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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (5 page)

BOOK: Latidos mortales
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La caja se me resbaló y se me volvió a caer, otra vez, por culpa de los dedos rígidos del guante.

—Ocho —dije.

Contuve un gruñido, cogí una cerilla nueva e intenté encenderla con tanta fuerza que se me partió.

—Nueve —apuntó Bob.

—Cállate —le recriminé.

—Lo que tú digas, jefe. Soy el mejor callándome.

Encendí las últimas velas y Bob dijo:

—Entonces, ¿has venido aquí abajo para que te ayude a empezar a trabajar en tu nueva varita mágica?

—No —contesté—. Bob, solo tengo una mano; no puedo tallarla con una mano.

—Podrías usar una empuñadura de tornillo —sugirió la calavera.

—No estoy preparado —respondí. Mis dedos atrofiados se habían quemado y me latían con fuerza—. Es que… no.

—Pues ya te puedes ir preparando —dijo Bob—. Es solo cuestión de tiempo antes de que los malos aparezcan y…

Eché una mirada amenazadora a la calavera.

—Vale, vale —dijo Bob. Si la calavera tuviera manos, las habría levantado haciendo un gesto de rendición—. Entonces me estás diciendo que por ahora seguirás sin usar nada de magia de fuego.

—Estrellas y piedras… —suspiré—. Pues ya ves, estoy usando cerillas en vez del conjuro de las velas y estoy demasiado ocupado para hacer mi nueva varita mágica. No es para tanto. Tampoco es que me atraiga mucho la idea de ir por ahí volando o quemando cosas un día cualquiera.

—¿Harry? —preguntó Bob—. ¿Acaso eres nuevo en esto?, ¿te estás haciendo el loco?

Parpadeé.

—¿Qué?

—La Tierra llamando a Dresden —dijo Bob—. No hagas como si esto no fuera contigo y estuvieses dudando si lanzarte a la piscina cuando el agua ya te llega por la cintura.

Tiré la caja de cerillas a la calavera. Rebotó con poco brío y las pocas cerillas que quedaban dentro se cayeron, rodando desperdigadas.

—Guárdate tu puto psicoanálisis —gruñí—. Tenemos que trabajar.

—Vale —siguió Bob—. Tienes razón, Harry, ¿qué sé yo del mundo?

Fruncí el ceño y coloqué mi taburete en la mesa de trabajo. Saqué una libreta y un lápiz.

—La pregunta del millón es: ¿qué sabes de la Palabra de Kemmler?

Bob hizo un ruido como si estuviese sorbiendo entre los dientes, cosa que tiene mucho mérito, porque no tiene saliva. O bueno, tal
vez
yo lo vea con buenos ojos, pero
es que
tampoco tiene labios y
es
capaz de pronunciar consonante labiales.

—¿Podrías darme un punto de referencia o algo así?

—No con toda seguridad —comenté—. Pero algo me dice que tiene que ver con la nigromancia.

Bob emitió un silbido y dijo:

—Esperemos que no.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque ese Kemmler era una auténtica pesadilla —dijo Bob—. Es decir, joder, estaba enfermo, Harry. Te estoy hablando de pura maldad.

Aquello llamó mi atención. La calavera Bob era un espíritu de aire, un ser que existía en el mundo de la cultura, pero sin moral. El conflicto del bien y del mal para él era un asunto bastante confuso y, de resultas, solo tenía vagas ideas de dónde estaban los límites. Si Bob pensaba que alguien era «pura maldad» solo podía querer decir que Kemmler tuvo que haber forzado la máquina.

—¿Qué hizo? —pregunté—. ¿Por qué es tan malo?

—Lo llamaban primera guerra mundial —dijo Bob.

—¿Estuvo metido en aquello? —pregunté.

