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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (2 page)

BOOK: Latidos mortales
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Podía haberlo hecho. Aquellos que la Corte Blanca elegía como presas eran atrapados en el éxtasis de la necesidad de alimentación y se acababan convirtiendo en esclavos de su amante vampiro. Pero Thomas nunca lo llevó tan lejos. Cometió ese error en una ocasión, y la mujer que amó ahora anda por la vida en una silla dé ruedas, atrapada para siempre en la euforia mortífera que le provocó la relación.

Apreté los dientes y me recordé a mí mismo que aquello no era nada fácil para Thomas. Luego me dije que me repetía demasiado y me aguanté las ganas de decirle lo que ardía en deseos de gritar.

—Ya sé que no hay cerveza —gruñí—, ni leche, ni Coca-Cola.

—Ah —dijo.

—Y ya vi que no tuviste ni un segundo para dar de comer a Míster ni a Ratón. ¿Llevaste a pasear a Ratón, por lo menos?

—Eh, sí —dijo—. Es decir, lo bajé esta mañana, cuando te fuiste al trabajo, ¿te acuerdas? Así fue como conocí a Angie.

—Otra de las que hacen
footing
.—Imité otra vez el tono de Caín—. Me dijiste que no ibas a volver a traer extraños a casa, Thomas. ¿Y en mi puta cama? Me cago en la leche, tío, mira cómo está todo.

Lo hizo y me di cuenta de que realmente lo estaba descubriendo ahora, era como si no hubiese visto aquello antes. Dejó salir un quejido:

—Joder, Harry, lo siento. Es que… Angie es muy… muy intensa y, eh, muy atlética, y no me di cuenta… —Hizo una pausa para recoger un ejemplar de
Mirada ciega
, de Dean Koontz. La tapa estaba doblada y trató de alisada—. Vaya… —dijo sin fuerza—, está todo destrozado.

—Sí —le reproché—. Has estado aquí todo el día, me dijiste que llevarías a Ratón al veterinario, que limpiarías un poco y que irías a hacer la compra.

—Bueno, venga —dijo—, ¡no es para tanto!

—No tengo cerveza —gruñí. Miré los escombros a mi alrededor—. Y Murphy me ha llamado hoy al trabajo y me ha dicho que se pasaría.

Thomas levantó las cejas.

—¿Ah, sí? Pues no te ofendas, Harry, pero no sé yo si será una de esas citas que incluyen sesión de cama.

Lo fulminé con la mirada.

—¿Podrías dejar ya ese tema?

—Te lo digo en serio, deberías pedirle una cita de una vez y superarlo. Te va a decir que sí.

Cerré de golpe la puerta del congelador.

—Las cosas no son así —le contesté.

—Ya, claro —dijo Thomas suavemente.

—No son así. Trabajamos juntos, somos amigos, solo eso.

—Claro —asintió.

—No estoy interesado en salir con ella de esa manera —le dije—. Y ella tampoco lo está.

—Ya, ya, te entiendo. —Puso los ojos en blanco y empezó a recoger los libros del suelo—. Y esa es la razón por la que quieres que todo esto esté ordenado, para que tu colega no dude en quedarse un rato más si le apetece.

Apreté los dientes y le dije:

—Estrellas y piedras, Thomas, no te estoy pidiendo la puta luna. No te pido que pagues el alquiler, pero no te mataría arrimar un
poco
el hombro y hacer algún recado antes de ir a trabajar.

—Sí —dijo peinándose con la mano—. Hablando de eso…

—¿Hablando de qué? —le pregunté. Se suponía que se marcharía por la tarde para que mi servicio de limpieza del hogar pudiese venir. Las hadas no vendrían a limpiar si existía la posibilidad de que alguien las viera. Y no volverían a aparecer si le hablaba de ellas a alguien. No tengo ni idea de por qué tienen tantas normas, debe de ser un gremio muy estricto.

Thomas se encogió de hombros y se sentó en el apoya brazos del sofá, sin mirarme a la cara.

—No tenía dinero para ir al veterinario ni a la compra —me dijo—, porque me han vuelto a despedir.

