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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (16 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Cuanto más la contemplaba más nítida parecía volverse su imagen. El parpadeo había desaparecido casi por completo; el lugar rebosaba de tranquilidad.

—¿Quieres tocarme?

Creía que no se lo iba a preguntar jamás.

—Sí —dijo.

—Bien. —Le sonrió aduladoramente y él trató de alcanzarla. Ella esquivó con elegancia sus yemas en el último instante y echó a correr, riendo, por el lateral, en dirección a la pantalla. Él la siguió, ansioso. Si quería jugar, jugarían.

Se había metido en un callejón sin salida. No se podía escapar de esa parte del cine y, a juzgar por sus requiebros, ella lo sabía. Se dio la vuelta y se apretó contra la pared, con los pies un poco separados.

Estaba a un par de metros de Marilyn cuando una ráfaga de ninguna parte le levantó la falda hasta la cintura. Se rió entornando los ojos cuando la ondulación de seda se elevó y la dejó a descubierto. No llevaba nada de ropa debajo.

Ricky tendió otra vez el brazo y esta vez no evitó el contacto. La falda se levantó un poco más y se quedó contemplando, embobado, la parte de Marilyn que jamás había visto, la peluda vulva con que soñaban millones de espectadores.

Estaba manchada de sangre. No mucha, unas cuantas huellas dactilares en el interior de los muslos. El brillo inmaculado de su carne estaba levemente manchado. A pesar de eso siguió mirando, y los labios se separaron un poco al mover ella las caderas. Comprendió que el destello de humedad no era el de los jugos de su cuerpo, sino de algo totalmente distinto. Cuando movió los músculos, los ojos ensangrentados que se habían enterrado en el cuerpo cambiaron de posición y se quedaron mirándolo.

Monroe leyó en la expresión de su rostro que no los había escondido lo bastante profundamente, pero ¿cómo iba una chica, con tan sólo un ligero velo con que cubrir su desnudez, a esconder los frutos de sus esfuerzos?

—Tú lo mataste —dijo Ricky, que todavía miraba los labios y los ojos que asomaban entre ellos. La visión era tan absorbente, tan prístina que acabó con el horror que pudiera sentir. Perversamente, el asco le alimentó la lujuria en lugar de apagarla. Qué más daba que
fuera
una asesina si era una leyenda.

—Ámame —dijo ella—, ámame siempre.

Fue hacia ella, consciente de que eso suponía su propia muerte. Pero la muerte era relativa, ¿no? Marilyn estaba muerta carnalmente, pero vivía aquí, ya fuera en su cerebro o en la hormigueante matriz del aire, o en ambas partes, y él podía estar a su lado.

Se abrazaron. Se besaron. Fue sencillo. Tenía los labios más suaves de lo que él esperaba, y sintió en la entrepierna algo muy cercano al dolor por lo mucho que ansiaba estar dentro de ella.

Le enlazó la cintura con sus brazos delgados y esbeltos y Ricky sintió cómo le embargaba la lujuria.

—Me haces fuerte —dijo ella—. Cuando me miras así. Necesito que me miren, si no me moriría. Es la condición natural de las ilusiones.

El abrazo se estaba estrechando; los brazos que tenía a su espalda ya no parecían tan ligeros como un sauce. Se revolvió un poco, incómodo.

—Inútil —le dijo, en un arrullo—. Eres mío.

Despegó la cabeza para ver qué era lo que le abrazaba y descubrió atónito que los brazos ya no eran brazos, sino algo semejante a un lazo, sin manos, dedos ni muñecas, que le rodeaba la espalda.

—¡Jesucristo! —dijo.

—Mírame, muchacho —ordenó ella. Las palabras ya no eran delicadas. No era Marilyn quien lo estrechaba entre sus brazos: no se parecía en nada a ella. El abrazo se hizo aún más opresivo, y Ricky se quedó sin aliento, aliento que la presión asfixiante le impedía recobrar. La espina dorsal crujió y el dolor le recorrió el cuerpo en lengüetazos candentes, asomando a sus ojos, que se llenaron de colores.

—Deberías haberte ido de la ciudad —dijo Marilyn, mientras el rostro de Wayne asomaba por debajo de la curva de sus perfectos pómulos. Su mirada era despreciativa, pero Ricky sólo tuvo un segundo para apreciarlo antes de que esa imagen desapareciera a su vez y una cosa diferente surgiera bajo esa fachada de caras famosas. Por última vez en su vida hizo la pregunta:

—¿Quién eres tú?

Su capturador no respondió. Se estaba alimentando de su fascinación: mientras se miraban iban brotando de aquel cuerpo pares de órganos semejantes a los cuernos de una babosa, o quizá fueran antenas, convirtiéndose en sondas y cruzando el espacio que separaba su cabeza de la de Ricky.

—Te necesito —decía, con una voz que ya no se parecía a la de Wayne ni a la de Monroe; con una voz ruda, sin refinar, con la voz de un criminal—. Soy tan jodidamente débil; estar en el mundo me consume.

Se concentraba en él, alimentándose, fuera lo que fuese, de sus miradas, antes embelesadas y ahora horrorizadas. Notaba cómo le iba extirpando la vida por los ojos, solazándose con las miradas agonizantes que le dedicaba mientras moría.