—En casi todo, sí —dijo Bob—. Se debieron de invertir unos ciento cincuenta años de trabajo de ingeniería en todo aquello y él estaba metido en todo tipo de negocios relacionados. Después de que todas las atrocidades tuvieran lugar desapareció, y no volvió a aparecer hasta que empezó a despertar a las ánimas de las fosas comunes de la segunda guerra mundial. Arrasó toda Europa del Este, que sin su ayuda ya vivía una auténtica pesadilla. Nadie sabe a ciencia cierta a cuánta gente mató.

—¡Estrellas y piedras! —dije—. ¿Por qué iba a hacer algo así?

—Adivina. Estaba completamente loco. Además de ser malísimo.

—Has dicho «estaba» —dije—. ¿En tiempo pasado?

—Muy pasado —dijo Bob—. Después de lo que hizo, el Consejo Blanco lo cazó y lo echó a patadas en 1961.

—¿Te refieres a los centinelas?

—Me refiero al Consejo Blanco —dijo Bob—. El Merlín, todo el Consejo de Veteranos, el poderoso escuadrón de Arcángel, los centinelas, y todos los hechiceros y aliados que los magos pudieron conseguir.

Parpadeé.

—¿Para un solo hombre?

—Busca ahí el significado de pesadilla —dijo Bob—. Kemmler era un nigromante, Harry. El poder más allá de la muerte. Se relacionaba con demonios y era amigo de casi todas las cortes de vampiros, de las peores personas de Europa y de casi todas las más feas también. Además, había un pequeño equipo de promesas de Kemmler para ayudarle. Aprendices y matones de todo tipo.

—Menudo capullo —dije.

—Sin duda lo era —dijo Bob—. Lo mataron bastante bien. Unas cuantas veces. Volvió a aparecer después de que los centinelas lo asesinaran a principios del siglo XIX, así que tuvieron mucho cuidado la segunda vez. ¡Adiós y buen viaje para el cabrón psicótico!

Parpadeé.

—¿Lo conociste?

—¿Nunca te lo he contado? —preguntó Bob—. Fue mi dueño durante unos cuarenta años.

Me quedé pasmado.

—¿Trabajaste con ese monstruo?

—Así es mi trabajo —dijo Bob orgulloso.

—¿Y entonces cómo te consiguió Justin?

—Justin DuMorne era centinela, Harry, durante la última aparición de Kemmler. Me rescató de las ruinas de su laboratorio en llamas. Más o menos como cuando tú me recogiste de las ruinas del laboratorio de Justin, cuando lo mataste y el edificio ardía.
Circle of life
{2}
como la canción de Elton John.

Sentí algo más que un poco de frío. Me mordí el labio y dejé el lápiz. Tenía el presentimiento de que el resto de la conversación no iba a ser algo de lo que yo iba a querer dejar constancia escrita.

—Entonces, ¿qué es la Palabra de Kemmler, Bob?

—Ni idea —dijo Bob.

Gruñí.

—¿Qué quieres decir con ni idea? Creía que eras su ayudante calavera.

—Bueno, sí —dijo Bob. La luz de sus ojos parpadeó de repente, como en un nervioso baile—. Pero no recuerdo mucho de aquello.

Dejé salir una carcajada.

—¡Bob, tú nunca olvidas nada!

—No —dijo Bob y su voz comenzó a debilitarse—. A no ser que quiera, Harry… Fruncí el ceño y cogí aire.

—¿Quieres decir que decidiste olvidar cosas sobre Kemmler?

—O que me obliguen —dijo Bob—. Eh… Harry, ¿puedo salir? Solo al laboratorio, mientras hablamos.

Parpadeé un par de veces. Bob estaba muy revoltoso últimamente. Nunca lo dejaba salir, salvo que las misiones requiriesen alta inteligencia. Y aunque siempre me daba la lata para que lo dejase salir cuando tenía uno de sus mini ataques de furia desenfrenada, nunca me había pedido permiso para abandonar su calavera durante una charla.

—Claro —le contesté—, quédate dentro del laboratorio y vuelve a la calavera cuando acabemos de hablar.

—Vale —accedió Bob.