Me quedé mirándolo durante un segundo e intenté mantener mi enfado bajo una nube de humo, pero la nube se evaporó. Noté frustración y humillación en su voz. No me estaba mintiendo.

—Mierda —murmuré, pero Thomas no lo oyó bien—. ¿Qué pasó?

—Lo de siempre —dijo—. La jefa de la ventanilla del autoservicio me siguió hasta la sala frigorífica y se arrancó la ropa. El dueño apareció haciendo una inspección y me despidió al instante. Y por la mirada que le echó a ella, me pareció que la ascendería. Odio la discriminación de género.

—Por lo menos esta vez fue una mujer —le dije—. Tenemos que seguir trabajando en tu control.

Su voz se volvió amarga.

—La mitad de mi alma es de demonio —señaló—. No la puedo controlar, es imposible.

—No me creo nada —le contesté.

—Serás mago, pero no tienes ni la más remota idea de lo que esto supone —me recriminó—. No puedo llevar la vida de un mortal. No estoy preparado para ello.

—Lo estás haciendo bien.

—¿Bien? —me preguntó elevando la voz—. Puedo desintegrar las inhibiciones de una virgen a cincuenta pasos y no soy capaz de mantener ni dos semanas un trabajo en el que debo llevar una redecilla en el pelo y un gorro de papel. ¿En qué mundo se considera eso bien?

Abrió de un golpe el pequeño baúl donde guardaba la ropa, cogió un par de zapatos, su chaqueta de cuero y se lo puso todo con airada precisión. Se dirigió hacia la noche acechante, ofendido y sin mirar hacia atrás.

Y sin limpiar todos sus destrozos
, pensé sin un atisbo de compasión. Después, sacudí la cabeza y eché una mirada a Ratón, que había permanecido tumbado con el hocico apoyado en las patas y poniendo ojos de perro triste durante todo el tiempo.

Thomas era la única familia que había tenido, pero eso no cambiaba nada: no se estaba adaptando adecuadamente a vivir como la gente normal. Se le daba demasiado bien ser vampiro. Le salía de manera natural y no importaba lo mucho que se esforzase por ser más normal: seguía dándose de bruces con los problemas, uno tras otro. Nunca lo dijo, pero podía sentir que el dolor y la desesperación crecían dentro de él con el paso del tiempo.

Ratón suspiró, pero esta vez no era un quejido.

—Ya lo sé —le dije al animal—. Yo también estoy preocupado por él.

Me llevé a Ratón a dar un largo paseo y volví cuando el crepúsculo de finales de octubre cubría la ciudad de Chicago. Saqué el correo de mi buzón y empecé a bajar las escaleras en dirección a mi apartamento, cuando un coche irrumpió en el pequeño aparcamiento de gravilla de la pensión y se chocó contra la señal de stop que había a unos pasos. Una chica rubia y menuda, con pantalones vaqueros, camisa azul de botones y cazadora de satén de los White Sox, salió del coche dejando el motor encendido.

Karrin Murphy parecía de todo menos la jefa de una división de agentes del orden encargada de todo lo que pudiera sacudir la noche de Chicago. Cuando los troles atracaban viandantes, cuando los vampiros dejaban a sus víctimas muertas o moribundas en plena calle, o cuando alguien con más capacidad mágica de acción que de reflexión perdía los papeles, el grupo de Investigaciones Especiales del Departamento de Policía de Chicago era quien se ocupaba del caso. Por supuesto, nadie creía de verdad en troles ni en vampiros ni en hechiceros malvados, pero cuando algo extraño ocurría, era tarea del departamento de Investigaciones Especiales explicar a todo el mundo que solo había sido un hombre con una máscara de goma, y que no había nada de qué preocuparse.

