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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (3 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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En el otro extremo de la línea alguien cogió el teléfono, y la voz de Jeudwine, algo molesto por haber sido despertado, respondió:

—Dígame.

—Doctor…

—¿Quién es?

—Soy Charlie…

—¿Quién?

—Charlie George, doctor. Tiene que acordarse de mí.

A cada precioso segundo que pasaba, la mano iba alejándolo más y más del teléfono. Charlie notaba cómo el auricular se le iba escurriendo de entre el hombro y la oreja.

—¿Quién ha dicho que es?

—Charles George. Por el amor de Dios, doctor Jeudwine, tiene que ayudarme.

—Llame mañana a mi despacho.

—No lo entiende. Mis manos, doctor… Están fuera de control. A Charlie le dio un vuelco el estómago cuando sintió que algo se arrastraba por su cadera. Era su mano izquierda, que se desplazaba rodeando la parte delantera de su cuerpo, camino de la ingle.

—Ni se te ocurra —le advirtió—, eres mi mano. Jeudwine estaba confundido.

—¿Con quién habla? —preguntó.

—¡Mis manos! ¡Quieren matarme, doctor! —gritó, intentando detener el avance de la mano—. ¡No lo hagas! ¡Alto!

Ignorando los gritos del déspota, Izquierda agarró los testículos de Charlie y los estrujó como si quisiera ver correr la sangre. No se sintió defraudada. Charlie gritó al teléfono, y mientras tanto Derecha aprovechó su distracción para hacerle perder el equilibrio. El auricular se le escurrió y acabó en el suelo, y las preguntas de Jeudwine quedaron eclipsadas por el dolor en la ingle. Chocó contra el suelo pesadamente, y al caer se golpeó la cabeza contra la mesa.

—Hija de puta —le dijo a su mano—. Eres una hija de puta.

Sin demostrar el más mínimo arrepentimiento, Izquierda se escabulló a toda prisa y subió por el cuerpo de Charlie para ir a reunirse con Derecha encima de la mesa. Charlie quedó colgando de las manos de la mesa en la que tantas veces había comido, en la que tantas veces había reído.

Un momento más tarde, tras haber debatido sobre la táctica que seguirían, les pareció que podían dejarlo caer. Charlie apenas se percató de su liberación. La cabeza y la ingle le sangraban; lo único que quería era acurrucarse durante un rato y dejar que el dolor y las náuseas pasaran. Sin embargo, las rebeldes tenían otros planes y él no estaba en condiciones de poder enfrentarse a ellas. Charlie solo era parcialmente consciente de que las manos estaban hundiendo los dedos en la gruesa superficie de la alfombra, arrastrando su cuerpo flácido hacia la puerta del comedor. Al otro lado de la puerta estaba la cocina, llena de hachas para carne y cuchillos fileteros. Charlie se vio a sí mismo como una estatua enorme arrastrada por cientos de trabajadores sudorosos hacia el lugar donde iba a descansar definitivamente. No fue un recorrido fácil: el cuerpo se estremecía y se movía a trompicones, las uñas se agarraban a los pelos de la alfombra, el pecho estaba en carne viva por el roce; pero la cocina ya solo estaba a un metro de distancia. Charlie sintió el escalón contra el rostro, y a continuación las baldosas estuvieron debajo de él, frías como el hielo. Mientras lo arrastraban los últimos metros a través del suelo de la cocina, su atosigada conciencia empezó a regresar en ráfagas. A la débil luz de la luna podía ver la familiar escena: la cocina, el frigorífico con su zumbido, el cubo para la basura a pedal, el lavavajillas. Todos ellos se elevaban amenazadores por encima de él: se sintió como un gusano.

