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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (27 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Algunos de los comentarios eran de interés, aunque muchos ya aparecían afuera. Se repetían nombres familiares y algunos pareados. Aunque jamás había visto a aquellos individuos, sabia con qué ardor Fabian J. deseaba desvirgar a Michelle; y que Michelle, a su vez, estaba caliente por un tipo llamado señor Sheen. Aquí, como afuera, un hombre llamado Rata Blanca se jactaba de sus atributos, y en pintura roja se prometía el regreso de los Hermanos Syllabub. Uno o dos de los dibujos que acompañaban a estas frases —o al menos se hallaban junto a ellas— resultaron de especial interés. Estaban impregnados de una sencillez casi emblemática. Junto a la palabra
Christosi
había un hombre delgado con el pelo irradiándole de la cabeza como espinas, y en cada espina más cabezas empaladas. Muy cerca había un dibujo de un acto sexual, tan brutalmente reducido que, al principio, Helen lo interpretó como un cuchillo hundiéndose en un ojo ciego. Pero aunque las imágenes eran fascinantes, en la habitación no había luz suficiente como para sacar fotos sin flash. Si deseaba un registro fiable de aquellos descubrimientos, tendría que volver, y conformarse ahora con una simple exploración del lugar.

El chalet no era demasiado espacioso, pero las ventanas habían sido tapiadas, y mientras se alejaba de la puerta principal, la escasa luz se extinguió del todo. El olor a orina, que en la puerta ya era fuerte, se intensificó, hasta que, cuando llegó al fondo de la sala y enfiló por un corto corredor hacia otro cuarto, llegó a parecerle empalagoso como el incienso. Al ser el más alejado de la puerta principal, ese cuarto era también el más oscuro, y tuvo que esperar unos momentos en la desordenada oscuridad para acostumbrarse a ella. Imaginó que habría sido el dormitorio. Los pocos muebles que los residentes habían dejado estaban completamente destrozados. Sólo el colchón había quedado relativamente intacto, y estaba en un rincón del dormitorio, entre una maraña de mantas, periódicos y restos de vajilla.

Afuera, el sol encontró un hueco entre las nubes, y dos o tres rayos se deslizaron entre las tablas clavadas en la ventana del dormitorio y traspasaron el cuarto como anunciaciones, pintando unas líneas brillantes en la pared opuesta. Los autores de los
graffiti
habían trabajado allí a sus anchas: el acostumbrado clamor de las palabras de amor y las amenazas. Escrutó rápidamente la pared, y al hacerlo, los rayos de luz la condujeron a la pared opuesta, en la que se hallaba la puerta por la que había entrado.

Allí, los artistas también habían trabajado a sus anchas, pero habían producido una imagen que no había visto en ninguna otra parte. Utilizando la puerta centrada en la pared como boca, los dibujantes habían pintado una enorme cabeza en el yeso desnudo. El dibujo era más correcto que los que había visto antes; estaba plagado de detalles que le daban a la imagen una veracidad inquietante. Los huesos de los pómulos se marcaban bajo la piel color mantequilla; los dientes —afilados en puntas irregulares— convergían todos hacia la puerta. Los ojos del modelo, debido al bajo techo del cuarto, se encontraban a poca distancia del labio superior, pero ese ajuste físico no hacía sino otorgarle fuerza a la imagen, y daba la impresión de tener la cabeza echada hacia atrás. Por el techo había mechones enredados de pelo que salían serpenteando del cuero cabelludo.

¿Sería un retrato? Había algo incómodamente específico en los detalles de las cejas y las líneas alrededor de la boca, en la cuidadosa reproducción de aquellos dientes malignos. Sin duda una pesadilla: un facsímil tal vez, de alguna cosa entrevista en una fuga de heroína. Fueran cuales fuesen sus orígenes, era potente. Hasta la ilusión de la puerta utilizada como boca funcionaba. El corto pasillo entre la sala y el dormitorio hacía las veces de garganta, con una lámpara rota en lugar de amígdalas. Más allá del gaznate, el día ardía blanqueado en el vientre de la pesadilla. Todo el efecto recordaba una pintura de tren fantasma. La misma deformidad heróica, la misma desvergonzada intención de asustar. Y funcionaba. Se quedó en el dormitorio, estupefacta ante el dibujo; aquellos ojos bordeados de rojo la miraban despiadadamente. Decidió que al día siguiente volvería con película de alta velocidad y un flash para iluminar la obra maestra.

Mientras se disponía a partir, el sol desapareció y las bandas de luz se extinguieron. Echó un vistazo por encima del hombro a las ventanas tapiadas, y por primera vez vio que en la pared habían pintado una sentencia de cuatro palabras.