Sabia que debía estar a punto de morir, porque llevaba un buen rato sin respirar. Quizá varios minutos, pero no estaba seguro.

En el preciso instante en que se fijaba en los latidos de su corazón los cuernos se separaron en torno a su cabeza y se le introdujeron en los oídos. Hasta en su estado de ensoñación, aquella sensación resultaba asquerosa, y quiso chillar para sofocarla. Pero los dedos se abrían paso dentro de su cabeza, destrozándole los yunques y atravesando cual inquisitiva solitaria cerebro y cráneo. Todavía estaba vivo, todavía contemplaba a su torturador, y sabía que le buscaba los ojos, sintió cómo los empujaba por detrás.

Los ojos se le hincharon repentinamente y abandonaron su habitáculo, saliendo de las cuencas. Por un momento vio el mundo desde un ángulo diferente cuando el órgano de la vista le resbaló por la mejilla. Se vio el labio, la barbilla…

Fue una experiencia espantosa y, gracias a Dios, breve. El personaje que Ricky había interpretado durante treinta y siete años se retorció y se desplomó en brazos de aquella ficción.

La seducción y el asesinato de Ricky habían durado menos de tres minutos. Durante ese tiempo Birdy había probado todas las llaves del llavero de Ricky, sin conseguir que ninguna de ellas abriera la puerta. Si no se hubiera obstinado podría haber vuelto a entrar en el cine a pedir ayuda. Pero los aparatos mecánicos, incluidos cerrojos y llaves, eran un desafío a su condición de mujer. Odiaba la superioridad instintiva de los hombres en lo que hacía referencia a las máquinas, sistemas y procesos lógicos, y se habría maldecido por tener que volver para decirle gimoteando a Ricky que no podía abrir la condenada puerta.

Cuando decidió abandonar sus esfuerzos, Ricky ya había hecho lo propio. Maldijo de forma pintoresca las llaves y admitió su derrota. Estaba claro que Ricky había cogido el tranquillo a esos trastos despreciables, tenía un truco que ella aún no había logrado dominar. Con su pan se lo comiera. Ahora sólo quería salir de aquel lugar. Le estaba entrando claustrofobia. No le gustaba estar encerrada sin saber qué andaba rondando por el piso de arriba.

Y ahora, para acabar de empeorar las cosas, las luces del
foyer
se estaban apagando una tras otra.

¿Qué demonios ocurría?

Todas las luces se fundieron a la vez sin previo aviso y estaba segura de haber oído ruidos, movimientos, detrás de la puerta, en la sala del cine. Del interior se filtró una luz más brillante que la de una antorcha, crispada y colorida.

—¿Ricky? —dijo a la oscuridad. Ésta pareció tragarse sus palabras. No tenía ninguna esperanza de que se tratara de Ricky, y algo le decía que, si había de llamarlo, lo hiciera en un susurro.

—¿Ricky…

Las hojas de la puerta de batientes se pegaron con suavidad al empujarlas algo desde dentro.

—… eres tú?

El aire estaba electrizado: la energía estática hizo que el suelo crepitara bajo sus pies al dirigirse hacia la puerta, con el vello de los brazos de punta. La luz del interior se hacia más brillante a cada paso.

Se detuvo, cambiando de opinión acerca de sus investigaciones. No era Ricky, de eso estaba segura. Tal vez fuera el hombre o mujer del teléfono, un lunático de mirada torva que se excitaba cazando mujeres gordas al acecho.

Retrocedió dos pasos hacia la taquilla con los pies echando chispas y sacó de debajo del mostrador a Quebrantahuesos, una barra de hierro que guardaba desde que tres ladrones aficionados con la cabeza rapada y taladradoras eléctricas la tuvieron arrinconada en la taquilla. Se puso a jurar como un carretero y ellos se escaparon, pero se dijo que la próxima vez dejaría a uno (o a todos) sin sentido antes de permitir que la aterrorizaran. Y Quebrantahuesos, de casi un metro de largo, sería su arma.

Se plantó frente a la puerta con el arma en la mano.

Aquélla se abrió de golpe, con un rugido tremebundo que la aturdió y una voz que decía:

—Esto es para mirarte, niña.

Un ojo, un solo ojo inmenso, tapaba la puerta. El ruido la ensordeció; el ojo pestañeó, grandioso, húmedo y perezoso, escrutando a la muñeca que tenía delante con la insolencia del único Dios verdadero, del hacedor del celuloide «Tierra» y del celuloide «Cielo».

Birdy estaba aterrorizada, ésa es la palabra. No se trataba de la inquietud de notar que la perseguían; no había en su terror nada de excitante expectación ni de miedo placentero. Era un miedo real, visceral, sin contrapartidas y desagradable como él solo.

Se oyó gimotear bajo la mirada implacable de ese ojo, sintió que las piernas la traicionaban. Pronto se desplomaría delante de la puerta, sobre la alfombra, y eso supondría su muerte.

Luego se acordó de Quebrantahuesos. Querida Quebrantahuesos, bendito sea tu corazón fálico. Levantó la barra con las dos manos y echó a correr hacia el ojo, agitándola.