Sus manos habían llegado a la cocina. Estaban trepando por el frontal y él las seguía como un rey derrocado camino del cadalso. Luego avanzaron inexorablemente por la superficie de trabajo con las articulaciones blancas por el esfuerzo, su flácido cuerpo detrás de ellas. Aunque no podía sentirla ni verla, su mano izquierda había agarrado el lado más alejado de la parte superior del armario, debajo de la hilera de cuchillos que estaban colocados cada uno en su lugar en el soporte de la pared. Cuchillos de filo liso, cuchillos de sierra, cuchillos de desollar, cuchillos de trinchar; todos ellos colocados cómodamente junto a la tabla de picar, donde el desagüe desembocaba en el fregadero perfumado con olor a pino.

Le pareció oír sirenas de la policía muy a lo lejos, pero era probable que no fuera más que el zumbido de su cerebro. Volvió ligeramente la cabeza. Un dolor la atravesó de sien a sien, pero la sensación de mareo no fue nada comparada con cómo se le revolvieron las tripas cuando finalmente se percató de las intenciones de sus manos.

Todas las hojas estaban bien afiladas, eso lo sabía. Con Ellen podías contar siempre con que los utensilios de cocina estuvieran bien afilados. Empezó a sacudir la cabeza de atrás adelante: una última y frenética negación de toda la pesadilla. Sin embargo, no había nadie a quien suplicar clemencia. Tan solo sus propias manos, ¡malditas fueran!, tramando esa locura final.

Entonces sonó el timbre de la puerta. No era una ilusión. Sonó primero una sola vez, y luego lo hizo sin parar.

—¡Ahí tenéis! —dijo en voz alta a sus torturadoras—. ¿Habéis oído eso, hijas de puta? Viene alguien. Sabía que vendrían.

Intentó ponerse de pie, y al tiempo giró la cabeza para ver qué estaban haciendo los precoces monstruos. Se habían movido con rapidez. La muñeca izquierda ya estaba cuidadosamente colocada en el centro de la tabla de picar…

El timbre de la puerta volvió a sonar, con un estruendo largo e impaciente.

—¡Aquí! —gritó con voz ronca—. ¡Estoy aquí dentro! ¡Tiren la puerta abajo!

Su aterrorizada mirada iba de la mano a la puerta, de la puerta a la mano, calculando qué probabilidades tenía. Con pausada economía, la mano derecha cogió el cuchillo de carnicero que colgaba de un agujero en el extremo del soporte. Incluso en esos momentos Charlie seguía sin poder creer del todo que su propia mano (su compañera y defensora, la extremidad que estampaba su firma, que acariciaba a su mujer) estuviera preparándose para mutilarlo. La mano sopesó el cuchillo, comprobó la estabilidad de la herramienta con insolente lentitud.

Detrás de él oyó el ruido del vidrio al hacerse añicos cuando la policía rompió el cristal de la puerta principal. En ese momento estarían metiendo el brazo por el agujero para llegar a la cerradura y abrir. Si se daban prisa, mucha prisa, todavía podrían detener lo que iba a ocurrir.

—¡Aquí! —aulló—, ¡aquí dentro!

El grito fue respondido por un tenue silbido: el sonido del cuchillo que caía, veloz y mortífero, para encontrarse con la muñeca expectante. Izquierda sintió el golpe en su base, y una inexpresable euforia recorrió sus cinco dedos. Cálidos chorros de la sangre de Charlie bautizaron su dorso.

La cabeza del tirano no profirió ruido alguno. Simplemente cayó hacia atrás mientras el cuerpo entraba en estado de choque y perdía el conocimiento, lo que a Charlie le vino estupendamente. Se libró de tener que escuchar el gorgoteo de su sangre mientras se escapaba por el desagüe del fregadero. También se libró de presenciar el segundo y el tercer golpe, que finalmente lograron separar la mano del brazo. Al perder el punto de apoyo, el cuerpo se desplomó hacia atrás y chocó en su caída con el carrito de las verduras. Las cebollas salieron rodando de su bolsa marrón y rebotaron en el charco que ya se extendía, palpitante, en torno a la muñeca vacía.

