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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (42 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Diego estaba desconcertado. Según el informe, aquellas viviendas eran una especie de colmenas repletas de inquilinos que entraban y salían constantemente. ¿Cómo pudo ocurrir que nadie viera al asesino? Además, si los hechos ocurrieron de este modo, no concordaría el relato de Cadosch con el de Elisabeth Long. Aunque parecía ser que algunas fuentes proponían que tal vez Cadosch entró en el patio más tarde, o que Long equivocó la hora. Quizá, sostenían, en realidad, Long vio a Annie y a su asesino antes de entrar en el patio. Una vez allí, Cadosch escuchó el grito de la mujer justo cuando era asesinada. El golpe que oyó contra las vallas sería el producido por el cuerpo de Annie al caer sin vida.

De todos modos, pensó Diego, más allá de las diferencias horarias de quince minutos arriba o abajo, resultaba inexplicable que un asesino actuase a sangre fría cuando ya había amanecido en un patio repleto de vecinos que se iban levantando en un día de mercado, como era el sábado.

De pronto, Diego tuvo una idea. Era la segunda de interés que se le había ocurrido aquella mañana. Anotó la ocurrencia en su cuaderno, junto al dato que le había proporcionado Murillo a propósito de la desaparición de una prostituta tres días antes.

Durante unos segundos, contuvo la respiración. Finalmente, exhaló el aire y se dejó envolver por aquella historia lejana que ahora parecía ser la suya propia.

Davis, recordó el inspector Bedia, encontró el cuerpo de Annie Chapman a las cinco cincuenta y cinco. De modo que se habría despertado al menos diez minutos antes. De ser así, el asesino procedió a realizar su macabro trabajo en unos diez minutos a plena luz del día y logró salir del patio, absolutamente ensangrentado, sin llamar la atención de nadie. Y había llevado a cabo un trabajo de disección minucioso.

Todo aquello no tenía ningún sentido, lo mismo que lo sucedido aquella mañana en el patio trasero de la calle Marqueses de Valdecilla. La policía había interrogado a todos los vecinos y nadie había escuchado nada especialmente llamativo. ¿Cómo era posible?

Media hora después de que Davis encontrara el cuerpo de Annie, llegó al 29 de Hanbury Street George Bagster Phillips, médico forense. Tras su primer examen declaró que la mujer llevaba muerta dos horas, lo que suponía que había sido asesinada alrededor de las cuatro y media. Aquel dato, pensó Diego, echaba por tierra todas las declaraciones de los testigos. Era imposible que el crimen se hubiera cometido a esa hora, porque entonces los ruidos que escuchó Cadosch no habrían tenido nada que ver con el crimen. Y hubiera sido imposible que Elisabeth Long viera a Annie a las cinco y media, como declaró. La única explicación sería que Cadosch y Long mentían o habían equivocado las horas, pero Long había sido muy precisa al decir que había escuchado el reloj de la Black Eagle Brewery, en Brick Lane.

Diego comprendió el desconcierto de sus colegas ingleses. A la luz de la declaración del forense, todas las sospechas recayeron sobre Richardson, puesto que había estado en el patio a las cinco menos cuarto. Parecía imposible que no hubiera visto el cuerpo, dado que estaba tirado en el suelo a medio metro de donde él se sentó para arreglar su bota. La policía, por indicación del inspector Abberline, interrogó severamente al testigo, pero no encontró contradicción alguna con sus declaraciones anteriores.

En el informe se recogían las opiniones de algunos investigadores que se preguntaban si tal vez, como la puerta de acceso al patio se abría hacia el exterior y a la izquierda de Richardson, la propia puerta le impidió ver el cuerpo de la mujer en la oscuridad. Pero a Diego le pareció bastante inverosímil esa teoría. La otra opción era que el forense Bagster hubiera equivocado su diagnóstico. ¿Pudo haberse enfriado el cuerpo lo suficiente como para que Bagster se equivocara teniendo en cuenta que la temperatura mínima de aquel día fue de 8,6° C y la máxima que se alcanzó fue de 15,5° C?, se preguntaban los miembros del círculo en el informe. A Diego también eso le parecía difícil de admitir.

