Read Las vírgenes suicidas Online
Authors: Jeffrey Eugenides
Seguían celebrándose funerales, pero no se enterraba a los muertos. Los ataúdes se iban acumulando junto al trozo de tierra que había que excavar, los curas pronunciaban sus panegíricos, se vertían lágrimas, pero después los féretros eran trasladados al depósito a la espera de su definitivo destino. La incineración estaba experimentando un alza de popularidad. Sin embargo, la señora Lisbon ponía objeciones a la idea, la consideraba pagana e incluso echaba mano de un pasaje bíblico que venía a insinuar que los cadáveres se levantarían en el Segundo Advenimiento y que de cenizas nada.
En nuestra población no había más que un cementerio, un terreno muy poco atractivo que a lo largo de los años había sido propiedad de diferentes iglesias, desde los luteranos a los católicos pasando por los episcopalianos. Daba cobijo a tres tramperos francocanadienses comerciantes de pieles, a toda una estirpe de panaderos de apellido Kropp y a J.B. Milbank, inventor de un refresco local parecido a la cerveza sin alcohol. Con sus lápidas inclinadas, su camino de entrada en forma de herradura cubierto de grava roja y su profusión de árboles nutridos por pellejos bien alimentados, el cementerio se había ido llenando a lo largo del tiempo con los últimos cadáveres. Debido a esto, el director de pompas fúnebres, el señor Alton, se vio obligado a exponer al señor Lisbon una serie de alternativas posibles.
Se acordaba muy bien de aquel mal trago. Los días de la huelga del cementerio se olvidaron fácilmente, pero el señor Alton confesaba:
—Aquél era mi primer suicidio y, además, se trataba de una jovencita. No se podía recurrir al pésame habitual. Si he de decir la verdad, me costó lo mío.
En el West Side visitaron un cementerio tranquilo del sector palestino, pero al señor Lisbon le desagradó profundamente el sonido del almuecín llamando a oración a los fieles, aparte de que había oído decir que los vecinos continuaban matando cabras en la bañera como práctica ritual.
—No, aquí no —dijo—, aquí no.
Después se dieron una vuelta por un pequeño cementerio católico que al señor Lisbon le pareció perfecto hasta que llegó a la parte final, donde pudo contemplar tres kilómetros de terreno llano que le recordaron las fotografías de Hiroshima.
—Era el sector polaco —nos explicó el señor Alton.
La General Motors contrató a veinticinco mil polacos para construir una enorme fábrica automotriz. Demolieron veinticuatro manzanas de la ciudad, pero se les acabó el dinero y el terreno quedó convertido en cascajos y hierba. Un sitio desolado, por supuesto, pero sólo si lo mirabas desde la cerca de atrás.
Por fin llegaron a un cementerio público no adscrito a ninguna religión en especial y situado entre dos autopistas. Fue precisamente en este lugar donde Cecilia Lisbon fue despedida de acuerdo con los ritos funerarios de la Iglesia Católica, en todo salvo en el entierro. La defunción de Cecilia quedó oficialmente consignada en los registros eclesiásticos como un «accidente», al igual que ocurriría con las demás niñas un año después. Cuando preguntamos al padre Moody acerca del particular, respondió:
—No queríamos andarnos con sutilezas. ¿Y si resultaba que de veras había resbalado?
Cuando le presentamos las píldoras para dormir, el nudo corredizo y las demás cosas, entonces dijo:
—El suicidio, como todo pecado mortal, comporta una intención. Es muy difícil saber qué encerraba realmente el corazón de esas muchachas, qué pensaban hacer en realidad.