Una pequeña nube de puntos rojos incandescentes, del tamaño de las chispas de una hoguera, salió flotando por los ojos de la calavera y revoloteó rápidamente en dirección a la esquina del laboratorio.

—Bueno, entonces, ¿cuándo vamos a empezar a trabajar en la nueva varita mágica?

—Bob —atajé—, estamos hablando de la Palabra de Kemmler.

Las luces se movían inquietas de un lado al otro del laboratorio, se arremolinaban por los peldaños de la escalera, y formaban una hélice resplandeciente.

—Eres tú el que está hablando de la Palabra de Kemmler —puntualizó Bob. La nube de brillo se extendió y las motas empezaron a formar espirales por las escaleras hacia arriba y hacia abajo simultáneamente.

—Estoy ensayando para mi actuación en Las Vegas. Mira, soy el ADN.

—¿Podrías dejar de hacer el ganso? ¿No recuerdas absolutamente nada de Kemmler?

La voz de Bob se quebró, las motas formaron una nube imprecisa otra vez.

—Podría.

—Entonces cuéntamelo.

—¿Es una orden?

Parpadeé.

—¿Es necesario que lo sea?

—Recuerda que no quieres darme órdenes, Harry.

—¿Por qué no? —le pregunté.

La nube de luces se deshizo en varias líneas curvas que ocuparon el laboratorio.

—Porque soy conocimiento. Cuando borré el conocimiento de todo lo que sabía sobre Kemmler, perdí una gran parte de mi existencia. Fue como si alguien me hubiese cortado un brazo. Los restos de lo que sé sobre Kemmler están muy cerca de las partes de mí que me faltan.

Me pareció que estaba empezando a comprenderlo:

—Duele.

Las luces se arremolinaron vacilantes.

—Sí que duele, pero es más que eso.

—Si te duele —le dije—, pararé y podrás volver a olvidarlo cuando terminemos de hablar.

—Pero… —se quejó Bob.

—Es una orden, Bob. Cuéntamelo.

Bob se estremeció.

Fue una visión muy rara: una nube de luces temblando durante unos segundos. Fue como si un soplo de viento se estremeciese primero y luego, de repente, empezase a parpadear de un lado a otro, tan rápido como si solo tuviese un ojo abierto.

—Kemmler —dijo Bob—. Vale.

Las luces se apaciguaron en el otro extremo de la mesa, formando una esfera perfecta.

—¿Qué es lo que quieres saber, mago?

Miré las luces con cautela, pero nada parecía revelar fatalidad, salvo por el hecho de que Bob se había tranquilizado de repente. Y se había «geometrizado».

—Dime qué es la Palabra de Kemmler.

Las luces enrojecieron.

—Conocimiento. Verdad. Poder.

—Ah —dije—.
¡Y
no podrías ser un poco más específico?

—El maestro escribió sus enseñanzas, mago, para que aquellos que vinieran después pudieran aprenderlo. Que pudieran aprender el verdadero poder de la magia.

—Quieres decir —dije—, ¡que pudieran aprender acerca de la nigromancia?

La voz de Bob adoptó un aire desdeñoso.

—Lo que tú llamas magia no son más que un montón de trucos de salón al lado del poder que controla la vida y la muerte desde su esencia.

—Supongo que esa es tu opinión —le dije.

—Es más que eso —dijo Bob—. Es verdad. Es una verdad que se revela a aquellos que salen en su búsqueda.

—¿Qué quieres decir? —pregunté muy despacio.

Hubo un fogonazo, un par de ojos blancos se formaron en la nube brillante de puntos rojos. No eran muy agradables.

—¿Quieres que te muestre el inicio del camino? —dijo la voz de Bob—. La muerte, Dresden, es una parte de ti. Está tejida en las costuras de tu ser. Eres una colección de piezas, cada una de ellas se muere e inmediatamente renace y se rehace.

