Las viudas de los jueves (15 page)

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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

BOOK: Las viudas de los jueves
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Cada tanto, en medio de la charla de la cena sonaba algún cohete. «¿La gente no entiende que los fuegos son a las doce?», dijo el Tano. «La gente no entiende cada cosa tan sencilla, Tanito, no te vas a estar preocupando por eso», le contestó Alfredo Insúa mientras miraba impiadosamente a su mujer, que charlaba con Carla aferrada a la botella de vino y empezaba a reírse de lo que fuera.

A las once y media tocó el timbre Luisito. Teresa se sobresaltó, se asomó por detrás del aromo y vio el traje rojo. Empezó a los gritos: «¡Ahí está Santa, vamos!». Sofía salió corriendo detrás de su mamá, pero el resto de los jóvenes presentes, todos mayores que ella, se levantaron con poco entusiasmo. Matías fue el primero en acercarse. «Qué haces, viejo», le dijo y le dio una palmada en la espalda. Teresa lo miró mal. «Córrete, Mati, que Sofía quiere ver a Santa.» Matías se corrió a un costado y Sofía, que estaba unos pasos más atrás, quedó frente al Papá Noel que le habían traído. Lo miró detenidamente. Lusito se sintió incómodo, pensó que tal vez tenían razón en la administración, que tendría que haber aceptado decir «Jo, jo, jo», pero él ya se sentía demasiado pelotudo vestido de rojo como para agregar sonido. Miró a la chica que no le sacaba los ojos de encima y supo que había fracasado. Aun así siguió haciendo su tarea, bajó con esfuerzo el regalo de Sofía de la camioneta y lo acercó a la casa. Teresa se esforzó por que Sofía se enganchara con el espectáculo y hacía preguntas en un tono demasiado alto. «¿Viene de lejos, Santa?» «¿Está cansado?» Luisito no quiso sumarse al papelón y no dijo palabra. Matías fingió ir a ver los paquetes que todavía llevaba en el trailer. Los sobrinos de Teresa volvieron a la mesa y los mellizos de Insúa pateaban una pelota que encontraron olvidada debajo del aromo. Luisito miró a Sofía una vez más y sintió necesidad de pedirle perdón. Pero ella ya estaba demasiado entusiasmada con la casa de las Barbies como para fijarse en él. «¿No le das un beso a Santa?», dijo Teresa mientras Luisito se subía a la camioneta. Sofía dejó por un instante su regalo y se acercó a él. Esperó a que terminara de acomodarse el gorro y la barba y luego lo besó. Cuando Luisito ya se había ido, Sofía se acercó a Matías. «Papá Noel tenía el mismo olor que tu cuarto», le dijo. «¿En serio?», se sorprendió su hermano. «¿Qué es?» «Salí, nena, metete en lo tuyo.» «¿Son los cohetes?» «Metete en lo tuyo.»

A las doce brindaron. Todos menos el Tano. Se había ido diez minutos antes para estar no bien empezaran los fuegos. Él era el responsable de que todo saliera bien. Doce y cinco partió hacia el golf el resto de la comitiva. Teresa y sus hijos fueron caminando para volver con el Tano en el Land Rover. Por el camino vieron estallar en el cielo los primeros artificios de colores, con lo que Teresa supo que otra vez había llegado tarde para el discurso de su marido. Cuando entraron al golf todos se acercaron a saludarlos. De alguna manera, los Scaglia eran los anfitriones, ellos pagaban los fuegos. Se sentaron con el resto a contemplar. Teresa eligió la primera fila, junto al Tano y su padre. Matías se fue a un costado, debajo de un eucalipto bien apartado, casi sobre el camino. Un lugar que le aseguraba estar tan solo como en su cuarto, nadie elige un árbol frondoso para sentarse a ver fuegos en el cielo. Metió la mano en el bolsillo y tanteó el porro. Se recostó sobre el pasto y cerró los ojos. Entre las hojas podía ver el cielo cubierto de luces que cambiaban de color y forma con cada detonación. La gente aplaudía. Primero fue una flor azul que cubrió casi todo el cielo. La siguieron tres flores rosas, más chicas pero más elegantes. Más tarde una catarata dorada e interminable. Después ya casi nadie se acuerda.

