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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (52 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—¿Escritor? —volvió a preguntar el desconocido—. ¿Escritor de qué? ¿Qué busca aquí?

Sergio farfulló una respuesta apresurada. Deslizó incluso la información de que era amigo del inspector Diego Bedia, pero aquello pareció provocar la ira de los dos desconocidos.

—La policía ha dejado el barrio a su suerte —afirmó el hombre más bajo—. Al final, seremos nosotros, los vecinos, los que demos caza a ese hijo puta que mata a las mujeres.

Sergio comprendió de pronto lo que sucedía. Los dos hombres formaban parte de las patrullas ciudadanas que se habían constituido desde hacía un par de días en el barrio. A pesar de que el presidente de la asociación de vecinos se había opuesto a esa medida, no había podido evitar que los comités de vigilancia se pusieran en marcha.

Afortunadamente para Sergio, los dos hombres dieron por buena la historia que les contó y lo dejaron marchar sin mayores incidentes.

Mientras se alejaba de allí sin volver la vista atrás, Sergio Olmos no pudo evitar recordar que el día 10 de septiembre se constituyó el comité de vigilancia de Whitechapel. Un grupo de vecinos, encabezado por el contratista de obras George Lusk, crearon un comité de vigilancia ante la ineficaz actuación de Scotland Yard. Lusk, incluso, escribió a la reina Victoria solicitando su mediación, pero no obtuvo respuesta alguna.

La presencia de policías de paisano coexistiendo con vigilantes del barrio provocó situaciones verdaderamente cómicas. En cierto modo, pensó Sergio, no muy diferentes de la que él mismo había vivido minutos antes. Los policías que el inspector Abberline había enviado a las calles de Whitechapel vestidos de paisano fueron espiados por los miembros del comité de vigilancia, dado que no conocían a aquellos intrusos y temían que alguno de ellos fuera Jack.

Pero ni unos ni otros fueron capaces de evitar la noche más sangrienta de la historia de Jack. Sergio tembló al pensar que ahora volviera a repetirse aquella pesadilla.

Baldomero Herrera parecía abatido. Todos sus intentos por fortalecer económicamente el proyecto de comedor social y la campaña de integración social que lo acompañaba habían fracasado. El ayuntamiento tenía las manos atadas hasta que se celebraran las inminentes elecciones, de modo que la jornada electoral del día 27 de septiembre iba a ser decisiva por muchos motivos. Pero, además, la iniciativa privada se había enfriado debido al enrarecido clima social que vivía el barrio.

—La muerte de esas mujeres, en lugar de suponer un estímulo para ayudar a los inmigrantes, ha supuesto todo lo contrario —se lamentó el joven cura—. Nadie se atreve a apoyarnos porque temen herir la sensibilidad de todos los que se oponen a la Casa del Pan. Los bancos no quieren problemas con sus ahorradores; la Cámara de Comercio no sabe qué posición tienen exactamente sus asociados y medio barrio mira con recelo al otro medio.

—Tal vez, cuando se celebren las elecciones, el panorama mejore —dijo Cristina.

La joven puso su mano sobre el hombro de Baldomero. El cura la miró con tristeza y cogió la mano de Cristina entre las suyas. Durante unos instantes, sus miradas tejieron un tapiz de extraña naturaleza, haciendo que el corazón de Cristina palpitase más deprisa. Pero la muchacha no tardó en percibir que el galope de su corazón no alcanzaba la inquietante velocidad de antaño, cuando se encontraba a solas con el joven párroco. ¿Qué había ocurrido? ¿Adónde habían ido las mariposas que solían revolotear en su estómago?

—¿Sabes por qué me hice sacerdote? —preguntó inesperadamente Baldomero.

Ella lo miró asombrada. A pesar de la confianza con la que se trataban desde hacía mucho tiempo, Cristina jamás se había atrevido a formular aquella pregunta, y desde luego que no había sido por falta de ganas.

—Nunca conocí a mis padres —confesó el cura. Su voz sonó extrañamente neutra—. Alguien me dejó junto a la puerta del convento de Santa Clara de Briviesca, en Burgos. Toda mi vida transcurrió entre religiosas y religiosos. Mi corazón no conoce otra cosa —dijo Baldomero, mirando al fondo de los ojos de Cristina.

Cristina no pudo evitar enrojecer hasta el tuétano. ¿Aquello era una declaración de amor? ¿O era una disculpa por no amarla?

—¿No buscaste a tus verdaderos padres?

—No. —El sacerdote, que por primera vez desde que Cristina lo conocía no dibujaba una sonrisa en su rostro, negó con la cabeza—. Mi familia está en la Iglesia —añadió de un modo solemne y grave—. No me interesan las mujeres —su voz se endureció de tal modo, que Cristina no reconoció en aquel hombre al amigo con el que compartía la lucha social—, y menos la que me trajo al mundo. —El cura tenía la mirada extraviada y parecía ver más allá del rostro de la muchacha—. Mi único deseo es que todos aquellos que están sin familia entre nosotros no se sientan solos por el hecho de vivir lejos de su patria.

