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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (12 page)

BOOK: Latidos mortales
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Por supuesto, si así lo creían, mejor para ellos. La magia está íntimamente ligada a la confianza del mago. Algunos dirán que está relacionada con la fe del mago, que es prácticamente lo mismo. Tienes que creer en la magia para que funcione, no llega con pensar que va a pasar. Hay que pensar que tiene que pasar.

Esto es lo que hace que gente como Grevane sea tan peligrosa. La magia es esencialmente una fuerza de creación, de vida. La nigromancia de Grevane se burla de la vida, incluso cuando la utiliza para destruirla. Además de ser algo criminal y asqueroso, era absolutamente deshonesto utilizar la magia para crear una imitación podrida de vida humana. Se me revolvió el estómago solo con imaginarme haciendo un hechizo de ese tipo. Y Grevane creía en ello.

Todo eso lo convertía en un demente cada vez más perdido. Un lunático mortal, poderoso, tranquilo e inteligente. Sacudí la cabeza. ¿Cómo hacía para acabar siempre metiéndome en estos líos?

Me deslicé entre las estanterías hasta llegar a una puerta que había al final de la pared. A pesar de no estar muy escondida, no tenía marco y se hallaba a ras del muro que la rodeaba, tapizada con el mismo papel. Años atrás, aquella puerta estuvo abierta para que los clientes pudiesen pasar a beber sustancias ilegales. Ahora permanecía cerrada. Utilicé la llave de Bock para abrir y me colé hasta el fondo.

La parte trasera no era muy grande, consistía en una habitación con una oficina en una esquina y un par de estanterías con libros; en la pared de enfrente había una reja de hierro muy pesada. La habitación estaba llena de cajas, estantes y mesas, donde Bock guardaba el inventario que le sobraba (si es que le sobraba algo) y donde organizaba el embalaje de los pedidos que solicitaba. Había dos luces prendidas en las tomas de corriente de las paredes. La puerta de la oficina estaba entreabierta y la luz encendida. En la radio había sintonizada una emisora de rock clásico.

Fui hacia la puerta que había al lado de la reja de hierro y abrí el pestillo para poder entrar en la jaula. Bock guardaba allí todos los textos valiosos. Tenía, en el estante más alto, la primera impresión original de
A través del espejo
, de Lewis Carroll, autografiada y cuidadosamente plastificada. Entre otros, pues allí se podían encontrar muchos libros peculiares, algunos de ellos incluso de más valor.

Las otras estanterías estaban repletas de textos serios sobre la teoría de la magia. La información de muchos estaba sesgada con opiniones personales y filosofía, igual que lo estaban sus homólogos más modernos de las estanterías de la parte delantera. La diferencia residía en que la mayoría de ellos estaban escritos por miembros del Consejo de otra época. Había muy pocos volúmenes que tratasen la magia en un sentido tan elemental, como fuente pura de energía, de la forma en la que a mí me lo habían enseñado. Una notable excepción era
Magia elemental
, de Ebenezar McCoy. Era el primer libro que la mayoría de los magos leía y del que se aprendían las primeras lecciones. En él se trataba el asunto de las tuercas y los tornillos y el movimiento de la energía; también se hacía hincapié en la necesidad de control y responsabilidad por parte del mago.

Sin embargo, ahora que lo pensaba, Ebenezar nunca me proporcionó un ejemplar de su libro cuando me formó. Ni siquiera dedicó más de uno o dos días a charlar sobre él. Me había dicho lo que esperaba de mí y luego me lo demostró. Un método de enseñanza verdaderamente eficaz, en mi opinión.

Cogí un ejemplar del libro y lo miré durante un momento. Se me hizo un nudo en el estómago. Por supuesto, también me había mentido. O por lo menos nunca me contó toda la verdad. Durante todo el tiempo que me estuvo enseñando permaneció bajo las órdenes del Consejo, según las cuales debería ejecutarme si no me comportaba como era debido. No siempre me comporté como era debido. El viejo no me mató, pero tampoco confió en mí lo suficiente como para ser sincero. No me dijo que se dedicaba a hacer el trabajo sucio del Consejo. Que era un mandado y que rompía las leyes de la magia y ellos le daban su bendición. Traicionó la misma responsabilidad sobre la que escribió, sobre la que habló y de la que, según parece, vivió.

Estaba intentando protegerte, Harry
, me dije a mí mismo.

Pero eso no lo convierte en correcto.

Nunca intentó ser un héroe ni un ejemplo para ti. Eso fue cosa tuya
.

No cambia nada.

Nunca quiso hacerte daño. Tenía buenas intenciones
.

Y la carretera al infierno está asfaltada con ellas.

Tienes que superarlo. Tienes que perdonarlo.

Cerré de golpe el libro y lo dejé en la estantería. Era demasiado cruel.

—¿Hola? —dijo una voz de mujer a mi espalda.

Casi me da un ataque. Mi bastón repiqueteó en el suelo, cuando me di la vuelta mi brazalete escudo estaba encendido y expulsando chispas, y la pistola del 44 estaba en mi mano derecha, apuntando a la oficina.