Sus dedos recorrieron las líneas del dossier buscando un dato. ¿Cuáles eran las posesiones que se encontraron junto al cadáver de Annie Chapman? Sin poder evitarlo, sus dedos temblaban temiendo hallar la respuesta. Y, finalmente, la encontró.

Annie llevaba encima todas sus posesiones, como solían hacer las prostitutas de la época. A saber: una falda negra, un chaquetón o abrigo negro, dos enaguas, un delantal, medias de lana, botas, una bufanda negra y debajo un pañuelo, una especie de faltriquera bajo la falda atada a la cintura con una cuerda, calcetines a rayas rojas y blancas, y tres anillos de bronce que habían desaparecido. Y, a sus pies, alguien había colocado un peine pequeño, un trozo de muselina y un sobre con dos píldoras.

Diego supo de inmediato qué estaba escrito en aquel sobre: «Sussex Regiment», en tinta azul, y en rojo: «London Aug. 23, 1888». Por la parte de atrás, una letra «M», y debajo un «2» y las letras «Sp». Como si fuera una dirección postal de Spitalfields.

Diego Bedia miró su reloj. Eran las ocho de la mañana. Pensó en llamar a Marja, pero temió despertar a Ainoa. Después estuvo valorando otra idea y luego marcó un número de teléfono.

—Sergio —dijo—, soy Diego Bedia. Creo que debemos hablar.

—¿Qué sucede? —preguntó un somnoliento Sergio.

—Otro crimen —respondió Diego—. Igual que en Hanbury Street.

9

Sábado, 12 de septiembre de 2009

F
ue una mañana de sábado repleta de sorpresas y sobresaltos.

A Diego Bedia lo había sacado de la cama una llamada de la comisaría anunciándole la aparición del cadáver de una mujer en un patio trasero de la calle Marqueses de Valdecilla y Pelayo. Lo despertaron alrededor de las seis y media de la madrugada, pero la noticia lo espabiló de inmediato.

Sergio Olmos tuvo dos sorpresas. Para empezar, despertó en compañía de Cristina Pardo. La segunda cena consecutiva había acabado como ninguno de los dos sospechó cuando eligieron el menú. Sergio estaba despierto mirando al techo de la habitación intentando escudriñar en él qué debía hacer con su vida ahora que se había cruzado en ella con la chica rubia que dormía a su lado. Fue entonces cuando sonó su teléfono móvil y el inspector Bedia le dio la primera de las sorpresas desagradables del día.

—¿Qué sucede? —preguntó un somnoliento Sergio.

—Otro crimen —respondió Diego—. Igual que en Hanbury Street.

El inspector le dijo que pasaría por el hotel de Sergio en media hora. ¿Podían tomar un café?, le había preguntado. Sergio dijo que sí.

Cuando se disponía a salir de su despacho, Diego se encontró con Murillo y con Meruelo. Los dos policías mostraban un aspecto sombrío.

—¿Qué sucede?

—El juez Alonso está reunido con el comisario —dijo Murillo—. No me gusta nada.

—¿Y Herrera? —quiso saber Diego.

—Está con ellos.

Aquello no tenía buena pinta, pensó Diego. Luego miró a Meruelo, cuyo semblante, habitualmente inexpresivo, parecía el de alguien que hubiera perdido a un familiar.

—¿Y a ti qué te pasa?

—Nada, cosas mías —gruñó el policía.

Diego y Murillo se miraron. Murillo se encogió de hombros.

—Voy a salir —anunció Diego.

—¿Y si preguntan por ti?

—No me habéis visto —dijo. Luego sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo dio a Meruelo—. Déjalo sobre mi mesa. Me lo acabo de olvidar.

Después salió a toda prisa de la comisaría. Imaginaba lo que se estaba cociendo en aquella reunión, y no tenía ganas de saber el resultado. Al menos, no de momento.