Derecha dejó caer el cuchillo, que golpeó con estrépito el fregadero manchado de sangre. Agotada, la libertadora se dejó resbalar desde la tabla de picar y cayó sobre el pecho del tirano. Su trabajo había terminado. Izquierda estaba libre y seguía viva. La revolución había comenzado.

La mano liberada corrió hasta el borde del armario y levantó el índice para husmear el nuevo mundo. Derecha remedó un momento el gesto de la victoria antes de tumbarse inocentemente sobre el cuerpo de Charlie. Durante un instante, en la cocina no hubo más movimiento que el de la mano izquierda tocando la libertad con su dedo, y el lento avance de la sangre que se deslizaba por el frente del armario.

Entonces, una ráfaga de aire frío llegado desde el comedor alertó a Izquierda del inminente peligro. Corrió a esconderse mientras el sonido sordo de las pisadas de la policía y el ruido confuso de las órdenes contradictorias perturbaban la escena del triunfo. La luz del comedor se encendió y lo anegó todo hasta llegar al cuerpo, que yacía sobre las baldosas de la cocina.

Charlie vio la luz del comedor al final de un túnel muy largo. Se estaba alejando de ella a buen paso. Ya casi no le molestaba. Se alejaba… Se alejaba…

La luz de la cocina volvió a la vida con un zumbido.

Cuando la policía cruzó la puerta, Izquierda se agachó detrás del cubo de la basura. No sabía quiénes eran esos intrusos, pero sentía que representaban una amenaza. La manera en que se inclinaban sobre el tirano, cómo lo mimaban, lo vendaban, le hablaban con amabilidad… Eran el enemigo, de eso no había duda.

Del piso de arriba llegó una voz. Era joven, y el espanto la hacía sonar chirriante.

—¿Sargento Yapper?

El policía que estaba con Charlie se puso de pie y dejó que su compañero terminara con el torniquete.

—¿Qué pasa, Rafferty?

—¡Señor! Aquí arriba hay un cadáver, en la habitación. Una mujer.

—De acuerdo. —Yapper habló por su radio—. Mandad a los forenses. ¿Y dónde está esa ambulancia? Tenemos aquí un hombre gravemente mutilado.

Regresó a la cocina y se secó el sudor frío del labio superior. Justo entonces le pareció ver algo que se movía por el suelo de la cocina en dirección a la puerta. Algo que a sus ojos cansados les pareció una araña grande y roja. Era una ilusión provocada por la luz, de eso no había duda. Yapper no era un experto en arañas, pero estaba totalmente seguro de que el género no podía vanagloriarse de contar con bestias como aquella.

—¿Señor? —El hombre que estaba junto a Charlie también había visto, o al menos sentido, el movimiento. Levantó la vista hacia su superior—. ¿Qué era eso? —le preguntó.

Yapper lo miró inexpresivamente. La gatera, situada en la parte inferior de la puerta de la cocina, crujió al cerrarse. Fuera lo que fuera, había escapado. Yapper dirigió la mirada hacia la puerta, lejos del inquisitivo rostro del joven.
El problema es que esperan que lo sepas todo
, pensó. La puerta de la gatera se balanceó sobre las bisagras.

—Un gato —le contestó Yapper, sin creerse su propia explicación ni por un mísero momento.

La noche era fría, pero Izquierda no lo notó. Se movió sigilosamente alrededor de la casa, pegada a la pared como una rata. La sensación de libertad era emocionante. No sentir el imperativo del tirano en sus nervios; no sufrir el peso de su ridículo cuerpo, ni verse obligada a acceder a sus exigencias banales; no tener que trajinar para él ni hacer su trabajo sucio; no tener que obedecer su voluntad frívola. Era como nacer a otro mundo. Un mundo más peligroso, tal vez, pero un mundo con muchas más posibilidades. Sabía que la responsabilidad que ahora tenía sobre sí era tremenda. Ella era la única prueba de la vida después del cuerpo, y de alguna manera debía comunicar ese hecho gozoso a tantas de sus compañeras esclavas como pudiera. Muy pronto, los días de servidumbre se habrían terminado de una vez y para siempre.