Era joven, tendría unos veinticinco años como mucho. Llevaba un vestido de lana largo y de cuello vuelto con una chaqueta; todo en tonos grises. Tenía el pelo castaño y recogido en un moño con un par de lápices. Las gafas y aquella cara con forma de corazón, con facciones suaves y seductoras, la convertían en una mujer muy atractiva. Tenía la barbilla y los dedos de la mano derecha manchados de tinta. Llevaba una etiqueta con su nombre en la que se veía el logo de la tienda y, debajo: «Hola, me llamo Shiela».

—¡Oh! —dijo muy tensa y empezando a ponerse pálida—. ¡Oh! Humm, llévese lo que quiera, no diré nada.

Dejé salir el aire entre los dientes y despacio bajé la pistola. Por haber escuchado una voz un poco elevada casi la emprendo a tiros. ¿
Estás tenso, Harry
? Expulsé la energía por mi brazalete escudo y se fue atenuando.

—Lo siento, señorita —le dije, tan educadamente como me fue posible—. Me asustó.

Parpadeó y me miró durante un segundo, sus facciones transmitían confusión.

—¡Oh! —dijo entonces—. No está robando.

—No —le dije.

—Eso está bien. —Se puso una mano en el pecho respirando algo aceleradamente. Debía de tener un pecho bastante generoso, dado que se apreciaban las curvas de su escote incluso con la chaqueta puesta. ¡Ah, fiel libido! Incluso cuando estoy hasta arriba de problemas, estás ahí para distraerme de cosas tan triviales como la supervivencia—. ¡Oh! Entonces es un cliente, supongo, ¿necesita ayuda?

—Solo estaba buscando un libro —le dije.

—Bueno —habló con ánimo mercantil—, para empezar, encienda esa lámpara que tiene ahí al lado y ahora encontraremos lo que está buscando. —Lo hice y Shiela se colocó bien la falda antes de acercarse hasta donde yo estaba. Tenía una altura media, tal vez un metro sesenta y siete o sesenta y ocho, lo que quería decir que era unos treinta centímetros más baja que yo. Se paró cuando estuvo cerca y me miró a través de sus gafas—. Usted es él. Es Harry Dresden.

—Eso es lo que el IRS
{8}
para de repetirme —dije.

—¡Vaya! —dijo. Se le iluminaron los ojos. Tenía unos ojos muy oscuros que le quedaban muy bien con la piel tan clarita. Cuando la tuve más cerca, pude comprobar que su atuendo era de gran ayuda para contener sus curvas. No es que fuera una modelo de bikinis, pero se veía que sería muy agradable acurrucarse junto a ella en una noche fría.

Tío, necesitaba salir más y quedar con chicas. Me froté los ojos y obligué a mi mente a volver al mundo real.

—Desde que llegué a Chicago —dijo ella—, siempre he querido conocerle.

—¿Es nueva en la ciudad? No la he visto por aquí antes.

—Hace seis meses que llegué —explicó—. Llevo cinco trabajando aquí.

—Bock la hace trabajar hasta muy tarde —le dije.

Asintió y se separó un ricito de pelo de la mejilla, dejándolo manchado de tinta.

—Es final de mes, estoy haciendo inventario. —De repente se afligió y dijo—: Ni siquiera me he presentado.

—¿Shiela? —intenté adivinar.

Se me quedó mirando durante un segundo y luego se ruborizó.

—Ah, claro. Lo pone en la etiqueta.

Le ofrecí la mano.

—Soy Harry.

Me dio la mano. Su pulso era firme y su piel suave y tibia; tenía un cosquilleo de energía propio de alguien que cuenta con un talento menor, pero que debe practicarlo.

Nunca me había preguntado cómo sería para otra persona sentir mi aura. Shiela respiró profundamente y su brazo saltó. Sus dedos emborronados apretaron mi mano con fuerza durante un segundo y me la mancharon.

—¡Oh! Lo siento, lo siento.

Me sequé la mano en mis pantalones de faena.

—He visto manchas peores esta noche —le dije—. Lo que me lleva de vuelta a los libros.

—¿Has manchado un libro? —me preguntó. Su cara y su voz reflejaron angustia.

—No. Solo era una asociación de ideas mal traída.

—¡Ah! Ah, vale —dijo asintiendo. Distraídamente entrelazó sus manos y dijo—: Estás aquí por un libro, ¿qué estás buscando?

—El título del libro es
Die Lied der Erlking
.

—Ah, yo ya lo he leído. —Arrugó la nariz, miró a lo lejos durante un segundo y volvió a hablar—: Hay dos ejemplares, en el estante de la derecha, la tercera fila desde arriba, el octavo y el noveno por la izquierda.

Parpadeé y me quedé mirándola. Enseguida fui hacia la estantería y encontré el libro donde ella había dicho.

—¡Uau! Bien hecho.

—Memoria fotográfica —dijo con una sonrisa orgullosa—. Es algo así como… un don que tengo. —Hizo un gesto con la mano con la que me había tocado.

—Debe de ser muy práctico para hacer inventario. —Miré otra vez hacia la estantería—. Aunque solo hay un ejemplar.