Cristina se despertó al escuchar a Sergio hablando por teléfono.

—¿Quién era?

—El inspector Bedia. Han encontrado a otra mujer muerta.

De un modo instintivo, Sergio abrazó a Cristina. Ella puso su boca cerca de sus labios. Se miraron a los ojos y se besaron apasionadamente.

—Será mejor que nos vistamos —dijo—. El inspector estará aquí en media hora. Quiere hablar conmigo.

Después de una ducha rápida, los dos bajaron a la cafetería del hotel. Y allí aguardaba a Sergio la segunda desagradable sorpresa de aquel día que parecía iba a resultar inolvidable. Al fondo de la cafetería, sentados alrededor de una mesa con un impecable mantel blanco, Enrique Sigler y Clara Estévez tomaban el primer café de la mañana.

Las miradas de los cuatro se cruzaron. Cristina no pudo evitar enrojecer, como siempre le sucedía en los momentos más inoportunos. Pensó que Clara no tendría dificultad alguna en sumar dos y dos al ver que estaba en compañía de Sergio a una hora tan temprana y en su hotel.

Sigler apenas levantó la cabeza del periódico que estaba leyendo. Los ojos de Clara sonrieron. Llevaba un vestido que Sergio no conocía. Era negro, precioso. El azul de la mirada de Clara lo desconcertó una vez más.

—Al final, estáis todos aquí —dijo Cristina mientras se sentaban a la mesa—. Quiero decir, los del Círculo Sherlock.

—Falta Víctor Trejo —contestó Sergio, que se había sentado de espaldas a Clara de un modo deliberado—. Pero sí, estamos casi todos. Y eso es lo raro.

—¿Qué quieres decir?

—Piénsalo con calma —dijo, bajando la voz y echándose adelante sobre la mesa. Cogió las manos de Cristina entre las suyas—, el que está matando a esas mujeres conoce las historias de Holmes que a nosotros nos apasionaban. Está retándome, como si él fuera Jack el Destripador y yo Sherlock. Es alguien que me conoce muy bien.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Diego Bedia. Ninguno de los dos había visto llegar al inspector. Diego detuvo su mirada en las manos entrelazadas de Cristina y Sergio, y sintió una punzada de celos. Sin embargo, de inmediato se cruzó en su memoria la imagen de Marja durante la noche, su cabello pelirrojo sobre la almohada, sus manos acariciando su espalda…

—¿Puedo sentarme? —preguntó el policía.

Sergio colocó una silla junto a la suya.

—¡Vaya! —exclamó Diego—. ¡Medio Círculo Sherlock en el mismo hotel! —dijo mientras saludaba con la cabeza a Clara Estévez y a Sigler—. Espero que todos tengáis una buena coartada para explicar dónde estuvisteis esta noche.

—Mira, si estás insinuando que tengo algo que ver con ese crimen del que me hablaste antes, pierdes el tiempo —dijo Sergio, sin disimular su enfado—. Y, como supongo que ya habrás hecho tus propias deducciones, te diré que Cristina y yo cenamos juntos y hemos pasado la noche más juntos aún que cuando cenamos.

Cristina enrojeció, pero corroboró lo que Sergio acababa de decir volviendo a coger la mano del escritor entre las suyas y asintiendo con la cabeza.

Diego dibujó una sonrisa forzada.

—No sospecho de ti —confesó—, pero estoy de acuerdo contigo en que quien está detrás de todo esto es alguien que te conoce muy bien.

—¿Alguien del círculo?

—Alguien que conoce bien las aventuras de Holmes y los crímenes de Jack —respondió el inspector—. Pero eso no basta. Hay algo personal que le ha llevado a tomarse todas esas molestias: las notas escritas en tu ordenador, burlándose de ti incluso en tu propio retiro, asesinando a esas mujeres en tu ciudad natal… Está claro que no pretende presentarte como un sospechoso. Da por hecho que nadie puede sospechar de ti. Lo que quiere es burlarse de Sergio y de Sherlock Holmes.

