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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (36 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Colocó de nuevo el trozo de cerámica sobre la estantería, se puso las gafas y empezó a servir las bebidas. Dándole la espalda a Gavin, se atrevió a preguntarle:

—¿Eres caro?

Éste vaciló. El nerviosismo de Ken resultaba enternecedor y el brusco cambio de conversación —de los romanos al precio de un sesenta y nueve— le dejó perplejo.

—Depende —contestó, dándole coba.

—Ah… —dijo el otro, que seguía ocupado con los vasos—, ¿te refieres a la naturaleza exacta de… el servicio?

—Sí.

—Es natural.

Se volvió y le tendió un generoso vaso de vodka. Sin hielo.

—No te pediré demasiado —dijo.

—No resulto barato.

—Estoy convencido —trató de sonreír Reynolds, pero la sonrisa le bailoteó en los labios—, y estoy dispuesto a pagarte bien. ¿Te podrás quedar toda la noche?

—¿Quieres?

Reynolds frunció el entrecejo mirando el vaso.

—Supongo que sí.

—Entonces, sí.

El estado de ánimo del anfitrión cambió de repente: la indecisión se vio reemplazada por cierta seguridad.

—Salud —dijo, entrechocando su vaso lleno de whisky contra el de Gavin—. Por el amor, la vida, y todo lo que merezca la pena comprar.

La observación de doble filo no pasó inadvertida a Gavin; era obvio que Ken tenía serios escrúpulos acerca de lo que estaba haciendo.

—Bebo por eso —contestó, bebiendo un trago de vodka.

Después del primer sorbo, las copas se fueron sucediendo rápidamente, y, hacia el tercer vodka, Gavin se empezó a sentir más achispado que desde hacía mucho tiempo, satisfecho de asistir a la charla de Reynolds sobre excavaciones y las glorias de Roma prestándole un solo oído. Se le iba la cabeza, era una sensación placentera. Obviamente iba a pasar allí la noche, o por lo menos hasta que amaneciera, así que por qué no había de beberse el vodka del putero y disfrutar de la experiencia que se le presentaba. Más tarde, probablemente mucho más tarde a juzgar por las divagaciones de Ken, tendría una sesión de sexo con la torpeza propia del alcohol en un cuarto a oscuras y eso sería todo. Había tenido antes clientes parecidos. Eran solitarios, quizá se encontraban entre dos amoríos, y por lo normal fáciles de complacer. No era sexo lo que compraba ese tío, sino compañía, otro cuerpo con el que compartir un rato su piso; dinero fácil.

Y entonces oyó un ruido.

Al principio creyó que los golpes los tenía dentro de la cabeza, hasta que Reynolds se levantó con la boca crispada. El ambiente de bienestar había desaparecido por completo.

—¿Qué es eso? —preguntó Gavin, levantándose a su vez, aturdido por la bebida.

—No pasa nada —Reynolds hizo que se volviera a sentar—. Quédate aquí.

El ruido se hizo más intenso. Parecía que hubiera un batería dentro del horno tocando mientras se quemaba.

—Por favor, quédate aquí un momento. No es más que el vecino de arriba.

Reynolds mentía: el alboroto no procedía del piso de arriba. Lo hacia otra persona del piso. Era un golpeteo rítmico que se aceleraba y se detenía y se volvía a acelerar.

—Sírvete una copa —le dijo Reynolds, sonrojado junto a la puerta—. Malditos vecinos…

La llamada, porque eso debía ser, perdía intensidad.

—Sólo un momento —le prometió Reynolds, y cerró la puerta tras él.

Gavin había asistido a escenas desagradables antes de ese día: tipos cuyos amantes aparecían en mal momento; tíos que querían darle una paliza y pagarle por ello. Uno se sintió tan culpable en la habitación de un hotel que lo destrozó todo. Esas cosas pasaban. Pero Reynolds era diferente: no había nada inquietante en él, aunque en el fondo, muy en el fondo de su conciencia, Gavin recordó fríamente que tampoco los otros tipos parecían malos al principio. Maldición. Dejó las dudas de lado. Si le entraba canguelo cada vez que salía con una cara diferente, acabaría por dejar de trabajar de una vez por todas. No le quedaba más remedio que confiar en la suerte y en su instinto, y su instinto le decía que a este tipo no le daban ataques.

Dio un rápido sorbo a su vaso, lo rellenó y se puso a esperar.

El ruido había cesado por completo y le resultó más fácil reconstruir los hechos. A fin de cuentas, quizá no había sido más que el vecino de arriba. Ciertamente no se oía a Reynolds trajinar por el piso.

Paseó la vista por el cuarto, en busca de algo que lo mantuviera ocupado un rato y su mirada recayó sobre la lápida sepulcral de la pared.

Flavinus el portaestandarte.