El trabajo de IE era una mierda, pero los hombres y las mujeres que trabajaban allí no eran tontos. Eran perfectamente conscientes de que en la oscuridad de ahí fuera había cosas que estaban más allá del alcance del entendimiento convencional. Murphy, en particular, creía en la necesidad de informar a los polis de cada detalle con el que contaban cuando se enfrentaban a amenazas sobrenaturales, frente a las cuales yo era una de sus mejores armas. Me contrataba como asesor cada vez que el IE se enfrentaba a algo muy peligroso o muy extraño. Los honorarios que cobraba por trabajar con ellos cubrían la mayor parte de mis gastos.

Cuando Ratón vio a Murphy hizo un ruidito parecido a un saludo y trotó hacia ella moviendo el rabo. Si me hubiese inclinado hacia atrás y hubiese mantenido las piernas rectas podría haber esquiado por la gravilla, pero el enorme perro no me dejó otra opción que correr detrás de él.

Murphy se arrodilló nada más verlo y enredó sus manos en las peludas orejas de Ratón, rascándoselas con fuerza.

—¿Qué pasa, chico? —dijo sonriente—. ¿Qué tal estás?

Ratón le babeó las manos, dándole un beso al más puro estilo perruno.

Murphy exclamó riéndose:

—¡Puaj! —Empujó con suavidad el hocico de Ratón y se levantó—: Buenas noches, Harry, me alegro de haberte localizado.

—Me pillas volviendo del nocturno paseo a rastras —le dije—. ¿Quieres pasar?

Murphy tenía una cara preciosa y los ojos muy azules. Era rubia y llevaba el pelo recogido en una coleta que le hacía parecer mucho más joven de lo que en realidad era. Su cara revelaba una expresión prudente, tal vez incluso incómoda.

—Lo siento, pero no puedo —se excusó—. Tengo que coger un avión, la verdad es que no tengo nada de tiempo.

—Ah —dije—. ¿Qué es lo que pasa?

—Me voy de la ciudad unos días —comentó ella—. Estaré de vuelta el lunes por la tarde. Esperaba que pudieras regarme las plantas.

—¡Oh! —exclamé. Quería que le regara las plantas. Qué dulce. Qué sexy—. Sí, claro, sin ningún problema.

—Gracias —me dijo ofreciéndome una llave enganchada en un aro de metal—. Es la llave de la puerta de atrás.

La cogí.

—¿Adónde te vas?

El gesto de fastidio de su cara se acentuó.

—Oh, fuera de la ciudad. Me voy a tomar unas pequeñas vacaciones.

Parpadeé.

—No he tenido vacaciones en años —dijo poniéndose a la defensiva—. Ya las tenía pedidas.

—Claro, claro —le dije—. Humm, te vas de vacaciones… ¿sola?

Se encogió de hombros.

—Bueno. Ese es otro tema del que también quería hablar contigo. Espero que no sea un problema, pero quería que supieses dónde voy a estar y con quién, por si no apareciese según lo planeado.

—Vale, vale —le dije—. Nunca viene mal ser precavido.

Asintió.

—Me voy a Hawái con Kincaid.

Parpadeé otra vez.

—Humm… —dije—. Te refieres a que te vas a trabajar, ¿no?

Cambió el peso de una pierna a otra.

—No, hemos salido un par de veces. No es nada serio.

—¡Murphy! —protesté—. ¿Estás loca? Ese tío es un pájaro de mal agüero.

Frunció el ceño.

—Ya hemos tenido esta conversación antes. Ya soy mayorcita, Dresden.

—Ya lo sé —cedí—. Pero este tío es un mercenario, un asesino. Ni siquiera es completamente humano. No puedes confiar en él.

—Tú lo hiciste —señaló—. El año pasado, contra Mavra y su plaga.

Puse mala cara.

—Aquello fue diferente.

—¿Ah, sí? —me preguntó.

—Sí. Entonces yo le estaba pagando para que matase cosas, no me lo estaba llevando a la ca… a la playa.

Murphy me miró levantando una ceja.

—No es seguro que vayas con él —le dije.

—No es seguridad lo que busco —contestó. Sus mejillas se enrojecieron un poco—. De eso se trata.

—No deberías ir —le repetí.

Levantó la vista y me miró durante un momento y, con el ceño fruncido, me preguntó:

—¿Por qué?