—¿Quién puede odiarte tanto? —preguntó Cristina.

Sergio y Diego miraron instintivamente hacia la mesa de Clara.

—Sigler no creo que te tenga mucho aprecio —dijo Diego mientras hacía un gesto al camarero y pedía un café con leche—. Me has dicho que es bastante celoso y que, cuando Clara mantuvo una relación con Víctor Trejo, se sintió despechado. Luego está la propia Clara —añadió, mirando a la bella escritora—. Tú vas por ahí diciendo que te ha robado una novela con la que ha ganado un premio suculento, y aparte es la única que, según tú, conoce la clave de acceso a tu ordenador.

—Oye, te agradecería que no dijeras eso de que voy por ahí acusando a Clara como si yo fuera un imbécil o un mentiroso.

Diego alzó la mano pidiendo disculpas.

—Después están los otros, a los que ridiculizaste en aquellos años del círculo con prepotencia gracias a tu memoria.

—¿Morante y Bullón?

Diego asintió.

—A Morante, además, le viene muy bien este barullo en el barrio —prosiguió Diego—. Los crímenes están alterando la vida allí, y la gente está cada vez más en contra de los inmigrantes, un sector al que Morante no muestra ninguna simpatía en sus mítines. Por otro lado, es un tipo calculador, frío, y especializado en los adversarios de Holmes.

—¿Y Bullón?

—Bullón es un oportunista. Toda esta historia le está haciendo ganar un buen dinero, de modo que le interesa que haya más crímenes. Se apresuró a montar toda esa intriga sobre Jack, y hoy resulta que me lo he encontrado en la escena del crimen. Estaba allí cuando yo llegué.

—¿Cómo se enteró?

—No lo sé —confesó Diego—. Lo malo es que sí he comprobado que cuando se produjo el primer asesinato estaba en Barcelona. No pudo ser el que cometiera aquel crimen. —El policía hizo hincapié al decir
aquel
.

—¿Quieres decir…?

—Que, como ya te he dicho, necesita más asesinatos para vender sus artículos. Y, además, su teoría del
copycat
se había debilitado mucho cuando pasó el día 8 de septiembre y no se produjo ningún crimen. Ahora, en cambio, el asesino se ha esmerado hasta límites increíbles para emular a Jack.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Cristina.

—Ahora os lo cuento. —Diego dio un sorbo al café—. Aún nos quedan Guazo y tu hermano.

La afirmación cogió a Sergio totalmente desprevenido.

—¡Imposible! —exclamó.

—Para serte sincero, eso mismo pienso yo —reconoció Diego—. Pero he hecho que los sigan a todos de un modo discreto.

—¿Has hecho qué?

—Todos estáis bajo vigilancia, aunque veo que no me he enterado de todo lo que ocurría. —Sonrió al ver las manos de la pareja aún entrelazadas.

Instintivamente, Cristina soltó la mano de Sergio.

—Tu hermano y Guazo estuvieron ayer en la Cofradía de la Historia hasta las diez de la noche. Marcos acompañó a Guazo a su casa, y luego fue dando un paseo hasta la suya. Después, ya no volvió a salir.

—Marcos y Guazo son los únicos que me han ayudado en todo este lío. —Sergio miraba al policía desconcertado.

—Mi deber es sospechar de todo el mundo —replicó Diego Bedia—. Me dijeron que Morante estuvo en la sede de su partido hasta las nueve de la noche. Después fue a la reunión de la Cofradía de la Historia. De allí salió poco después que tu hermano y que Guazo. Bullón estuvo en un club de putas y luego se fue al hotel donde se hospeda. Y esos dos —dijo, mirando a Clara y a Sigler— cenaron juntos en el mismo restaurante que vosotros. Abandonaron el local más tarde y vinieron directamente al hotel. Pensaban marcharse mañana. —Diego hizo una pausa—. Y solo nos queda Víctor Trejo.

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