Frunció el ceño y se encogió de hombros.

—El señor Bock habrá vendido el otro esta semana.

—Seguro que sí —le dije, preocupado. Me molestó imaginarme a Grevane en aquella tienda, hablando con gente como Bock o Shiela. Cerré la jaula y me dirigí despacio hacia la parte delantera de la tienda.

Abrí el libro. Había oído alguna referencia antes, en otros trabajos. Se suponía que estudiaba las tradiciones populares alrededor del Erlkoenig o Elfking. Al parecer era un ser del reino de las hadas con un poder considerable, tal vez homólogo a las reinas de la Corte de las Hadas. El libro había sido recopilado, a principios del siglo pasado, por el mago Peabody, a partir de las notas de una docena de diferentes magos cascarrabias, la mayoría ya muertos. Estaba considerado un trabajo de pura especulación.

—¿Cuánto es? —pregunté.

—Tiene que estar ahí puesto, dentro de la tapa —dijo Shiela, andando educadamente a mi lado.

Miré. El libro costaba casi la mitad de la mensualidad de mi alquiler. No me extraña que no lo hubiese comprado antes. Las cosas no me habían ido mal últimamente, pero después de hacerme con la licencia de Ratón, sus vacunas y los camiones de comida que se tragaba, sumado a los problemas de Thomas con el trabajo… no me había sobrado nada. Tal vez Bock me lo pudiera alquilar o algo así.

Shiela y yo salimos de la parte trasera y empezarnos a caminar por la parte de delante. Cuando llegamos a la zona de los libros me dijo:

—Bueno, creo que ya conoces el camino desde aquí. Ha sido un placer conocerte, Harry.

—Lo mismo digo —le dije, sonriendo. Oye, era una mujer, y muy guapa. Su sonrisa era simplemente adorable—. Tal vez nos volvamos a tropezar.

—Me gustaría. Lo único que, si puede ser, la próxima vez sin pistola.

—Así que eres un poco antigua, ¿eh? —le dije.

Se rió y se fue hacia la parte trasera.

—¿Ha encontrado lo que quería? —me preguntó Bock. Su voz sonaba rara, había algo en ella, pero no sabía bien el qué. No había ninguna duda de que estaba incómodo.

—Eso espero —le dije—. Humm, sobre el precio…

Bock puso mala cara bajo sus gruesas cejas.

—Ah. ¿Aceptaría un cheque?

Echó una mirada alrededor y luego asintió.

—Claro. Por ser quien es.

—Gracias —le dije. Le escribí un cheque, esperando que no se lo rebotasen antes de que saliese por la puerta. Eché yo también una mirada alrededor—. ¿Le he espantado a los clientes?

—Puede ser —me dijo incómodo.

—Lo siento —le dije.

—A veces pasa.

—Puede que sea mejor para ellos que estén en sus casas. Y, de hecho, para usted también lo sería.

Sacudió la cabeza.

—Yo tengo un negocio que sacar adelante.

Era adulto y llevaba en esta ciudad más tiempo que yo.

—Vale —le dije y le tendí el cheque—. ¿Vendió el otro ejemplar que tenía en el inventario?

Puso el cheque en el registro y metió el libro en una bolsa de plástico, la cerró y luego lo metió en un paquete de papel.

—Hace dos días —dijo después de pensarlo durante unos segundos.

—¿Se acuerda de a quién?

Resopló y sacudió su papada.

—Un señor mayor. Pelo largo, en disminución. Manchas en la piel.

—¿Con la piel muy flácida? —le pregunté—. ¿Se movía como muy tieso?

Bock volvió a mirar alrededor, nervioso.

—Sí,
es
ese. Mire, señor Dresden, yo solo llevo una tienda, ¿vale? No quiero meterme en ningún lío. No tenía ni idea de quién era ese hombre. Era solo un cliente.

—Está bien —le dije—. Gracias, Bock.

Asintió y me pasó el libro. Doblé la bolsa, me la metí en un bolsillo del guardapolvo y saqué las llaves del coche.

—¡Harry! —la voz de Shiela sonó baja pero urgente. Parpadeé y la miré.

—¿Sí?

Asintió y miró hacia la parte delantera de la tienda, su cara transmitía ansiedad. Miré hacia fuera.

En el exterior de la tienda había dos figuras. Estaban vestidas más o menos idénticas, togas largas y negras, capas largas y negras, mantos negros y grandes, y unos capuchones gigantescos y oscuros que no dejaban ver las caras que se hallaban dentro. Una silueta era más alta que la otra, pero, aparte de eso, lo único que hacían era permanecer quietas en la acera, esperando.

—Ya les dije la semana pasada a esos mismos tíos que no quería comprar ningún anillo —dije y miré a Shiela—. ¿Te has fijado? Soy muy gracioso cuando estoy bajo presión. Era un chiste de Tolkien.

—¡Ja! —dijo Bock, algo más que preocupado—. No quiero problemas aquí, señor Dresden.

—Tranquilo, Bock —hablé—. Si buscasen problemas, habrían tirado la puerta abajo.

—¿Han venido a hablar contigo? —preguntó Shiela.

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