La mayoría de nuestros padres asistieron al sepelio, aunque a nosotros nos dejaron en casa para protegernos de la contaminación de la tragedia. Todos coincidieron en afirmar que aquel cementerio era el más soso que habían visto en su vida. No había lápidas ni monumentos, sólo losas de granito hincadas en la tierra y, en las sepulturas de los Veteranos de Guerras Extranjeras, banderas americanas de plástico muy maltratadas por la lluvia, o guirnaldas de alambre de las que colgaban flores secas. Al coche fúnebre le costó trabajo pasar a través de la verja a causa de los piquetes, pero cuando los huelguistas se enteraron de la edad de la difunta, hubo disensiones y algunos incluso bajaron las furibundas pancartas. Dentro era evidente el abandono provocado por la huelga. Alrededor de algunas tumbas había montones de cascotes. Una excavadora había dejado en suspenso el movimiento de sus fauces justo cuando iba a morder el terrón, como si le hubiera llegado la orden del sindicato en el momento de enterrar a alguien.
Los familiares, en su papel de sepultureros, habían hecho conmovedores intentos para que el lugar de descanso final de sus seres queridos quedase medianamente pulcro, pero en una tumba el abono excesivo había quemado la tierra hasta dejarla de un color amarillo brillante, en tanto que el riego excesivo había convertido otra en un pantano. Dado que había que trasegar el agua a mano (el sistema de riego automático había sido objeto de sabotaje), aquí y allá se veían profundas pisadas, como si por las noches los muertos se dedicaran a pasear entre las tumbas.
Hacía casi siete semanas que no se cortaba la hierba. Los que formaban la comitiva fúnebre estaban de pie con la hierba hasta el tobillo mientras esperaban a los que transportaban el féretro. Debido al bajo índice de mortalidad juvenil, los fabricantes de ataúdes hacían muy pocos de dimensiones medianas. Fabricaban un reducido número de féretros para recién nacidos, apenas más grandes que una caja de zapatos, y el tamaño siguiente ya era el máximo, muy superior al que Cecilia requería. Cuando en la funeraria abrieron el ataúd, todo lo que pudo ver la concurrencia fue un cojín de satén y el ondulante almohadillado de la tapa. La señora Turner comentó al respecto:
—Por un momento creí que estaba vacío.
Pero después, dejando apenas una leve marca en el fondo de la caja debido a sus treinta y nueve kilos, la desvaída piel y el cabello claro que se confundía con el blanco del satén, Cecilia fue emergiendo del féretro como la imagen de una ilusión óptica. Ya no llevaba el vestido de novia, que finalmente la señora Lisbon había tirado, sino uno de color crema con cuello de blonda, que su abuela le había regalado para unas Navidades pero que ella se había negado a llevar en vida. La parte abierta de la tapa no sólo permitía ver la cara y los hombros, sino también las manos de uñas mordisqueadas, los codos ásperos, los huesos gemelos de las caderas e incluso las rodillas.
Los únicos que desfilaron delante del féretro fueron los miembros de la familia. Primero pasaron las chicas, aturdidas e inexpresivas, por lo que después la gente comentó que por sus caras ya se podía haber supuesto lo que vendría después.
—Fue como si le hicieran un guiño —dijo la señora Carruthers.
—¿Qué hicieron en vez de echarse a llorar? Pues se acercaron al ataúd, atisbaron el interior y se marcharon. ¿Por qué no nos dimos cuenta?
Curt Van Osdol, el único chico que estuvo en la funeraria, dijo que él habría hecho una última demostración de sus sentimientos, allí delante del cura y de los demás, si nosotros hubiésemos estado presentes para verlo. Después de las chicas pasó la señora Lisbon cogida del brazo de su marido, dio diez pasos tambaleantes hasta Cecilia e inclinó la cabeza sobre su rostro. Por primera y última vez en su vida, se puso roja como la grana.
—¡Fíjate en las uñas! —exclamó, según dijo el señor Burton—. ¿No podían hacer algo con esas uñas?
Pero el señor Lisbon replicó:
—Le crecerán. Las uñas continúan creciendo. Y ahora ella ya no se las puede morder, cariño.