Dulces para los dulces
, decía. La cita le resultaba familiar, pero no recordaba su origen. ¿Sería una declaración de amor? Si lo era, resultaba un lugar extraño para semejante confesión. A pesar del colchón ubicado en un rincón, y de la relativa intimidad del cuarto, no lograba imaginarse al pretendido destinatario de tales palabras entrar allí para recibir su ramillete. Ningún amante adolescente, por más ardor que tuviera, se acostaría allí a jugar a papás y a mamás, y menos bajo la mirada del aterrador dibujo de la pared. Se acercó para examinar la inscripción. La pintura era del mismo tono rosado que habían utilizado para dar color a las encías del hombre aullador. ¿Acaso habría sido la misma mano quien la aplicara?

A sus espaldas se produjo un ruido. Se volvió con tanta rapidez que a punto estuvo de enredarse en el colchón cubierto de mantas revueltas.

—¿Quién…?

Al otro extremo de la garganta, en la sala, había un niño de seis o siete años con las rodillas plagadas de costras secas. Miraba fijamente a Helen; le brillaban los ojos en la semioscuridad, como si esperara que le hablaran.

—¿Sí?

—Dice Anne—Marie que si quieres una taza de té —anunció sin pausa ni entonación.

Le daba la impresión de que hacía horas que había hablado con la mujer. Sin embargo, agradecía la invitación. La humedad del chalet le había dado frío.

—Sí… —le dijo al niño—. Sí, gracias.

El niño no se movió, se limitó a seguir mirándola.

—¿Vas a llevarme hasta su casa? —le preguntó.

—Si quieres… —repuso, incapaz de demostrar una pizca de entusiasmo.

—Me gustaría mucho.

—¿Estás haciendo fotos? —le preguntó.

—Sí, pero no aquí dentro.

—¿Por qué no?

—Porque está muy oscuro.

—¿No puedes hacer en la oscuridad? —inquirió.

—No.

El niño asintió, como si la información encajara en su esquema de las cosas, y se dio media vuelta sin añadir una sola palabra más; estaba claro que esperaba que Helen lo siguiera.

Si se había mostrado taciturna en la calle, en la intimidad de su cocina Anne—Marie fue todo lo contrario. Su velada curiosidad había desaparecido, para ser reemplazada por un torrente de palabras vivaces y un constante ir y venir para realizar una docena de pequeñas tareas domésticas, como un malabarista que hiciera girar varios platos simultáneamente. Helen observó aquel acto de equilibrio con cierta admiración: sus propias habilidades domésticas eran escasas. Finalmente, la conversación se centró en el tema que había llevado allí a Helen.

—¿Por qué quiere hacer esas fotos? —le preguntó Anne—Marie.

—Estoy escribiendo sobre los
graffiti
. Las fotos ilustrarán mi tesis.

—No es muy bonito.

—No, tiene razón, no lo es. Pero me resulta interesante.

Anne—Marie meneó la cabeza y comentó:

—Odio toda la urbanización. No es un sitio seguro. Nos roban ante la puerta de nuestras casas. Día tras día, los niños prenden fuego a las basuras. El verano pasado los bomberos tuvieron que venir hasta dos y tres veces al día; finalmente, clausuraron los conductos de basuras. Ahora la gente deja las bolsas en los pasillos, y eso atrae a las ratas.

—¿Vive aquí sola?

—Sí, desde que Davey me abandonó.

—¿Su marido?

—Es el padre de Kerry, pero no estamos casados. Vivimos juntos dos años. Pasamos buenos momentos. Un día, cuando yo estaba en casa de mi madre con Kerry, se levantó y se marchó. —Miró fijamente en la taza de té—. Estoy mejor sin él. Pero a veces tengo miedo. ¿Quiere más té?

—No, gracias, no tengo tiempo.

—Sólo una taza —insistió Anne—Marie, que ya se había puesto de pie para desenchufar la tetera eléctrica y llenarle la taza. Cuando iba a abrir el grifo, vio algo en el escurreplatos de la encimera y lo aplastó con el pulgar—. Te cacé, bicho —dijo, y luego, volviéndose a Helen, agregó—: Tenemos hormigas.

—¿Hormigas?

—Toda la urbanización esta infectada. Vienen de Egipto; hormigas faraónicas, se llaman. Son unos bichos marrones, asquerosos. Crían en los conductos de la calefacción central, y por ahí se meten en todos los apartamentos. Está plagado de hormigas.

A Helen le resultó cómico aquel exotismo improbable (¿hormiga de Egipto?), pero no dijo nada. Anne—Marie se asomó a la ventana de la cocina y miró hacia el patio trasero.

—Debería decirles… —comentó, aunque Helen no sabía exactamente a quién tenía que decírselo—, debería decirles que la gente normal ya no puede andar por las calles…

—¿Tan mal están las cosas? —inquirió Helen, cansada ya de aquel catálogo de desgracias.

Anne—Marie se apartó del fregadero y la miró fijamente.

—Hemos tenido asesinatos.

—¿De veras?

—hubo uno en el verano. Era un viejo de Ruskin. Eso está aquí cerca. No lo conocía, pero era amigo de la hermana de mi vecina. No me acuerdo cómo se llamaba.

—¿Y fue asesinado?

—Lo cortaron a trocitos en su propia casa. Tardaron casi una semana en encontrarlo.

—¿Qué me dice de sus vecinos? ¿No notaron su ausencia?