Luisito, ya cambiado, se iba para su casa y lo atrajeron las luces de colores, se detuvo un minuto a mirar, total cuando llegara sus hijos ya iban a estar dormidos. Casi pisa a Matías, sentado debajo del eucalipto. Se quedaron un instante así, uno parado y otro en el piso. «¿Querés?», le preguntó Matías, extendiendo el porro. Luisito no contestó, pero agarró el cigarrillo encendido y dio una pitada profunda.

23

Terminó de acomodar las cajas llenas de papeles en el baúl de su Land Rover. Ahora sí que era «su» Land Rover. Cuando sus amigos de Altos de la Cascada decían «qué impresionante tu Land Rover, Tano», él no los corregía, pero sabía que no era suyo. La camioneta de Teresa sí, pero el Land Rover no. Finalmente lo fue, el Tano se quedó con el auto como parte del arreglo de desvinculación de Troost, la aseguradora holandesa para la que había trabajado desde enero del 91, hasta ese día, esa tarde de fines del verano del 2000, hasta hacía exactamente cinco minutos, cuando terminó de vaciar los cajones del escritorio que ya no sería suyo. Los dueños de la empresa, accionistas holandeses con los que se reunía una o dos veces al año, habían decidido bajar el nivel de su inversión en la Argentina y aumentarlo en Brasil, donde veían más posibilidades de rentabilidad a corto y mediano plazo. El Tano no había sido consultado, ni siquiera informado con anticipación a pesar de que era el Gerente General de la empresa. Lo supo cuando ya era una decisión tomada y comunicada, antes que a él, a los abogados que se ocuparían de su despido. Los holandeses, tres de ellos, los que manejaban la mayoría accionaria, le hablaron en conferencia telefónica. En la Argentina sólo dejarían una base administrativa, con empleados de nivel medio o bajo, y toda la operatoria se manejaría desde San Pablo. No tenían nada que reprocharle, el Tano había cumplido siempre con las expectativas de ellos y de los accionistas que representaban, le agradecían sus servicios y su dedicación, pero no tenían ningún puesto para ofrecerle. En la nueva estructura todo le quedaría chico. Hablaron de
over skilled
, de
down sizing
, de
deserve more challenges
. Hablaron en un inglés con acento holandés que el Tano entendió a la perfección. Cómo no iba a entender si usaron palabras universales. El Tano habló poco. Cuando ya no tenían nada más que decir, él dijo: «Creo que es una decisión acertada, yo hubiera hecho lo mismo». Y ese mismo día se puso a organizar su salida con los abogados que estaban esperando su llamado.

No hubo fiesta de despedida. El Tano no quiso. Además, él seguiría vinculado a la empresa como asesor externo un par de meses. Podría usar el teléfono, imprimirse nuevas tarjetas reemplazando el «Gerente General» por «Asesor», o
Chief Staff
, lo que él prefiriese, pedirle pequeñas tareas a la que había sido su secretaria, instalarse part time en una de las oficinas. No en la suya, en otra, más pequeña pero digna, para evitar dobles mensajes al personal que quedaba, según le dijeron. Desde allí manejaría su reinserción en el mercado. Todo eso fue también parte de la negociación. «Es más fácil conseguir trabajo teniendo trabajo», dijo el abogado. Y el Tano sabía que era así, siempre fue así. Él mismo, cuando tenía que elegir a alguien para su empresa, desconfiaba de los que no tenían trabajo, se preguntaba sobre los verdaderos motivos de su renuncia o despido, más allá de la versión oficial. Su padre, un inmigrante que llegó a tener una fábrica metalúrgica de cierta envergadura, siempre decía: «No consiguen trabajo los que no quieren o los que les falta capacidad». Y el Tano era capaz, y había estudiado muy duro, y le gustaba su trabajo. Era ingeniero industrial. Su padre lloró por primera y única vez delante de él el día que le dieron el diploma. Y ésta era la primera vez en la vida del Tano en que dejaba un trabajo sin tener otro. Y que sentía ganas de llorar. Él. Pero no lloró.

