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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (21 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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—¿No piensas en qué pasará cuando lleguemos? ¿No temes que quizá no sea tan bonito como pensamos?

—No —replicó con rapidez—. No lo temo. No debes hacer eso. Yo tampoco. Es demasiado, es vivir demasiadas vidas. Delante de nosotros hay mil vidas distintas que podríamos vivir, pero cuando llegue, solo será una. Si voy adelante en todas ellas, es excesivo. Tú vives por delante porque eres muy joven, pero yo vivo en el momento. Lo más lejos que llego es a calcular lo que tardarán en pedir más huesos de cerdo —su rostro se tensó—. Es lo más que puedo hacer. No llego a más. Todos los demás se disgustarían si hiciera más. Todos confían en que yo piense en esas cosas.

La abuela bostezó con estridencia y abrió los ojos. Miró a su alrededor desesperada.

—Tengo que salir, por Dios —dijo.

—En la primera mata de arbustos —dijo Al—. Hay una allí delante.

—Con arbusto o sin arbusto tengo que bajar, te lo estoy diciendo —y comenzó a gimotear—. Tengo que salir, tengo que salir.

Al aceleró y, al llegar a la mata, frenó bruscamente. Madre abrió la puerta de un empujón y medio arrastró a la anciana al borde de la carretera hasta los arbustos. Y la sujetó para que no cayera al agacharse.

En el remolque, los demás se removieron volviendo a la vida. Sus rostros brillaban rojos por el sol del que no podían guarecerse. Tom, Casy, Noah y el tío John se bajaron con aire de cansancio. Ruthie y Winfield se descolgaron por los laterales y desaparecieron tras los arbustos. Connie ayudó con delicadeza a Rose of Sharon a bajar. El abuelo estaba despierto, asomando la cabeza por encima de la lona, pero en sus ojos, llorosos e inexpresivos, se veía que aún estaba drogado. Miró a los demás, pero en su mirada no había ninguna señal de reconocimiento.

—¿Quieres bajar, abuelo? —llamó Tom.

Los viejos ojos se volvieron hacia él con indiferencia.

—No —respondió el abuelo. Por un momento la fiereza volvió a sus ojos—. No iré, lo juro. Me voy a quedar, igual que Muley —y luego volvió a perder el interés. Madre regresó, ayudando a la abuela a subir el terraplén de la carretera.

—Tom —pidió—, saca el plato de huesos, allí detrás, debajo de la lona. Hemos de comer algo —Tom cogió el plato y lo fue pasando, y la familia comió la carne crujiente adherida a los huesos, de pie junto a la carretera.

—Fue una buena idea traer estos huesos —dijo Padre—. Allí arriba se queda uno tan rígido que apenas se puede mover. ¿Dónde está el agua?

—¿No la llevabais detrás? —preguntó Madre—. Yo dejé fuera el jarro de un galón.

Padre se encaramó a las barras y buscó bajo la lona.

—Aquí no está. Lo hemos debido olvidar.

Al instante la sed se apoderó de ellos. Winfield gimió:

—Quiero beber. Quiero beber —los hombres se humedecieron los labios, súbitamente conscientes de que tenían sed. Y todos sintieron algo de pánico.

Al sintió crecer el miedo.

—Conseguiremos agua en la primera estación de servicio que encontremos. También necesitamos gasolina —los que viajaban detrás treparon por los laterales; Madre ayudó a la abuela a subir a la cabina y después subió ella. Al puso en marcha el motor y siguieron viaje. De Castle a Paden veinticinco millas, el sol pasó el cénit y empezó a bajar. Y la tapa del radiador empezó a saltar de arriba a abajo y el vapor comenzó a surgir silbando. Cerca de Paden había una choza junto a la carretera y dos surtidores de gasolina delante de ella; al lado de la cerca un grifo de agua y una manguera. Al se dirigió hacia la manguera y aparcó con el morro pegado a ella. Mientras aparcaban, un hombre corpulento, con la cara y los brazos rojos, se levantó de una silla colocada detrás de los surtidores y se acercó a ellos. Llevaba un pantalón de pana de color marrón, tirantes y una camisa polo; y se cubría la cabeza con una especie de casco de cartón, pintado de color plata, para protegerse del sol. Tenía gotas de sudor en la nariz y debajo de los ojos, que se convertían en arroyuelos en las arrugas del cuello. Se dirigió con calma hacia el camión, con aspecto truculento y severo.