Las luces blancas eran frías. Pero no como el frío de la montaña. Eran frías como la niebla del cementerio. Nunca había visto algo como aquello. Y no tenía sentido interrumpir a Bob cuando por fin estaba desembuchando la información.

Además, la luz era fascinante.

—La carne muerta te adorna incluso ahora. Uñas. Pelo. Te ocupas de ello y te cuidas como cualquier mortal. La mujer se maquilla. Y así te seduce. La muerte no es nada a lo que temer, chico. Es una amante que espera para tomarte en sus brazos. La puedes sentir, si conoces su tacto. Frío, lento, dulce.

Tenía razón. Una especie de frío cosquilleo se me estaba metiendo por debajo de las uñas y del cuero cabelludo. Durante un segundo pensé que me dolía, pero luego me di cuenta de que solo era una sensación palpitante en la que esa fría energía se abría paso hacia mi sangre, haciéndola contraerse bajo mi piel. Cuando llegaba hasta ella, me sentía incómodo. Sin la sangre, ese frío se convertiría en una dulzura pura e interminable.

—Deja que entre en ti un poco de muerte, chico. Luego te llevará a por más. Abre la boca.

Lo hice. No podía dejar de mirar a la luz, que era tan increíble como para quedarse boquiabierto. Casi no pude ver cómo una mota estática de color azul oscuro, algo que parecía el cadáver de una pequeña estrella, aparecía dentro de uno de los ojos del espíritu. De pronto, se dirigió hacia mi boca. La sensación de frío aumentó y golpeó mi lengua como un caramelo de menta termonuclear, un calor helador, abrasadoramente amargo y dulce y… malo. Lo escupí, retrocedí y me llevé las manos a la cara. Me caí al suelo y noté que se me iba durmiendo todo el cuerpo.

—¡Demasiado tarde! —gritó el espíritu, y se confundió con el aire, rodeándome y regodeándose—. Sea lo que sea que le hayas hecho a mis pensamientos, al maestro no le va a hacer ninguna gracia que te hayas metido con su escudero.

El frío empezó a extenderse. No era solo un frío físico, había algo de vacío e inhumano en él: una sensación de oscuridad y quietud. Sentí cómo me devoraba con hambre insaciable, no solo mi cuerpo, también mi ser. También pude advertir cómo me rompía en pedazos y se los llevaba. Bajaba el ritmo de los latidos de mi corazón y se me hacía imposible respirar.

—¿Sabes cuánto tiempo he estado esperando esto? —susurró el espíritu, zarandeándome hacia delante y hacia atrás—. ¿Sentado ahí, encerrado en mis propios pensamientos? ¿Esperando la oportunidad para luchar libremente? ¡Por fin, ogro necio asqueroso, podré dejar tu estupidez atrás!

—¡Bob! —grité sofocado—. ¡La conversación ha terminado!

El espíritu de luces rojas explotó de repente y se convirtió en furia incandescente. Pegó un aullido que hizo vibrar la estantería y creí que la cabeza me iba a estallar. Enseguida la nube se trasladó hacia el fondo de la habitación, succionada por los agujeros de los ojos de la calavera. Parecía como si un sumidero infernal tratase de absorberla.

En cuanto las últimas chispas parpadeantes entraron en la calavera, se levantó tal frío que tuve que acurrucarme y concentrarme para tratar de no sentirlo. Me llevó un rato reponerme, pero la espantosa presencia de vacío persistió algo más entre mis uñas, incluso después de volver a sentir los dedos. Un poco después fui capaz de incorporarme de nuevo.

Me encogí y me llevé las rodillas al pecho. Estaba alucinado, asustado y me sentía fuera de mí. Siempre supe que Bob era muy valioso y que ningún espíritu tan sabio como él podría ser débil. Pero no estaba preparado en absoluto para la explosión de fuerza que había ejercido, ni para la malicia con la que lo había hecho. No se suponía que Bob fuera una pesadilla dormida esperando despertar. Se suponía que Bob era algo así como un aparatito portátil y medio estrambótico para mi uso y disfrute.

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