Con la misma anormal persistencia, los conocimientos que teníamos de Cecilia también crecieron después de su muerte. Pese a que apenas hablaba y nunca había tenido amigos de verdad, todo el mundo conservaba recuerdos muy vivos de ella. Algunos la habían sostenido cinco minutos en brazos cuando era pequeña mientras la señora Lisbon volvía corriendo a su casa a recoger el bolso que se había olvidado. Otros habían jugado con ella en la arena o se habían peleado con ella por una pala o se habían exhibido ante ella detrás de la morera que crecía como carne informe entre la cerca de alambre. Y no faltaba quien había hecho cola con ella para vacunarse de la viruela, quien le había enseñado a saltar a la comba o a buscar culebras, quien había impedido alguna vez que se arrancara las costras y quien le había advertido que no tocara el caño de la fuente de Three Mile Park con la boca cuando bebiera agua. Finalmente, estaban aquellos que se habían enamorado de ella, aunque jamás se lo habían dicho a nadie porque todos sabíamos que era la hermana rara de la familia.
Esta faceta de la personalidad de Cecilia quedó confirmada cuando Lucy Brook nos describió su habitación. Además de un móvil del zodíaco, Lucy encontró una colección de amatistas, así como una baraja de Tarot debajo de la almohada, que aún olía a incienso y a los cabellos de Cecilia. Lucy quiso comprobar —porque le habíamos pedido que lo hiciera— si las sábanas estaban limpias, y nos dijo que no lo estaban. La habitación estaba intacta, como una exposición. La ventana a través de la cual había saltado Cecilia seguía abierta. En el cajón superior del escritorio Lucy encontró siete bragas, todas teñidas de negro con Rit. También encontró en el armario dos sostenes inmaculados. Ninguna de esas cosas nos sorprendió. Hacía tiempo que sabíamos que Cecilia llevaba bragas negras porque cuando se ponía de pie en los pedales de la bicicleta para ir más rápida solíamos mirar por debajo de sus faldas. Y a menudo la habíamos visto en la escalera de atrás restregando el corselete con un cepillo de dientes que sumergía en una taza de Ivory Liquid.
El diario de Cecilia comienza un año y medio antes del suicidio. Muchos consideraban que las páginas ilustradas eran un jeroglífico que revelaba una indescifrable desesperación, aun cuando se trataba, en su mayor parte, de dibujos alegres. El diario tenía un candado, pero David Barker, que lo recibió de manos de Skip Ortega, el aprendiz del fontanero, nos dijo que Skip lo había encontrado junto al inodoro del cuarto de baño principal, pero con el candado ya forzado, como si el señor y la señora Lisbon lo hubieran estado leyendo. Tim Winer, el cerebro, insistió en examinarlo. Se lo llevamos al estudio que sus padres le habían construido para su uso exclusivo, con sus lámparas verdes de sobremesa, su globo terráqueo en relieve y sus enciclopedias de lomos dorados.
—Inestabilidad emocional —dijo, analizando la escritura—. Fijaos en los puntos de las íes. Todos muy altos. —Después, inclinándose hacia delante y mostrando las venas azules debajo de su piel de muchacho enteco, añadió—: Aquí nos encontramos básicamente con una soñadora, una persona sin contacto con la realidad. Cuando saltó, probablemente se figuraba que volaría.
Ahora nos sabemos de memoria muchos de los fragmentos del diario. Nos lo llevamos a la buhardilla de Chase Buell y leíamos trozos en voz alta. Nos lo pasábamos de uno a otro, hacíamos señales en algunas páginas y buscábamos ansiosamente nuestros nombres. Sin embargo, poco a poco reparamos en que, aunque Cecilia se había fijado siempre en todos, nunca había pensado en ninguno. Tampoco había pensado en ella. El diario constituye un documento insólito de la adolescencia, ya que rara vez revela la aparición de un ego en formación. No aparecen por ninguna parte las inseguridades, lamentaciones, amoríos y ensoñaciones que son propios de esa edad. Cecilia, por el contrario, habla de ella y de sus hermanas como de una entidad única. A menudo resulta difícil saber de qué hermana está hablando, y hay muchas frases extrañas que sugieren al lector la imagen de un ser mítico con diez piernas y cinco cabezas que se queda en cama comiendo porquerías o que debe soportar las visitas de tías cariñosas. El diario nos dice más acerca de cómo fueron transformándose las niñas que de la causa de su suicidio. Nos abruma hablando de lo que comían («Lunes, 13 de febrero. Hoy hemos comido pizza congelada...») o de la ropa que llevaban o de los colores que preferían. Todas odiaban el maíz a la crema. Mary había probado la droga y tenía una cápsula. («¡Os lo dije!», exclamó Kevin Head al leerlo.) Así fue como nos enteramos de cosas de sus vidas, como supimos de ciertos recuerdos de épocas que no conocíamos, como recogimos imágenes de Lux asomándose a la borda de un barco para acariciar la primera ballena de su vida al tiempo que decía: «Jamás imaginé que oliesen tan mal». A lo cual Therese respondía: «Es por las algas, que se les pudren en la boca».