—Oigan, ¿piensan comprar algo? ¿Gasolina o alguna otra cosa? —preguntó.

Al ya se había bajado y estaba desenroscando la humeante tapa del radiador con las puntas de los dedos, retirando la mano con rapidez, intentando evitar el chorro que saldría despedido cuando la tapa quedara suelta.

—Necesitamos gasolina.

—¿Tienen dinero?

—Pues claro. ¿Se cree que mendigamos?

El rostro del gordo perdió la truculencia.

—Bien, en ese caso no hay problema. Cojan el agua que necesiten —y se apresuró a darles una explicación—. La carretera rebosa gente, y algunos paran, usan agua, ensucian los servicios y luego, encima, roban alguna cosa y no compran nada. No tienen ningún dinero para comprar. Vienen suplicando que les regale un galón de gasolina para poder seguir adelante.

Tom saltó al suelo enfadado y fue hacia el gordo.

—Nosotros pagamos lo que compramos —le dijo fieramente—. No tiene ningún derecho a inspeccionarnos de esa forma. No le hemos pedido nada.

—No les estaba inspeccionando —replicó el gordo muy deprisa. El sudor empezó a empapar su camisa polo de manga corta—. Cojan el agua y vayan a usar los servicios si quieren.

Winfield había agarrado la manguera. Bebió del extremo y luego dirigió el chorro por la cabeza y la cara y emergió chorreando.

—No está fría —dijo.

—No sé a dónde va a llegar este país —continuó el gordo. Su queja tenía ahora otro objeto y ya no hablaba a los Joad, ni de ellos—. Cada día pasan cincuenta y seis coches de gente que va al oeste, con niños y utensilios de la casa. ¿A dónde van? ¿A qué van?

—Hacen lo mismo que nosotros —respondió Tom—. Buscan algún sitio donde vivir. Para ir tirando. No es más que eso.

—Bueno, no sé a dónde va a llegar este país. Es que no lo sé. Aquí estoy yo, también trato de ir tirando, y ¿qué creen, que los cochazos nuevos paran aquí? ¡Ni hablar! Van a las estaciones de la ciudad, pintadas de amarillo, las de las grandes compañías. No paran en sitios como este. La mayoría de la gente que para aquí no tiene absolutamente nada.

Al le dio otra vuelta a la tapa del radiador y esta saltó por el aire empujada por un chorro de vapor, y un borboteo sordo salió del radiador. Subido en el camión, el desgraciado podenco se llegó tímidamente al borde de la carga y miró al agua, lloriqueando. El tío John subió y lo bajó sujetándolo por la piel de la nuca. Durante un momento el perro vaciló apoyado en sus patas rígidas y luego fue a lamer el barro que se había formado debajo de la tapa. En la carretera los coches zumbaban al pasar, relucientes en el calor, y el cálido viento que producían a su paso se desparramaba en el patio de la estación de servicio. Al llenó el radiador con la manguera.

—No es que intente hacer negocio a costa de los ricos —siguió el gordo—. Sólo intento hacer yo algo de negocio. Fíjense, los que paran aquí mendigan gasolina y quieren hacer trueques. Podría enseñarles las cosas que dejan a cambio de gasolina y aceite, las tengo en la habitación trasera: camas, carricoches de niño, cacerolas, sartenes. Una familia cambió la muñeca de la cría por un galón. ¿Y qué puedo yo hacer con todo eso, abrir una chatarrería? Un tipo quiso hasta darme sus zapatos, a cambio de un galón. Y si fuera de otra forma, apuesto a que les podría sacar… —miró a Madre y se calló.