El corazón de Cristina cesó de galopar. Por un momento, la muchacha pensó que dejaría de latir para siempre.

Raisa odiaba a las prostitutas. Serguei lo sabía. Lo sabía desde hacía muchos años.

Cuando el padre de Raisa gozaba de una envidiable posición política en el gobierno soviético, su matrimonio se vio continuamente amenazado por sus infidelidades. Raisa era hija única, y había vivido entre algodones durante toda la vida. Practicó atletismo y natación, y tuvo a su alcance una exquisita educación musical. Jamás sospechó que su madre vivió en un infierno durante todos aquellos años que ella empleó en convertirse en una señorita.

El día en que Raisa cumplió dieciocho años fue el peor de su vida. Raisa se lo confesó a su marido cuando llevaban varios años casados. Por aquel entonces, ni siquiera vivían en la Unión Soviética. Para Serguei, el mundo que había conocido murió al salir de su patria; para Raisa, aquel mundo había recibido sepultura precisamente el día de su ya lejano decimoctavo cumpleaños.

Raisa adoraba a su madre, pero su padre era su dios. Ningún hombre podía ser mejor que él. Todo en él era perfecto, hasta que dejó de serlo.

La fiesta de cumpleaños estaba prevista para las siete de la tarde. La madre de Raisa había ido de compras a la ciudad, y su padre cometió la mayor de las torpezas de su larga vida como adúltero. ¿Qué se sentiría acostándose con dos putas en la misma cama en la que dormía con su esposa cada noche? Aquella pregunta estaba taladrándole el cerebro desde hacía tanto tiempo que decidió comprobarlo.

Recordó que la fiesta de cumpleaños de su hija estaba fijada para las siete de la tarde y que su mujer no regresaría hasta las cinco y media, según había anunciado. De modo que de tres a cinco podía experimentar lo que tanto anhelaba.

Raisa estaba tan nerviosa aquel día que decidió regresar a casa mucho antes de lo previsto. ¡Tenía tantas cosas que hacer antes de la fiesta!

Cuando entró en el lujoso piso del centro de Moscú en el que vivía no escuchó nada extraño. Todo parecía en calma. De todas formas, le sorprendió que la chaqueta del traje de su padre estuviera tirada sobre un sillón. Se acercó para recogerla y colgarla como es debido. Y fue entonces cuando sucedieron dos cosas extraordinarias.

Para empezar, de uno de los bolsillos de la chaqueta de su padre cayó al suelo una pistola. Fue el primer encuentro de Raisa con un arma en su corta vida.

El segundo suceso extraordinario fueron las risitas que escuchó de pronto. Al principio, le pareció imposible. Debía de haber oído mal, pensó. ¿Qué mujeres podían estar riendo en la habitación de sus padres? Sin embargo, las risas arreciaron.

Raisa asió con fuerza la pistola y se acercó con cautela a la habitación de donde procedían las misteriosas risas. Sus manos temblaban, temía encontrarse con ladrones, y la pistola parecía pesar más y más con cada paso que daba.

Cuando abrió la puerta de la alcoba, sus ojos tardaron varios segundos en comprender lo que estaba viendo. Había dos mujeres, pero también estaba su padre. Los tres estaban desnudos, y las dos mujeres estaban…

Raisa creyó escuchar a su padre gritar. A continuación fue cuando sonaron los disparos.

Cuando Raisa abrió los ojos descubrió que la sangre de las prostitutas es tan roja como la de las demás mujeres. Las dos estaban muertas. Luego soltó la pistola mientras veía a su padre desnudo dando unos gritos que ella no conseguía oír.

El resto no tuvo demasiada historia. Una hora después, especialistas del partido habían dejado la habitación sin la menor huella de lo ocurrido. Cuando la madre de Raisa llegó a casa, su marido la recibió con un cálido beso. A las siete de la tarde, Raisa sopló las dieciocho velas de su pastel de cumpleaños, porque había decidido que dos putas no iban a arruinarle aquella fiesta.

Serguei recordó aquella historia en las dependencias de la comisaría. Sabía que la policía estaba investigando a su esposa, lo mismo que a él. Después, repasó con cuidado lo sucedido durante los días en que tuvieron lugar aquellos asesinatos en el barrio. Su esposa salía de madrugada a trabajar, pero el músico comenzó a temer que hubiera hecho algo más en aquellas horas en las que la ciudad dormía. Minutos más tarde llamó a un policía.

—Quiero declarar —anunció—. Yo maté a esas mujeres.

3

17 de septiembre de 2009

L
a confesión de Serguei Vorobiov catapultó a Gustavo Estrada hasta la euforia. ¡Él tenía razón! El músico ruso se había confesado autor de los dos crímenes, cambiando por completo su declaración anterior, según la cual nunca había puesto la mano encima a aquellas mujeres.

El comisario Gonzalo Barredo aparecía satisfecho ante sus hombres. Todo parecía sencillo. Tan solo había que ir cerrando los cabos sueltos y enviar al juez las pruebas necesarias, pero eso era lo de menos ahora que ya contaban con la confesión de Serguei.