Había algo agradable en la idea de tener un retrato, por tosco que fuera, esculpido en piedra y colocado sobre el lugar donde reposan los huesos de uno, aunque con el tiempo un historiador fuera a separar los huesos de la lápida. El padre de Gavin siempre insistió en que lo enterraran. No quería ser incinerado, pues ¿cómo, si no —solía decir—, lo iban a recordar? ¿Quién iba a ir a llorarle a una urna en la pared? La ironía es que aun así nunca fue nadie a su tumba: Gavin sólo fue unas dos veces desde que murió su padre. Una piedra vulgar con un nombre inscrito, una fecha y una frase hecha. Ni siquiera recordaba el año en que murió su padre.

En cambio, sí se recordaba a Flavinus; lo recordaba gente que jamás lo conoció, que no conoció siquiera lo que era la vida en sus tiempos. Gavin se levantó y tocó el nombre del portaestandarte, el burdamente cincelado FLAVINVS que constituía la segunda palabra de la inscripción.

De repente se escuchó de nuevo el ruido, más frenético que nunca. Gavin apartó la vista de la lápida y miró hacia la puerta, con la ligera esperanza de que Reynolds estuviera junto a ella dispuesto a darle alguna explicación. No había nadie.

—Maldita sea.

El repiqueteo continuaba. Alguien, en algún lugar, estaba muy enfadado. Y esta vez no se podía engañar a sí mismo: el batería estaba ahí, en el piso, a pocos metros. Le picaba la curiosidad como si fuera un amante zalamero. Apuró el vaso y salió al pasillo. El ruido cesó en cuanto cerró la puerta detrás de sí.

—¿Ken? —osó decir. La palabra se le murió en los labios.

El pasillo estaba en tinieblas; tan sólo lo iluminaba un rayo de luz que salía del otro extremo. Quizá fuera una puerta abierta. Gavin encontró un interruptor a su derecha, pero no funcionaba.

—¿Ken? —repitió.

Esta vez la pregunta obtuvo respuesta. Un gemido y el ruido de un cuerpo arrastrándose, o arrastrado. ¿Habría sufrido Reynolds un accidente? Dios mío, podía estar tirado, indefenso, a cuatro pasos de Gavin: tenía que ayudarlo. ¿Por qué sus pies se negaban a andar? Tenía el hormigueo en los huevos que siempre le producía la ansiedad de la espera; le recordaba al escondite de su niñez: era la emoción de la persecución. Una sensación casi placentera.

Y, dejando de lado el placer, ¿podía marcharse ahora sin saber qué había sido del putero? Tenía que recorrer el pasillo hasta el final.

La primera puerta estaba entornada; la abrió y descubrió un estudio o habitación atiborrado de libros. Las luces de la calle entraban por la ventana sin cortinas y caían sobre una mesa de despacho desordenada. Ni Reynolds ni agresor. Más confiado después del primer tiento, siguió explorando el pasillo. La puerta siguiente —de la cocina— también estaba abierta. No venía ninguna luz del interior. Las manos de Gavin habían empezado a sudar: pensó en Reynolds tratando de sacarse los guantes que se le quedaban pegados a las manos. ¿De qué había tenido miedo? De algo más que de su ligue: había otra persona en el apartamento, alguien de temperamento violento.

El estómago se le revolvió al descubrir la huella de una mano impresa sobre la puerta: era sangre.

Empujó la puerta, pero no cedía. Había algo detrás de ella. Se deslizo por la abertura y entró en la cocina. Un cubo de basura por vaciar o un contenedor de vegetales descuidado llenaban el aire de malos olores Gavin acarició la pared buscando el interruptor y el tubo de fluorescente se iluminó espasmódicamente.

Por detrás de la puerta asomaban los Gucci de Reynolds. Gavin la corrió y Ken salió rodando de su escondite. Estaba claro que se había acurrucado detrás de la puerta en busca de refugio; había algo del animal herido en su cuerpo doblado. Se estremeció al tocarlo Gavin.

—No pasa nada… soy yo. —Gavin levantó una mano ensangrentada del cuerpo de Reynolds. Un espeso chorro le recorría la cara desde la sien hasta la barbilla y otro, paralelo al anterior pero no tan espeso, le cruzaba la mitad de la frente y la nariz, como si le hubiera raspado una horca de dos dientes.

Reynolds abrió los ojos. Descubrió a Gavin al punto y dijo:

—Vete.

—Estás herido.

—Por el amor de Dios, vete. Rápido. He cambiado de idea… ¿Comprendes?

—Llamaré a la policía.

Ken prácticamente le escupió:

—Lárgate inmediatamente de aquí, ¿quieres? ¡Maldito putón!

Gavin se levantó y trató de comprender lo que estaba ocurriendo. El tipo estaba sufriendo y eso le volvía agresivo. Haz caso omiso de los insultos y ve a buscar algo con que tapar la herida. Eso era. Tapa la herida y luego deja que el tipo se las arregle solo. Si no quería saber nada de la policía era asunto suyo. Probablemente no quería tener que explicar la presencia de un efebo en aquel horno crematorio.

—Deja que vaya a buscar una tirita…

Gavin volvió al pasillo.

Detrás de la puerta de la cocina Reynolds le decía que no, pero el putón no le oyó. No habrían cambiado las cosas de haberlo oído. Para él, «no» era una incitación.