Jim Casy se había mojado la cabeza, las gotas aún le corrían por la frente despejada, y su musculoso cuello estaba mojado, lo mismo que su camisa. Se acercó a Tom.

—La gente no tiene la culpa —dijo—. ¿Acaso le gustaría a usted tener que vender la cama en la que duerme por un depósito de gasolina?

—Ya sé que no tienen la culpa. Toda la gente con la que he hablado tienen buenas razones para estar en la carretera. Pero, ¿adónde va a llegar el país? Eso es lo que me gustaría saber. ¿A dónde? Uno ya no puede ganarse la vida. La gente ya no se gana la vida trabajando la tierra. Les pregunto, ¿a dónde vamos a llegar? No me lo puedo imaginar. Nadie a quien yo he preguntado se lo imagina. Un tío quiere quedarse sin zapatos por poder avanzar otras cien millas. No lo puedo entender —se quitó el sombrero plateado y se enjugó la frente con la palma de la mano. Tom se quitó la gorra y se enjugó la frente con ella. Fue a la manguera, mojó la gorra, la escurrió y se la volvió a poner. Madre sacó una taza de hojalata por entre los barrotes laterales del camión y llevó agua a la abuela y al abuelo, que se mojó los labios y luego negó con la cabeza indicando que no quería más. Los ojos del anciano miraron a Madre con dolor y perplejidad por un momento, antes de que la consciencia desapareciera una vez más.

Al puso en marcha el motor y se acercó marcha atrás al surtidor de gasolina.

—Llénelo. Le caben unos siete —dijo Al—. Le pondremos seis para asegurarnos de que no se derrama ni una gota.

El gordo metió la manga en el depósito.

—No, señor —dijo—. Sencillamente no sé a dónde va a llegar este país. Ayuda social incluida.

Casy intervino:

—He estado recorriendo la región. Todo el mundo se pregunta eso. ¿A dónde vamos a llegar? A mí me parece que nunca llegamos a ninguna parte. Siempre estamos en camino, siempre yendo. ¿Por qué no piensa la gente en eso? Ahora hay movimiento, gente moviéndose. Sabemos por qué y también cómo. Porque se ven obligados a ello. Ésa es siempre la causa. Porque aspiran a algo mejor de lo que tienen. Y esa es la única forma de conseguirlo. Lo quieren y lo necesitan, así se mueven y se lo cogen. Que le hieran es lo que hace que la gente se enfurezca hasta el punto de luchar. Yo he estado caminando por el campo y he oído a la gente hablar como usted.

El gordo bombeó la gasolina y la aguja del surtidor fue girando al registrar la cantidad.

—Sí, pero a dónde va a llegar todo esto. Eso es lo que quisiera saber.

Tom interrumpió irritado:

—Bueno, pues nunca lo sabrá. Casy intenta explicárselo y usted simplemente vuelve a hacer la misma pregunta. Ya he conocido antes a gente como usted. No es que pregunte nada; usted se limita a cantar una especie de canción: ¿a dónde vamos a llegar? Usted no quiere saberlo. La gente se está movimiendo, yendo a distintos lugares. Hay gente muriendo a su alrededor. Quizá usted muera pronto, pero no sabrá nada. He visto demasiados tipos como usted. No quiere saber nada. Lo único que quiere es cantarse una nana para quedarse dormido: «¿A dónde vamos a parar?» —miró el surtidor de gasolina, oxidado y viejo, y una choza que había detrás, hecha de leña vieja, con los agujeros de los primeros clavos que le pusieron aún visibles a través de la pintura que había sido chillona, pintura amarilla que había tratado de imitar las estaciones de servicio de las grandes compañías, en la ciudad. Pero la pintura no había podido cubrir los agujeros de clavos antiguos ni las viejas grietas de la madera, y la pintura no se podía renovar. La imitación no había conseguido su propósito y el propietario lo sabía. En el interior de la choza, a través de la puerta abierta, Tom vio barriles de aceite, solo dos, y el mostrador de los caramelos, con chucherías rancias y palos de regaliz volviéndose marrones a fuerza de tiempo, y cigarrillos. Vio la silla rota y la mosquitera de metal con un agujero oxidado. Y el patio de chatarra que debería haber tenido gravilla, y detrás, el campo de maíz secándose y muriendo al sol. Al lado de la casa las existencias, pocas, de neumáticos usados y recauchutados. Y vio por vez primera los pantalones baratos, lavados muchas veces, del gordo y su polo barato y su sombrero de cartón. Dijo.