Supimos de los cielos estrellados que las niñas habían contemplado años atrás, cierta vez que acamparon, y del aburrimiento de los veranos yendo de aquí para allá, del patio trasero al delantero y nuevamente al trasero, y supimos también de un olor indefinible que salía de los inodoros en las noches de lluvia y al que las niñas daban el nombre de «cloaqueo». Supimos qué se siente al ver a un muchacho con el pecho desnudo, una sensación que indujo a Lux a llenar con el nombre Kevin, escrito con rotulador Magic Marker de color púrpura, su libreta de tres anillas e incluso el sostén y las bragas, y por esto comprendimos que se pusiera como una furia el día que llegó a casa y se encontró con que la señora Lisbon había puesto sus cosas en remojo con Clorox a fin de hacer desaparecer todos aquellos «Kevin». Supimos de la rabia que da que el viento de invierno te levante la falda y que las rodillas acaban doliéndote a fuerza de mantenerlas apretadas en clase y de lo fastidioso y cargante que resulta tener que saltar a la comba cuando los chicos juegan a béisbol. Nunca llegamos a entender por qué a las chicas les preocupaba tanto hacerse mayores ni por qué se sentían obligadas a dedicarse cumplidos, pero a veces, cuando uno de nosotros había leído en voz alta una larga parte del diario, debíamos reprimir la necesidad de echarnos los unos en brazos de los otros o de decirnos que estábamos guapísimos. Supimos de esa cárcel que es ser chica, de los impulsos y sueños que genera y por qué acaban sabiendo qué colores combinan y cuáles no. Supimos que las chicas eran gemelas nuestras, que todos existíamos en el espacio como animales con idéntica piel y que si ellas lo sabían todo de nosotros, nosotros en cambio no podíamos sacar nada en claro de ellas. Supimos, finalmente, que las hermanas Lisbon eran en realidad mujeres disfrazadas de niñas, que sabían del amor e incluso de la muerte y que nuestra función se reducía simplemente a emitir una especie de ruido que parecía fascinarlas.
A medida que el diario va avanzando, Cecilia empieza a apartarse de sus hermanas y, de hecho, de todo tipo de narración personal. La primera persona del singular desaparece casi por completo, con un efecto bastante parecido al de la cámara apartándose de los personajes al final de una película para mostrar, a través de una serie de fundidos, la casa, la calle, la ciudad, el país y, finalmente, el planeta, que no sólo los empequeñece sino que acaba borrándolos. Su prosa precoz se centra en cuestiones impersonales, el anuncio del indio lloroso que rema con su canoa por un río contaminado o el recuento de cadáveres de la guerra nocturna. En el último tercio del diario presenta dos estados de ánimo alternantes. En los pasajes románticos, Cecilia se lamenta desesperadamente de la desaparición de nuestros olmos. En los cínicos insinúa que los árboles no están enfermos y que la deforestación no es más que una conjura «para dejarlo todo arrasado». Afloran referencias ocasionales a una u otra teoría sobre conspiraciones —los Illuminati, el complejo Militar-Industrial—, pero sólo se trata de estratagemas, como si los nombres no fueran más que vagos contaminantes químicos. De la invectiva pasa sin solución de continuidad a la ensoñación poética. Son muy bonitos, en nuestra opinión, un par de versos de un poema sobre el verano, que no llegó a acabar: