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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Libro de maravillas para niñas y niños (14 page)

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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Cuando consiguieron hacer el cambio sin inconvenientes, lo primero que hizo el gigante fue desentumecerse, y ya os figuráis el espectáculo portentoso. Después, lentamente, levantó un pie del bosque que le había crecido alrededor, y a continuación el otro. Luego, de pronto, al verse libre se puso a brincar, retozar y bailar de alegría, propulsándose vaya a saberse a qué altura en el aire y haciendo temblar la tierra cuando sus pies volvían a tocar el suelo. Luego se rió —¡ja, ja, ja!— con carcajadas estruendosas cuyos ecos resonaron en las montañas cercanas y en las distantes, como si todas fuesen hermanas suyas celebrando su suerte. Cuando consiguió moderar un poco su alegría, entró en el mar: con las cinco leguas del primer paso se hundió hasta la mitad de las piernas; con las cinco del segundo, el agua le llegó por encima de las rodillas; y con las cinco del tercero se sumergió hasta la cintura. Ya estaba en lo más profundo del mar.

Hércules observaba al gigante, que seguía alejándose, porque era realmente magnífico ver aquella inmensa figura humana a más de quince leguas, medio sumergida en las aguas pero con el torso tan alargado, brumoso y lejano como una montaña. A1 fin la silueta gigantesca se perdió totalmente de vista. Entonces Hércules empezó a pensar qué debía hacer él si Atlas llegaba a ahogarse, o si el dragón de cien cabezas que guardaba las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides lo mataba de un mordisco. Si ocurría una desgracia así, ¿cómo iba a librarse él del cielo? De hecho ya empezaba a sentir el peso en la cabeza y en los hombros.

«Qué pena me da el pobre gigante —pensó—. Si yo estoy cansado en diez minutos, ¡cómo estará él de agotado después de mil años!».

¡Ah, mis tiernas criaturitas, no tenéis idea de lo que pesaba aquel cielo azul, el mismo que allá arriba nos parece ahora tan suave y etéreo! Y a ello se sumaban los bramidos del viento, las nubes frías y cargadas y el sol abrasador, que se alternaban y hacían sentir a Hércules cada vez más incómodo. Empezó a temer que el gigante no volviera nunca. Miró melancólicamente el mundo que se extendía debajo y se dio cuenta de que la vida de un pastor al pie de una montaña era mucho más feliz que la de aquel que, de pie en una cumbre vertiginosa, sostenía el firmamento con su fuerza y su voluntad. Porque como comprenderéis, Hércules no sólo tenía un peso sobre la cabeza y la espalda, sino también una enorme responsabilidad en la mente: si no se quedaba completamente quieto, manteniendo el cielo inmóvil, ¡el sol quizá saliera oblicuamente! o, después del ocaso, podía ocurrir que unas cuantas estrellas se salieran de su sitio y se precipitaran sobre las cabezas de los hombres como una lluvia feroz. ¡Y qué vergüenza para el héroe si, por no haber sostenido firmemente la carga, el cielo se resquebrajaba y aparecía una enorme grieta de un lado a otro!

No sé cuánto tiempo había pasado cuando, para su indescriptible alegría, la inmensa silueta del gigante asomó como una nube en la línea del horizonte. Cuando estuvo más cerca, Atlas tendió una mano en la que Hércules pudo apreciar tres magníficas manzanas de oro, grandes como calabazas, colgando de una sola rama.

—Me alegra volver a verte— gritó Hércules cuando creyó que el otro podía oírlo—. ¿Así que traes las manzanas de oro?

—Claro, claro —respondió Atlas—. Y qué manzanas. Te aseguro que he cogido las mejores del árbol. Ah, el Jardín de las Hespérides es un lugar muy hermoso. Ya lo creo, y el dragón de cien cabezas es algo digno de ver. La verdad, habría sido mejor que hubieras ido tú mismo.

—No importa —replicó Hércules—. Has dado un paseo agradable y has hecho la faena tan bien como yo. Te agradezco de corazón que te tomaras la molestia. Y ahora, puesto que me queda un largo viaje por delante y tengo cierta prisa (y mi primo el rey no ve la hora de recibir las manzanas) ¿tendrías la bondad de quitarme el cielo de los hombros?

—Bueno, ya que lo dices —dijo el gigante lanzando las manzanas de oro a unas diez leguas de altura y atajándolas cuando caían—, no me parece muy razonable. Yo podría llevarle las manzanas de oro a tu primo el rey mucho más rápido que tú, ¿no es cierto? Aparte de que precisamente ahora no me hace ninguna ilusión cargarme con el cielo.

Entonces Hércules se fue impacientando. Se encogió visiblemente de hombros y, como ya había caído el sol, dos o tres estrellas se tambalearon a ojos vista. Creyendo que podía caerse el cielo, todo el mundo en la tierra alzó la vista aterrorizado.