Reynolds apoyó la espalda contra la puerta de la cocina y trató de levantarse utilizando el pomo de apoyo. Pero la cabeza le daba vueltas: era como un horroroso carrusel girando y girando y en el que cada uno de los caballos fuera más espantoso que el anterior. Las piernas se le doblaron y cayó al suelo como el idiota senil que era.

Mierda. Mierda. Mierda,

Gavin oyó la caída de Reynolds, pero estaba demasiado ocupado armándose para volver a entrar en la cocina. Si el intruso que había atacado a Ken seguía en el piso, quería estar preparado para defenderse. Rebuscó entre los informes de la mesa del despacho y descubrió un abrecartas junto a un montón de correspondencia por abrir. Dando gracias a Dios por el hallazgo, se apoderó de él. Era ligero y la hoja fina y quebradiza, pero bien clavado debía de ser letal.

Volvió al pasillo con el corazón más ligero y se detuvo un momento para planear sus movimientos. Lo primero era localizar el cuarto de baño, con suerte podría encontrar una tirita para Reynolds. Bastaría con una toalla limpia. A lo mejor así podría despabilar al tipo, incluso obligarle a que le diera alguna explicación.

Detrás de la cocina, el pasillo describía una curva cerrada hacia la izquierda. Gavin dobló la esquina y se encontró con la puerta entornada. Dentro había una luz encendida: el agua se reflejaba sobre los baldosines. Era el cuarto de baño.

Asegurándose la mano derecha que sujetaba el abrecartas, Gavin se acercó a la puerta. Tenía los músculos de los brazos rígidos de miedo: ¿le serviría eso de ayuda en caso de que tuviera que asestar un navajazo?, pensó. Se sentía inepto, sin gracia, ligeramente estúpido.

Había sangre en la jamba de la puerta, la marca de una mano que era sin lugar a dudas de Reynolds. Ahí había ocurrido todo: Reynolds extendería una mano para no caerse ante la embestida del asaltante. Si el agresor seguía en el piso tenía que estar ahí. No había ningún escondite más en la casa.

Más tarde, si es que había «más tarde», probablemente analizaría la situación y le parecería idiota por su parte haber abierto la puerta de una patada, haber provocado el enfrentamiento. Pero meditaba sobre la estupidez de la acción mientras la llevaba a cabo, abriendo la puerta con suavidad por encima de baldosas encharcadas de sangre. En cualquier momento surgiría una figura con un gancho por mano, desafiándolo a gritos.

No. No ocurrió nada de eso. El asaltante no estaba dentro, y si no estaba dentro es que no estaba en el piso.

Gavin exhaló un suspiro largo y lento. El cuchillo se le aflojó en la mano; ya no iba a usarlo. Ahora, a pesar del sudor, de su terror, se sentía defraudado. La vida le había vuelto a fallar, el destino se había burlado de él y le había dejado con una fregona en la mano en lugar de una medalla. Todo lo que podía hacer era jugar a la enfermera con el viejo y seguir su camino.

El cuarto de baño estaba decorado en tonos de color lima: la sangre y las baldosas conjuntaban perfectamente. La transparente cortina de la ducha, luciendo estilizados peces y plantas marinas, estaba parcialmente corrida. Tenía el aspecto de un asesinato de película: no resultaba del todo creíble. La sangre era demasiado brillante, la luz demasiado mate.

Gavin dejó caer el cuchillo en el lavabo y abrió el armario cubierto de espejos. Estaba bien provisto de enjuagues bucales, complejos vitamínicos y tubos de dentífrico desechados, pero la única medicina que había era una lata de Elastoplast. Al cerrar la puerta del armario se encontró con el reflejo de sus propios rasgos, los rasgos de una cara fatigada. Abrió el grifo de agua fría; un chapuzón disiparía el vodka y devolvería algo de color a sus mejillas.

Mientras recogía el agua con ambas manos oyó ruido a su espalda. Se irguió con el corazón sobresaltado y cerró el grifo. El agua le resbaló por la barbilla y las cejas y borboteó al desaparecer por la tubería de salida.

El cuchillo seguía en la pila; le bastaría con alargar el brazo. El ruido procedía de la bañera, de
dentro
de la bañera; era el chapoteo inofensivo del agua.

La inquietud le había inyectado mucha adrenalina y percibía los detalles con una precisión nueva. El aroma penetrante del jabón con olor a limón, el brillo del angelote turquesa que revoloteaba por las algas marinas sobre la cortina de la ducha, las gotitas frías sobre el rostro, el calor que sentía en la cabeza: no eran más que experiencias repentinas, detalles que le habían pasado inadvertidos hasta ese momento, demasiado perezoso como estaba para ver, oler y sentir hasta el limite de sus posibilidades.

Estás en un mundo real, le decía su cabeza (fue toda una revelación) y, si no te andas con ojo, vas a morir aquí.

¿Por qué no había mirado la bañera? Gilipollas. ¿Por qué la descuidó?

—¿Quién hay? —preguntó, con la ridícula esperanza de que Reynolds tuviera una nutria bañándose tranquilamente. Ridícula esperanza. Había sangre, por el amor de Dios.

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