Anne—Marie se encogió de hombros, como si después de referirle los datos más importantes —el asesinato y el aislamiento del hombre— toda otra indagación del problema resultara irrelevante. Pero Helen insistió.

—A mí me parece raro.

Anne—Marie enchufó la tetera llena y, sin inmutarse, repuso:

—Pues ocurrió.

—No digo que no, sino que…

—Le habían sacado los ojos —le informó, antes de que Helen pudiera formular otras dudas.

Helen dio un respingo y con un hilo de voz dijo:

—No.

—Es la pura verdad —insistió Anne—Marie—. Y eso no es lo único que le hicieron. —Hizo una pausa para intensificar el efecto y luego añadió—: Una se pregunta qué clase de gente es capaz de semejantes barbaridades, ¿no?

Helen asintió. Estaba pensando precisamente lo mismo.

—¿Encontraron al culpable?

Anne—Marie soltó un bufido para expresar su menosprecio.

—A la policía le importa un pepino lo que pasa aquí. Siempre que pueden se mantienen alejados de la urbanización. Cuando patrullan lo único que hacen es encerrar a los chicos por emborracharse y esas cosas. Tienen miedo. Por eso se mantienen alejados.

—¿Miedo del asesino?

—Puede ser. Además, tenía un gancho.

—¿Un gancho?

—Sí, el hombre que lo hizo tenía un gancho, como Jack el Destripador.

Helen no era experta en asesinatos, pero estaba segura de que el Destripador nunca había llevado un gancho. Le pareció una grosería dudar de la veracidad de la historia de Anne—Marie, aunque en silencio se preguntó cuánto habría de invención en todo ello, en lo de los ojos arrancados, el cuerpo pudriéndose en el apartamento, el gancho. Lo cierto era que hasta el más escrupuloso de los reporteros sentía la tentación de embellecer una historia de vez en cuando.

Anne—Marie se había servido otra taza de té y se disponía a hacer lo mismo para su invitada.

—No, gracias —dijo Helen—. Tengo que irme.

—¿Está casada? —preguntó Anne—Marie de repente.

—Sí. Con un catedrático de la universidad.

—¿Cómo se llama?

—Trevor.

Anne—Marie se sirvió dos cucharadas colmadas de azúcar y le preguntó:

—¿Va usted a volver?

—Eso espero. Será más adelante, esta misma semana. Quiero hacer unas fotos de los dibujos que hay en el chalet al otro lado de la plazoleta.

—Venga a verme.

—Lo haré. Gracias por su ayuda.

—De nada —repuso Anne—Marie—. A alguien hay que contárselo, ¿no?

—Parece ser que el hombre tenía un gancho en lugar de una mano.

Trevor levantó la vista del plato de
tagliatelle con prosciutto
.

—¿Cómo dices?

Helen había hecho un gran esfuerzo por evitar que su narración de la historia se viera teñida por su propia reacción. Tenía interés en saber qué deducción sacaría Trevor, y sabia que si indicaba su posición en el asunto, instintivamente él le llevaría la contraria.

—Tenía un gancho —repitió sin inflexión alguna.

Trevor dejó el tenedor y se tiró de la nariz, olisqueando.

—Yo no he leído nada de todo eso.

—No lees la prensa local —replicó Helen—. Yo tampoco. Tal vez nunca se publicó en los diarios nacionales.

—¿Anciano asesinado por nianiaco con mano de gancho? —dijo Trevor, saboreando la hipérbole—. Yo diría que es material para la prensa. ¿Y cuándo se supone que ocurrió todo?

—Algún día del verano pasado. Tal vez fue cuando estábamos en Irlanda.

—Tal vez —dijo Trevor, y volvió a coger el tenedor.

Inclinado sobre su ración, los lentes pulidos de sus gafas sólo reflejaron el plato de pasta y jamón picado que tenía enfrente, y no sus ojos.

—¿Por qué dices tal vez? —insistió Helen.

—Porque me suena que algo no funciona. En realidad me parece absurdo.

—¿No te lo crees? —preguntó Helen.

Trevor levantó la vista del plato y con la lengua rescató un trocito de
tagliatelle
de la comisura de los labios. Su rostro se había relajado, adquiriendo esa expresión no comprometida típica en él, la misma cara que ponía cuando escuchaba a sus estudiantes.

—¿Tú te lo crees? —le preguntó a Helen.

Era uno de sus ardides típicos para ganar tiempo, otro truco de seminario: interrogar al interrogador.

—No estoy —segura repuso Helen, demasiado preocupada por encontrar un asidero firme en aquel mar de dudas como para gastar energías en ganar puntos.

—Pues olvídate del asunto… —sugirió Trevor, dejando la comida para beberse otro vaso de vino tinto—. ¿Qué me dices de la persona que te lo contó? ¿Te inspiró confianza?

Helen recordó la expresión ansiosa de Anne—Marie mientras narraba la historia del asesinato del viejo.

—Sí, creo que me habría dado cuenta si me hubiera mentido.

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