—¡Hombre, así no! —exclamó el gigante con una gran carcajada—. Yo no dejo caer tantas estrellas ni en cinco siglos juntos. ¡Cuando hayas pasado aquí tanto tiempo como yo aprenderás a ser paciente!

—¿Qué? —gritó Hércules lleno de ira—. ¿Pretendes endosarme esta carga para siempre?

—Ya lo veremos un día de éstos —respondió el gigante—. En todo caso, si tienes que sostener el cielo los próximos cien o los próximos mil años, no hay para tanto. Yo, pese al dolor de espalda, lo he soportado bastante más tiempo. Y si pasados mil años me apetece, posiblemente podamos volver a hacer el cambio. Tú eres un hombre muy fuerte, no cabe duda, y nunca tendrás mejor oportunidad de demostrarlo. ¡Te garantizo que la posteridad hablará de ti!

—¡Bah!, ¡todo eso me importa un bledo! —gritó Hércules con una nueva sacudida—. Bueno, entonces ¿te importaría ponerte el cielo a la espalda un momento? Tendría que hacerme un cojín con la piel de león para apoyar la carga. Me está lastimando, de veras, y si voy a estar aquí tantos siglos, no quiero causar perjuicios innecesarios.

—De acuerdo, me parece muy justo —dijo el gigante, que no tenía nada contra Hércules y simplemente pensaba egoístamente en su bienestar—. Te sostengo el cielo, pero sólo cinco minutos. ¡Cinco minutos nada más, no te olvides! No pienso pasar otros mil años como los últimos. Siempre he dicho que la variedad es la sal de la vida.

¡Ay, qué bobo ese bribón de gigante! Dejó caer las tres manzanas de oro, le tomó el relevo a Hércules y volvió al sitio donde le correspondía estar. Y Hércules recogió las tres manzanas de oro, que eran grandes como calabazas, y sin más partió de regreso a casa sin hacer el menor caso a los gritos atronadores del gigante, que lo llamaba rugiendo. Otro bosque volvió a crecer, y envejecer, a los pies inmensos de Atlas, y una vez más los robles cumplieron seis o siete siglos entre sus formidables dedos.

Y allí sigue el gigante hasta hoy, o al menos allí sigue una montaña alta como él y que lleva su nombre. ¡Y cuando los truenos retumban alrededor de la cumbre, podemos imaginar que es el gigante que llama a Hércules a voces!

JUNTO A LA CHIMENEA

DE TANGLEWOOD

DESPUÉS DEL CUENTO

—Primo Eustace —preguntó Salvinio, que estaba sentado a los pies del narrador, boquiabierto—, ¿qué altura exacta tenía el gigante?

—Salvinio, Salvinio —dijo el estudiante—, ¿tú crees que yo estaba allí para medirlo con una vara? Hombre, aproximadamente, yo diría que de pie debía de estar entre las tres y las cinco leguas, y que habría podido sentarse en las Taconic y usar el monte Monumento como escabel.

—¡Caray! —balbució el muchachito con un gruñido de satisfacción—. ¡Pues sí que era gigante! ¿Y el meñique cuánto medía?

—Como de Tanglewood al lago —dijo Eustace.

—¡Un gigante de verdad! —repitió Salvinio, extasiado por la precisión de las medidas—. Y me pregunto… ¿cómo eran de anchos los hombros de Hércules?

—Eso nunca lo he sabido —respondió Eustace—. Pero debían de ser mucho más anchos que los míos, los de tu padre y los de cualquier hombre de hoy en día.

—Me gustaría que me dijeras —susurró Salvinio al oído del estudiante— cuánto medían los robles que crecían entre los dedos de los pies del gigante.

—Eran más grandes —dijo Eustace— que el castaño que está pasando la casa del capitán Smith.

—Eustace —observó el señor Pringle después de reflexionar un poco—. Me resulta imposible expresar una opinión sobre el relato que pueda gratificar mínimamente tu orgullo de autor. Te lo ruego: permíteme aconsejarte que jamás vuelvas a usar los mitos clásicos. Tienes una imaginación completamente gótica que inexorablemente teñirá de gótico todo lo que toques. Parece que embadurnases de pintura una estatua de mármol. ¡Ese gigante, por favor! ¿Cómo te atreves a proponer un personaje tan inmenso, tan desproporcionado, entre las formas equilibradas de la fábula griega, cuya irrenunciable elegancia tiende a imponer límites incluso a lo extravagante?

—He descrito al gigante tal como lo imagino —replicó el estudiante, bastante irritado—. Y si entablara usted con estas fábulas, señor, la relación que es precisa para reelaborarlas, comprendería inmediatamente que los griegos de antaño no tenían sobre ellas derechos más exclusivos que un yanqui moderno. Pertenecen al mundo entero y a todas las épocas. Los poetas antiguos las reelaboraron a placer y gracias a ellos mantuvieron su plasticidad; ¿por qué no iba yo a modelarlas?