Antes de alcanzarlo, el ojo se cerró, la luz se apagó y volvió a quedar sumergida en la oscuridad, con la retina todavía abrasada por lo que había visto.

Alguien, en la oscuridad, dijo:

—Ricky está muerto.

Sólo eso. Fue peor que el ojo, peor que todas las voces muertas de Hollywood, porque comprendió sin saber bien por qué que era cierto. El cine se había convertido en un matadero. El Dean de Lindi Lee había muerto, tal como dijo Ricky, quien estaba muerto a su vez.

Todas las puertas estaban cerradas; sólo quedaban dos personajes. Ella y «ello».

Se precipitó hacia la escalera, sin un plan de acción determinado, pero segura de que permanecer en el
foyer
equivalía a suicidarse. Cuando tocó el primer escalón con el pie, las puertas de batientes se abrieron con un susurro detrás de ella y algo se puso a perseguirla, raudo y parpadeante. Lo tenía a unos dos pasos mientras subía la escalera casi sin aliento y maldiciendo su gordura. Junto a ella explotaban destellos de luz brillante, como las chispas de una vela al encenderse. Sin duda estaba preparando una nueva estratagema.

Llegó a lo alto de la escalinata con el admirador todavía pisándole los talones. Ante ella, el pasillo, iluminado por una sola bombilla grasienta, no suponía ningún alivio. Era tan largo como el cine y tenía unos cuantos trasteros llenos de porquería: carteles, gafas de visión tridimensional, fotografías enmohecidas. Sabía que de uno de ellos salía la escalera de incendios, pero ¿de cuál? Sólo había subido allí una vez, y eso fue hacía dos años.

—Mierda. Mierda. Mierda —dijo.

Corrió hasta el primer trastero. Tenía el cerrojo echado. Golpeó la puerta en son de protesta. No se abrió. Con la siguiente ocurrió lo mismo. Y con la tercera. Aunque se acordara de qué trastero tenía la vía de salida, las puertas eran demasiado sólidas para echarlas abajo. Con diez minutos y la ayuda de Quebrantahuesos tal vez pudiera conseguirlo. Pero tenía el ojo detrás: no disponía ni de diez segundos, mejor no pensar en diez minutos.

No tenía más remedio que enfrentarse a aquello. Giró sobre sus talones, musitando una plegaria y preparándose a enfrentarse en la escalera con su perseguidor. El rellano estaba vacío.

Estudió el desolado decorado de bombillas fundidas y desconchones de pintura como si quisiera descubrir algo invisible, pero aquella cosa no estaba delante de ella, sino detrás. Volvió a ver un resplandor, pero esta vez la vela prendió, el fuego se hizo luz, la luz se convirtió en imagen y glorias cinematográficas que casi había olvidado se materializaron en el pasillo dirigiéndose hacia ella. Escenas escogidas de un millar de películas: cada una de ellas remitiendo a una única referencia. Empezó a comprender al fin el origen de aquel extraordinario espécimen. Era un fantasma del engranaje del cine: un hijo del celuloide.

—Danos tu alma —dijeron mil estrellas.

—No creo en el alma —replicó ella con toda sinceridad.

—Entonces danos lo que le das a la pantalla, lo que le da todo el mundo.
Danos un poco de amor.

Por eso se estaban representando, volviendo a representar y representándose de nuevo todas esas escenas ante ella. Eran momentos en que se establecía una suerte de mágico vínculo entre los espectadores y la pantalla, en que aquéllos, mirando, mirando y mirando, sufrían a través de ésta. A ella también le había ocurrido muchas veces: ver una película y sentir que la afectaba tanto que le producía un dolor casi físico ver aparecer el reparto y romperse el hechizo, porque sentía que había dejado algo de sí en la película, que había perdido parte de su personalidad entre todos sus héroes y heroínas. Tal vez fuera cierto. Tal vez el aire acumulara el conjunto de sus deseos y los depositara en algún lugar, donde se entremezclaban con los deseos de otros corazones, atesorándose en una hornacina hasta que…

Incluso esto. Este hijo de la pasión colectiva: este seductor de tecnicolor; burdo y trivial pero profundamente fascinante.

Muy bien, pensó, siempre es bueno comprender a quien te ejecuta: algo completamente diferente es hacerle olvidar sus obligaciones profesionales.

Mientras trataba de resolver el enigma disfrutaba con aquellas imágenes, no podía reprimir su curiosidad. Fragmentos burlones de vidas que había vivido, de rostros que había amado. El ratón Mickey bailando con una escoba, Gish en
Flores ajadas,
Garland (con Toto junto a ella) viendo cómo un tornado se dirigía hacia Kansas, Astaire en
Sombrero de copa,
Welles en
Ciudadano Kane,
Brando y Crawford, Tracy y Hepburn… personas tan grabadas en nuestro corazón que no necesitan nombres. Y era mucho mejor verse burlado por esas imágenes: ver sólo el momento anterior al beso y no el propio beso; la afrenta y no la reconciliación; la sombra y no el monstruo; la herida y no la muerte.

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