El inspector jefe Tomás Herrera no lucía la misma sonrisa que su superior. Por supuesto que había respirado tranquilo al conocer la confesión del detenido, pero lentamente fue ganando peso en su corazón cierto desasosiego. De momento, lo único que tenían era la palabra del ruso, pero no habían encontrado el arma homicida ni tampoco eran capaces de construir un relato coherente y capaz de resistir el más mínimo análisis lógico a partir de la supuesta confesión de aquel hombre.

Herrera compartía sus dudas con Diego Bedia. En la reunión estaban presentes también Murillo y Meruelo.

—El informe de la autopsia es tan desconcertante como el primero —dijo Herrera—. No hay huellas ni rastro alguno de ADN. A esa mujer no la violaron, y tampoco hay restos que permitan demostrar que hubiera consumido drogas durante sus últimas horas de vida.

—Las heridas —añadió Diego, releyendo nuevamente el informe forense— son muy similares, casi idénticas, a las que sufrió Annie Chapman. El asesino se llevó el útero, una parte de la vagina y de la vejiga. Los cortes eran bastante precisos, como si quien los practicó supiera muy bien lo que hacía. ¿Por qué pusieron sobre su hombro izquierdo los intestinos? ¿Qué razón tenía ese músico para colocar en el suelo el sobre con las pastillas y todo lo demás? Además, de momento no ha podido explicar los motivos que tuvo para hacerlo ni dónde mató a esas mujeres. Estamos igual que antes.

—Exactamente igual, no —intervino Meruelo.

Todos se volvieron hacia Meruelo. No era frecuente que opinase en público.

—Quiero decir que ahora se puede tirar del hilo del ruso hasta ver adónde conduce —explicó el policía—. Si él lo hizo, lo sabremos si es capaz de explicar cómo secuestró a esas mujeres y confiesa en qué lugar las mataba. Y, si no lo hizo, tendrá que aclarar por qué se ha confesado culpable de unos crímenes que no cometió. Algo es algo, ¿no?

—Hay algo más —añadió Herrera—. Alguien está filtrando a ese periodista datos de la investigación. Quiero saber si me puedo fiar de vosotros.

Bedia, Meruelo y Murillo se miraron antes de asentir. Ninguno de ellos se había ido de la lengua, afirmaron.

El doctor Heriberto Rojas estaba exultante aquella tarde. Él había redactado buena parte de los textos del libro que la Cofradía de la Historia presentaría en sociedad la tarde del sábado, día 26. A falta de nueve días para la cita, el libro sobre la vida del profesor Jaime Morante estaba prácticamente listo.

Un día antes de las elecciones, la cofradía tenía pensado irrumpir en la vida social de la ciudad en un acto claramente político, aunque sutilmente camuflado como reunión social y cultural. Horas antes de que se llegara al domingo electoral, se presentaría aquella biografía ilustrada de uno de los ciudadanos más insignes de la ciudad y miembro fundador de la Cofradía de la Historia. En la obra, por supuesto, no se hacía mención alguna a la faceta política del renombrado profesor de matemáticas. El índice se componía de capítulos dedicados a la historia local vistos a través de los ojos del propio Morante: fotografías del barrio en el que nació en los años en que él era niño; imágenes del colegio donde cursó estudios; retratos de los profesores y alumnos que compartieron aula en el instituto con Morante…

Cualquiera que tuviera la misma edad que el homenajeado podía verse reflejado de algún modo en aquel libro. Las fotografías mostraban la evolución de la ciudad, y los textos que Rojas había redactado eran magníficos retratos costumbristas. Naturalmente, eran pocos los párrafos donde no se citara el apellido Morante, y en una de cada dos páginas aparecía la foto del candidato a la alcaldía.

La cofradía en pleno se había reunido para ver la prueba de imprenta. Junto a don Luis, el sacerdote, se habían sentado José Guazo y Marcos Olmos. Este último estaba visiblemente incómodo. No había participado en la elaboración del libro, y, cuando se votó en su día destinar buena parte del presupuesto de aquella hermandad para sufragar esa obra, el mayor de los hermanos Olmos se había opuesto. Sin embargo, su opinión fue ampliamente derrotada. Guazo no estuvo presente aquel día. Su precaria salud se lo impidió. Pero el abogado Santiago Bárcenas dio su voto afirmativo de un modo entusiasta, al igual que el doctor Rojas. Naturalmente, Antonio Pedraja, dueño de la cafetería, se mostró tan servil como todos esperaban de él y dijo que sí, que por supuesto estaba a favor del proyecto. La opinión de Manuel Labrador, el empresario constructor cuyos fondos sufragaban buena parte de la campaña electoral de Morante, era conocida de antemano. Morante, al menos, tuvo la decencia de no estar presente en la votación.

Marcos seguía revolviéndose inquieto en su asiento cuando el abogado Bárcenas dio cuenta de los detalles del acto, claramente propagandístico, que se había preparado para la ocasión.

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