El señor Pringle no pudo evitar sonreír.

—Y además —continuó Eustace—, en cuanto uno pone en un molde clásico un poco del calor de los afectos, algo de pasión o de cariño, unas gotas de moral humana o divina, todo cambia radicalmente. En mi opinión, cuando los griegos se apoderaron de estas leyendas (que eran un derecho vitalicio de la humanidad desde la noche de los tiempos) y les dieron formas de una belleza efectivamente indestructible, aunque fría y despiadada, hicieron a todas las épocas posteriores un daño incalculable.

—Que, naturalmente, tú has nacido para remediar —dijo el señor Pringle riendo abiertamente—. Bien, bien, tú sigue; pero acepta un consejo: no pongas ninguna de tus parodias por escrito. Y en cuanto a tu próxima creación: ¿qué te parece probar con alguna de las leyendas de Apolo?

—Ah, ya entiendo, señor, usted lo propone como un imposible —comentó el estudiante tras meditar un momento—. Y concedo que a primera vista la idea de un Apolo gótico me resulta algo ridícula. Pero pensará la sugerencia y no descarto totalmente que sea posible.

Como la discusión precedente había dado mucho sueño a los niños (que no entendían una palabra), los mandaron a la cama. Subieron la escalera con un parloteo adormilado, mientras un viento del noroeste bramaba entre los árboles de Tanglewood y entonaba un himno alrededor de la Casa. Eustace Bright volvió al estudio, pero, aunque una vez más se esforzó por sacar unos versos, se quedó dormido entre dos rimas.

LA JARRA MILAGROSA

EN LA FALDA

DE LA COLINA

INTRODUCCIÓN A

«LA JARRA MILAGROSA»

¿Y cuándo y dónde creen
ustedes
que volvemos a encontrarnos con los niños? Ya no en invierno, sino en el alegre mes de mayo. Ya no en la sala de juguetes de Tanglewood sino a mitad del ascenso a una colina monstruosa, o una montaña, que tal vez sea una forma más adecuada de llamarla. Habían partido de la casa con el firme propósito de subir hasta la cumbre misma de su cabeza pelada. Cierto que la colina no llegaba a la altura del Chimborazo ni del Mont Blanc, e incluso era bastante más baja que el consabido Greylock, pero en todo caso era más alta que mil lomas o un millón de montículos, y si la vara de medición eran los pasos de un niño, entonces se la podía considerar una montaña en toda regla.

¿Y estaba el primo Eustace con la pandilla? De eso pueden estar seguros; ¿de que otro modo podría este libro seguir adelante? Ahora estaba en plenas vacaciones de primavera y parecía casi el mismo que cinco meses antes, excepto que, si uno observaba atentamente, podía discernir un curioso bigotito incipiente sobre el labio superior. Al margen de este signo de madurez, el primo Eustace seguía pareciendo tan muchacho como la primera vez que lo vimos. Era tan alegre, juguetón e inquieto como siempre, sus pies y su ánimo seguían tan ágiles como siempre, y los pequeños lo querían como siempre. La expedición a la montaña había sido una idea totalmente suya. Durante todo el empinado ascenso su voz vivaz había alentado a los niños mayores, y cuando Dienteleón, Alfalfa y Borraja se habían cansado, de uno en uno los había cargado a su espalda. De esta manera, después de atravesar los huertos y los pastos de la parte inferior de la falda, habían llegado al bosque, que se extiende hasta la cumbre desnuda.

Por el momento, mayo había sido más amable que de costumbre, y aquel día era lo más dulce y agradable que podría desear el corazón de un hombre o un niño. A medida que subían, los niños habían encontrado muchas violetas azules o blancas, y algunas doradas como si las hubiese tocado Midas. Abundaba también esa flor tan sociable, la
Houstonia
, que nunca vive sola, ama a las de su especie y suele morar apretada entre amigas y parientes. A veces se ve una familia entera cubriendo un espacio no mayor que la palma de una mano, pero otras veces una gran comunidad blanquea un prado entero, y todos sus miembros comparten entusiasmo y vitalidad.

Al borde del bosque, las aquileas, más pálidas que rojas, habían decidido, por pudor aunque quizá demasiado ansiosamente, que era más apropiado retirarse del sol. También había geranios silvestres y mil capullos blancos de fresa. El madroño rastrero no se había abierto aún, pero escondía las flores nuevas bajo las hojas mustias del año anterior como un ave esconde a sus polluelos; sabía, supongo, qué hermosas y fragantes eran. Estaban ocultos con tanto disimulo que a veces los niños olían el perfume rico y delicado sin saber de dónde surgía.

En medio de aquel resurgimiento de la vida era extraño y verdaderamente penoso ver, en algunas zonas aisladas de los prados y los campos, las canosas pelucas de los dientes de león ya granados. Habían terminado con el verano antes de que el verano llegara. ¡En los glóbulos de esas semillas aladas ya era otoño!

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