi mujer dice que es del útero.

—¿El útero?

—Según ella no me gustaba nadar en el útero de mi madre —repuso con una sonrisa que podía haber sido a sus propias expensas, aunque más bien parecía a expensas de su mujer.

Un sonido breve, como de algo que cae, les llegó a través de la piscina vacía. Garvey se quedo helado.

—¿Ha oído eso? —inquirió—. Aquí hay alguien más.

Su voz se había elevado de repente media octava.

—Serán ratas —repuso Jerry.

No deseaba encontrarse con los ingenieros, porque temía que le formularan preguntas incómodas.

—Deme la linterna —le ordeno Carvey, quitándosela de la mano.

Iluminó el lado opuesto de la piscina. Aparecieron una serie de vestuarios, y una puerta por la que se podía salir de la piscina. No se movió nada.

—No me gustan las alimañas —dijo Garvey.

—Es que este sitio está abandonado —comentó Jerry.

—Sobre todo si son de la especie humana —concluyó Garvey. Lanzó la linterna a las manos de Jerry—. Tengo enemigos, señor Coloqhoun. Aunque ya estara usted al tanto de mis antecedentes, ¿no es así? No soy un lirio del valle. —La preocupación de Garvey por los ruidos que creía haber escuchado adquiría un desagradable sentido. No temía a las ratas, sino que le hicieran daño físico—. Sera mejor que nos vayamos —dijo—. Enséñeme la otra piscina y habremos terminado.

—De acuerdo —dijo Jerry, tan feliz como su invitado de poder marcharse.

El incidente le había dado más calor. Sudaba copiosamente. y las gotas le caían por la nuca. Le dolía la nariz. Condujo a Garvey por el pasillo hasta la puerta de la piscina más grande y la empujó. La puerta no se abrió.

—¿Algún problema?

—Estará cerrada por dentro.

—¿Hay otra forma de entrar?

—Creo que sí. ¿Quiere que dé la vuelta por atrás?

—Le concedo dos minutos —dijo Garvey, echando un vistazo a su reloj—. Tengo varias citas.

Garvey vio desaparecer a Coloqhoun por el corredor oscuro, con la luz de la linterna marchando delante. El tipo no le caía bien. Iba demasiado bien afeitado; y calzaba zapatos italianos. No obstante, dejando de lado al padre de la idea, el proyecto tenía su mérito. A Garvey le gustaban las Piscinas y sus anexos, la uniformidad de su diseño, la banalidad de sus decoraciones. A diferencia de muchas personas, encontraba tranquilizadoras las instituciones: los hospitales, las escuelas, incluso las prisiones. Olían a orden social, aliviaban esa parte interior suya temerosa del caos. Era mejor un mundo excesivamente organizado que uno no organizado suficientemente.

El cigarro había vuelto a apagársele. Se lo llevó a los labios y encendió una cerilla. Al apagarse la primera llama, en el corredor vislumbró a una muchacha desnuda que lo estaba observado. La visión fue momentánea, pero cuando la cerilla se le cayó de los dedos y la luz se apagó, apareció en su mente, perfectamente intacta. Era joven —a lo sumo tendría quince años—, y su cuerpo, pleno. El sudor que le perlaba la piel le daba una sensualidad tal que podría haber sido producto de sus sueños. Tiró el cigarro a medio fumar, buscó otra cerilla y la encendió, pero en los escasos segundos de oscuridad la bella niña había desaparecido, dejando simplemente el aroma de su dulce cuerpo en el aire.

—Niña…—llamó.

La visión de su desnudez, y la sorpresa reflejada en aquellos ojos, le provocaron ansias de volver a verla.

—Niña…

La llama de la segunda cerilla no logró penetrar más de uno o dos metros de corredor.

—¿Estás ahí?

No podía andar muy lejos, reflexionó. Encendió una tercera cerilla y fue en su busca. Había avanzado unos cuantos pasos, cuando oyó a alguien a sus espaldas. Se volvió. La luz de la linterna iluminó el susto que llevaba en la cara. Era el de los zapatos italianos.

—No hay forma de entrar.

—No es necesario que me encandile —dijo Garvey.

El haz de luz bajó.

—Disculpe.

—Coloqhoun, aquí hay alguien. Es una chica.

—¿Una chica?

—Tal vez sepa usted algo.

—No.

—Estaba completamente desnuda. Apareció a tres o cuatro metros de mí.

Perplejo, Jerry miró a Garvey. ¿Acaso padecería delirios sexuales?

—Le digo que vi una chica —protestó Garvey, aunque nadie le había llevado la contraria—. Si no hubiera llegado usted, la habría agarrado. —Volvió a mirar hacia el corredor—. Ilumine por ahí, haga el favor.

Jerry enfocó el haz luminoso hacia la maraña. No había señales de vida.

—Maldita sea —dijo Garvey con genuina pena. Se volvió a mirar a Jerry—. Está bien. Salgamos de aquí.

Cuando se despidieron en las escalinatas, dijo:

—Me interesa. El proyecto no carece de potencial. ¿Tiene un plano del edificio?

—No, pero puedo conseguir uno.

—Hágalo. —Garvey encendió un nuevo cigarro—. Y envíeme su propuesta con más detalles. Entonces volveremos a hablar.

Tuvo que entregar una considerable suma a su contacto del Departamento de Arquitectura para sacarle los planos de las Piscinas, pero a la larga, Jerry los consiguió. Sobre el papel, el complejo parecía un laberinto. Y como en el mejor de los laberintos, no había un orden aparente en la disposición de las duchas, los lavabos y los vestuarios. Fue Carole la que le probó que esa tesis estaba equivocada.

—¿Qué es eso? —le preguntó mientras Jerry estudiaba los planos esa noche.

Habían pasado cuatro o cinco horas juntos en el apartamento de Jerry, sin los altercados y el mal ambiente que últimamente les estropeaban cada velada.

—Son los planos de las Piscinas de Leopold Road. ¿Quieres otro brandy?

—No, gracias.

Observó los planos mientras él se levantaba para volver a llenarse la copa.

—Creo que he convencido a Garvey para que se asocie conmigo —dijo Jerry.

—¿Vas a hacer negocios con él?

—No me hagas sentir como un negrero. El tío tiene dinero.

—Dinero sucio.

—¿Qué importa un poco de suciedad entre amigos?

Lo miró friamente y Jerry deseó poseer la capacidad de repetir los últimos diez segundos y borrar el comentario.

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