Se detuvo en la esquina de la casa y observó la calle. Los policías iban y venían; había luces intermitentes, rojas y azules; rostros curiosos espiaban desde las casas de enfrente y refunfuñaban por las molestias. ¿Debería empezar ahí la rebelión, en esos hogares iluminados? No. Esa gente estaba demasiado despierta. Era mejor encontrar a otros que durmieran.

La mano recorrió rápidamente todo un lateral del jardín delantero, vacilando nerviosa ante cualquier ruido fuerte de pasos, o ante cualquier orden que pareciera gritada en su dirección. Ocultándose en los setos sin desbrozar que bordeaban el jardín, alcanzó la calle sin ser vista. Mientras descendía a la acera, echó una breve mirada a su alrededor.

Charlie, el tirano, estaba siendo subido a la ambulancia. Un tropel de botellas con fármacos y sangre colgaba encima de la camilla y vertía su contenido en las venas. Sobre el pecho, Derecha yacía inerte, inducida por las drogas a un sueño artificial. Izquierda se quedó mirando cómo el cuerpo del hombre desaparecía fuera de su vista. Casi no pudo soportar el dolor de la separación de su compañera de toda la vida. Sin embargo, había otras prioridades acuciantes. Volvería pronto y liberaría a Derecha del mismo modo en que ella había sido liberada. Y entonces llegarían los buenos tiempos.

(¿Cómo será cuando el mundo sea nuestro?).

En el vestíbulo del albergue de la calle Monmouth de la YMCA, la Asociación de Jóvenes Cristianos, el vigilante nocturno bostezó y se colocó en una postura más cómoda en su silla giratoria. Para Christie, la comodidad era un asunto totalmente relativo. Daba igual en qué nalga descansara el peso de su cuerpo, las almorranas le seguían picando igual; y esa noche parecían estar más irritadas de lo normal. La causa, su trabajo como vigilante nocturno, un trabajo sedentario. O al menos lo era tal como el coronel Christie elegía interpretar sus obligaciones. Alrededor de medianoche una ronda de rutina por el edificio, solo para asegurarse de que todas las puertas estaban cerradas y con el cerrojo echado. A continuación se acomodaba para dormir toda la noche, y allá se pudrieran todos, que él no pensaba levantarse por menos de un terremoto.

Christie tenía sesenta y dos años, era racista y estaba orgulloso de serlo. Desprecio era lo único que sentía hacia los negros que atestaban los pasillos del albergue, en su mayoría hombres jóvenes sin un hogar en condiciones al que ir, malos tipos a los que la autoridad local había abandonado en el umbral de la residencia como si fueran recién nacidos no deseados. Y menudos recién nacidos. Christie pensaba que eran unos patanes, hasta el último de ellos: siempre dando empujones y escupiendo en el suelo limpio, y malhablados hasta más no poder. Esa noche, como siempre, se sentó sobre sus hemorroides y, entre cabezada y cabezada, planeó cómo les iba a hacer pagar por sus insultos a poco que tuviera oportunidad.

La primera señal que Christie tuvo de su inminente muerte fue una sensación húmeda y fría en la mano. Abrió los ojos y bajó la mirada hacia el extremo de su brazo. En su mano había, por increíble que resultara, una mano cortada. Y lo que todavía era más increíble, las dos manos estaban intercambiando un apretón a modo de saludo, como si fueran viejas amigas. Se puso de pie, y de su garganta salió un sonido inarticulado de repugnancia. Sacudió el brazo como un hombre con chicle pegado en los dedos para intentar quitarse de encima la cosa que muy a su pesar agarraba. Su cabeza estaba llena de interrogantes. ¿Había cogido él eso sin darse cuenta? Si así era, ¿dónde? Y por el amor de Dios, ¿a quién pertenecía? Y lo que todavía resultaba más inquietante, ¿cómo era posible que algo tan sin lugar a dudas muerto pudiera estar agarrado a su propia mano como si tuviera intención de no separarse nunca jamás de ella?

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