Sacó el Land Rover de la cochera y recorrió el camino hacia la rampa como había hecho los últimos ocho años. Cuando llegó a la barrera de salida, el custodio lo saludó. «Que tenga buenas tardes, ingeniero Scaglia», dijo. El mismo saludo cordial de siempre. Pero el Tano lo sintió diferente. Quizá fue la mirada. O el tono. Tal vez apenas una respiración diferente. No sabía qué. Lo que sí sabía era que fue distinto, fue otro. No podía no ser otro. Porque ese custodio tenía algo que él ya no tenía. Y los dos lo sabían.

Como todas las tardes, tomó Lugones, General Paz, Panamericana, y recién ahí sintió que el aire empezaba a cambiar. Pasó por todas las FM y no se enganchó con la música. Cambió a la AM. «El presidente declaró estar muy preocupado por las inundaciones en Santiago del Estero y Catamarca.» El Tano cambió el dial y lo sintonizó en las apreciaciones de un analista político sobre las futuras elecciones para la jefatura del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Recordó que en pocos días tendría que votar; a pesar de que hacía años que vivía en La Cascada, nunca había hecho el cambio de domicilio, seguía votando en Caballito, como toda la vida. Escuchó las declaraciones de un ex ministro de Economía en carrera para ocupar ese puesto. El Tano pensó que lo votaría. Los capitales extranjeros le tienen confianza, pensó, y a él eso le convenía porque tal vez entonces su empresa, o la que había sido su empresa hasta esa tarde, volvería a apostar a esta plaza. Y si no era esa empresa, podía ser otra, lo importante era que afuera siguieran creyendo en el país, siguieran invirtiendo. Estaba seguro de que no le llevaría demasiado tiempo conseguir otro trabajo. La cosa no estaba fácil pero él tenía muchos contactos, un master afuera, un curriculum impecable y una edad todavía manejable: cuarenta y un años. Apretó un botón y otra vez el analista político, pero ahora entrevistando a un candidato que todas las encuestas daban como seguro perdedor. El Tano se quedó pensando en él. Alguien seguro de su fracaso, fingiendo. Lo pensó con su mujer y sus hijos si los tuviera, no sabía si los tenía, lo pensó queriéndose dormir y no pudiendo, lo pensó yendo a votar, lo pensó hablando en algún programa que no hubiera conseguido a un candidato con más posibilidades, simulando ignorar la certeza de su derrota.

Todavía no le diría nada a Teresa. No hacía falta, si la realidad era que él seguiría yendo a la empresa, casi como hasta entonces. Si esperaba un tiempo hasta podría decírselo con una oferta de trabajo concreta, o quizá con un trabajo nuevo. Teresa se altera de nada, pensó. La indemnización les permitiría mantener la misma vida que habían llevado hasta entonces sin tocar sus ahorros. Tampoco era bueno que se enteraran los chicos. Y Teresa no sabía guardar ese tipo de secretos. Otra vez tocó el dial. «El presidente dijo que la situación en las zonas inundadas es muy grave.» Buscó cualquier música en una FM.

Cien metros más adelante ya se veía la entrada a La Cascada. Puso la tarjeta frente al lector de la barrera, que se abrió dándole paso. Saludó al guardia de seguridad apostado en la entrada. Y ya adentro, se sintió relajado, por primera vez en la tarde. Por primera vez desde que escuchó: «
I'm so sorry but… business are business
». Los árboles seguían de un color verde intenso, a pesar de que era otoño. En pocos días, la arboleda que recorría lentamente con su Land Rover enrojecería y se mancharía de amarillo. Bajó las ventanillas y se sacó el cinturón para disfrutar más aún de esas cuadras que lo separaban de su casa. Era una tarde serena y cálida. Antes de cenar saldría a correr, como todos días. Y no le diría nada a Teresa. Era lo mejor. Avanzaba por la calle principal bordeando la cancha de golf sobre la que empezaba a caer la tarde, algunos adolescentes paseaban en bicicleta, una empleada luchaba con un chico que no quería pedalear en su triciclo. Se cruzó con Carla Masotta, que salía del club. A Gustavo tampoco le contaría por el momento. A nadie. Tal vez en unos días, Gustavo estaba relacionado con algunos
head hunters
y era un buen contacto a quien tirarle un par de currículums. Pero por el momento no. Dejó perder su vista en el verde que lo rodeaba a un lado y al otro del camino. Supo que allí nada había cambiado. La Cascada era la misma que había dejado esa mañana, cuando salió para ser Gerente General de Troost SA por última vez.