—Porque no quiero que te hagan daño —le dije—. Y porque te mereces alguien mejor.

Estudió mi cara durante unos segundos más y después cogió aire por la nariz.

—No me estoy escapando a casarme a Las Vegas, Dresden. Trabajo todo el día, y la vida me va bien. Solo quiero tomarme un tiempo para vivir un poco antes de que sea demasiado tarde. —Sacó de su bolsillo una tarjeta—. Estaré en este hotel, por si necesitas localizarme o algo así.

Doblé la tarjeta, todavía con mala cara, y con la intuición de que algo se me estaba escapando. Sus dedos rozaron los míos, pero no pude sentirlos por culpa del guante y las cicatrices.

—¿Estás segura de que vas a estar bien?

Asintió.

—Ya soy mayor, Harry. Soy yo quien ha elegido adónde vamos, ni siquiera se lo he contado a él. Se me ocurrió que así no podría organizar nada con antelación, en caso de que tuviese alguna idea rara en la cabeza. —Hizo un gesto impreciso hacia la pistola que llevaba enfundada en la axila, bajo su cazadora—. Tendré cuidado, te lo prometo.

—Ya —asentí, pero ni tan siquiera intenté sonreír—. Que conste en acta que me parece una estupidez, Murph. Espero que no te maten.

Sus ojos azules se iluminaron y arrugó de nuevo el entrecejo.

—No sé, esperaba que me dijeras algo del tipo «¡Que te lo pases bien!».

—Ya —dije—. Lo que tú digas, que te lo pases bien. Envíame un mensaje cuando llegues.

—Vale —me contestó—. Gracias por cuidar de mis plantas.

—No hay de qué.

Asintió y se quedó allí quieta durante un segundo. Volvió a acariciar a Ratón detrás de las orejas, subió al coche y arrancó.

Me quedé preocupado mirando cómo se alejaba.

Y celoso.

Muy, muy celoso.

Maldita sea.

¿Tendría razón Thomas después de todo?

Ratón emitió una especie de gemido y me dio con la pata en la pierna. Resoplé, me metí la tarjeta del hotel en el bolsillo y llevé el perro de vuelta al apartamento.

Cuando abrí la puerta, mi nariz fue asaltada con la esencia natural de pino, no del producto de limpieza, téngase en cuenta. Pino de verdad y ni una aguja fuera de su sitio. Las hadas habían estado allí: los libros estaban otra vez en las estanterías, el suelo estaba fregado, las cortinas arregladas, los platos limpios… Habían ordenado todo lo habido y por haber. Puede que tuvieran unas condiciones muy extrañas, pero el servicio de limpieza de las hadas funcionaba de maravilla.

Encendí las velas con unas cerillas que encontré en mi mesa de centro. Como mago que soy, no me llevo muy bien con las últimas novedades tecnológicas como la electricidad o los ordenadores, así que en mi casa no tengo dado de alta el servicio eléctrico. Mi congelador es un modelo clásico que funciona con el propio hielo. No hay calentador de agua y cocino siempre en un pequeño horno de leña. Lo encendí y calenté un poco de sopa, que era prácticamente lo único que quedaba en casa. Me senté a tomarla y fui echándole un vistazo al correo.

Lo de siempre. Los espabilados de los publicistas de Best Buy intentaban, por todos los medios, venderme los últimos modelos de ordenadores portátiles, teléfonos móviles y televisiones de plasma, a pesar de haberles repetido mil veces, por carta y en persona, que no se molestasen, ya que ni siquiera tengo electricidad. La factura del seguro del coche me la habían pasado antes de tiempo. También me habían llegado dos cheques. El primero era una paga simbólica del Departamento de Policía de Chicago por asesorar a Murphy durante una hora en un caso de contrabando el mes pasado. El segundo era un cheque mucho más jugoso, venía de un coleccionista de monedas que había perdido un maletín con piezas de países desaparecidos mientras navegaba en su yate en el lago Míchigan. Para intentar recuperarlo no le quedó más remedio que llamar al único mago de la guía telefónica.

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