—No pretendía hablar tan bruscamente. Es culpa de este calor. Usted no tiene nada. Dentro de poco usted mismo estará en la carretera. Y no son los tractores los que le van a poner allí. Son esas estaciones amarillas de la ciudad, tan bonitas. La gente se está moviendo —dijo avergonzado—. Usted también tendrá que ponerse en marcha.

La mano del gordo disminuyó el bombeo de gasolina y se detuvo mientras Tom hablaba. Le miró con preocupación.

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó desamparado—. ¿Cómo ha sabido que ya hemos estado hablando de liar el petate y marcharnos al oeste?

—Somos todos —le respondió Casy—. Yo, por ejemplo, que solía luchar con todas mis fuerzas contra el diablo porque pensaba que él era el enemigo. Pero algo peor que el diablo se ha apoderado del país y no lo va a soltar hasta que lo arranquen a hachazos. ¿Ha visto alguna vez agarrarse a una de esas salamandras venenosas? Se agarra, y aunque se la corte en dos, la cabeza sigue enganchada. Se le corta el cuello y la cabeza no suelta lo que tenga apresado. Hay que coger un destornillador y abrirle la cabeza haciendo palanca para conseguir que suelte. Y mientras está enganchada, el veneno se introduce gota a gota, sin pausa, por el agujero que ha abierto con los dientes —calló y miró de lado a Tom.

El gordo miraba al frente desesperanzado. Sus manos comenzaron a girar la manivela lentamente.

—No sé a dónde vamos a llegar —dijo quedamente.

Junto a la manguera del agua, Connie y Rose of Sharon hablaban juntos, como en secreto. Connie enjuagó la taza de hojalata y probó el agua con el dedo antes de llenarla de nuevo. Rose of Sharon miraba pasar los coches por la carretera. Connie le alargó la taza.

—Esta agua no está fría, pero moja —dijo.

Ella le miró y dibujó una de sus sonrisas secretas. Era toda secretos ahora que estaba embarazada, secretos y cortos silencios que parecían tener significados. Estaba satisfecha consigo misma y se quejaba de cosas en realidad sin importancia. Y exigía de Connie unos servicios muy tontos, y ambos sabían que eran tontos. Connie también estaba contento con ella y lleno de asombro de que estuviera embarazada. Le gustaba pensar que él formaba parte de los secretos que ella tenía. Cuando ella sonreía con aquella expresión enigmática, él sonreía del mismo modo y los dos intercambiaban confidencias en murmullos. El mundo se había cerrado en torno a ellos, que estaban en el centro, o más bien Rose of Sharon era el centro mientras Connie describía una pequeña órbita a su alrededor. Todo lo que decían tenía algo de secreto.

Ella retiró los ojos de la carretera.

—No tengo demasiada sed —dijo delicadamente—. Pero quizás debiera beber —y él asintió, porque sabía bien lo que ella había querido decir. Rose of Sharon cogió la taza, se enjuagó la boca, escupió y luego bebió la taza entera de agua tibia.

—¿Quieres otra? —ofreció él.

—Sólo media —así que él llenó la taza por la mitad y se la dio. Un Lincoln Zephyr, plateado y bajo, pasó a toda velocidad. Ella se volvió a ver dónde estaban los demás y los vio reunidos junto al camión. Tranquilizada, preguntó:

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