Definitivamente, no tenía por qué contarle a nadie.

24

En otoño la hierba bermuda se pone amarilla. No se seca, no se muere, sólo se guarda en reposo para el verano, cuando el pasto se pone verde otra vez, y se reinicia el ciclo. Mientras tanto hay dos opciones. Al menos en Altos de la Cascada manejamos dos opciones. La primera es buscar el color en otro lado: liquidámbares dorados y rojos, robles amarronados, ginkgos biloba amarillos, rhus typhina color fuego. Pero si el intento no logra ser más que eso, y es vano, y es estéril, si la mirada se posa una y otra vez sobre la bermuda descolorida y eso altera a quien contempla, lo irrita, o hasta lo deprime, entonces no cabe la primera opción. Y la segunda es el ryegrass, un pasto que dura una temporada, de un color falso de tan intenso, como las manzanas de frigorífico, o los pollos engordados a fuerza de luz eléctrica. Pero impecable; más que pasto, una alfombra.

Ese año no era un año para el ryegrass en casa de los Urovich. Avanzaba el 2000, habíamos cambiado de presidente. En diciembre de 1999, en su discurso de asunción del cargo, según dicen el primer discurso que le escribió uno de sus hijos, había puesto énfasis en controlar el déficit fiscal y prometido que una vez controlado bajaría el desempleo por las nuevas inversiones. Llegó el otoño pero no las inversiones ni el empleo, y Martín seguía sin conseguir trabajo. Lala, casi llorando, se lo dijo a Teresa una tarde en que había ido con sus peones a sacar plantas marchitas de su cantero. «No lo aguanto más, ¿sabes lo que es tenerlo metido todo el día en casa?» Teresa entendía, pero sabía que todo iba a ser peor si además el pasto se ponía amarillo. Se la llevó a un costado, lo suficientemente lejos como para que no escuchara el peón que desmalezaba arrodillado en la tierra. «Hace como te parezca, Lala, pero en tres semanas la bermuda se seca y te arruina todo el parque.» Y volvió junto al peón: «¡No…, mi Dios… José, eso no es un yuyo! ¡Eso es un penissetuml». Teresa lo corrió y peinó con los dedos la planta. Lala se acercó a ver al penissetum. Teresa le sonrió y dijo por lo bajo: «Es una lucha, se lo explicas veinticinco veces y no hay caso».

Las mujeres recorrieron el cantero. El peón quedó unos pasos más atrás, desmalezando. Teresa hizo cuentas. «Mira, vos debes tener unos mil quinientos… dos mil metros de parque.» «Mil setecientos», precisó Lala. «Por eso, a un kilo por cada treinta metros cuadrados, con la semilla que puede estar, qué sé yo, uno ochenta o dos dólares el kilo, con toda la furia, ¿cuánto da eso?» «No sé… yo, sin calculadora. «No, si yo tampoco… siempre fui re-bestia para los números, pero vas a gastar algo de cien… ciento cincuenta dólares… porque eso me acaba de pagar Virginia, que tiene un parque más o menos como el tuyo.» «¿Virginia resembró?», preguntó Lala. «Sí, habrá cobrado alguna comisión interesante.» Teresa se agachó y deshizo un terrón de tierra, lo examinó. «Gordita, a este
border
le falta agua», le dijo mientras le mostraba la tierra desgranada y seca.

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