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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (19 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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Se aproximó con timidez.

—Buenos días —saludó.

—Pero si es Muley —Padre saludó moviendo el hueso de jamón que sostenía—. Entra y come un poco, Muley.

—No, no —protestó Muley—. No tengo demasiada hambre.

—Vamos, Muley, coge algo. Aquí tienes —Padre entró en la casa y salió con un puñado de costillas.

—No he venido a comerme vuestra comida —dijo—. Andaba por ahí y pensé que os marchabais y que podía venir a despediros.

—Nos vamos dentro de un rato —dijo Padre—. Si llegas a venir una hora más tarde, ya no nos encuentras. Ya está todo el equipaje listo… ¿ves?

—Todo empaquetado —Muley miró el camión cargado—. A veces me dan ganas de partir y buscar a mi familia.

Madre preguntó:

—¿Tienes alguna noticia suya desde California?

—No —respondió Muley—. No he oído nada. Pero tampoco he ido a mirar a la oficina de correos. Debería acercarme por allí en algún momento.

Padre dijo:

—Al, ve a despertar a los abuelos. Diles que vengan a comer. No tardaremos mucho en irnos.

Y mientras Al se alejaba con tranquilidad hacia el granero:

—Muley, ¿quieres apretarte un poco y venir con nosotros? Si quieres te hacemos sitio.

Muley arrancó un pedazo de carne del borde de una costilla y lo masticó.

—A veces pienso que sí. Pero sé que no voy a ir —contestó—. Sé perfectamente que en el último minuto echaría a correr y me escondería como un maldito fantasma de cementerio.

Noah dijo:

—Algún día te vas a morir por ahí, en campo abierto, Muley.

—Lo sé. He pensado en ello. A veces me da una enorme sensación de soledad, otras no me parece tan malo y otras incluso creo que es bonito. La verdad es que me da lo mismo. Pero si os encontráis con mi familia —es lo que vine a deciros en realidad— si os tropezáis con ellos en California, decidles que me reuniré con ellos tan pronto como consiga el dinero.

—¿Lo harás? —preguntó Madre.

—No —respondió Muley, quedamente—. No lo haré. No soy capaz de marchar. He de quedarme. Hace algún tiempo habría podido irme, pero ahora ya no. Uno se pone a pensar y se da cuenta de las cosas. Yo no me iré nunca.

La luz de la aurora ya era un poco más brillante y hacía palidecer la luz de los faroles. Al regresó con el abuelo luchando y cojeando a su lado.

—No dormía —dijo Al—. Estaba sentado en la parte trasera del granero. Le pasa algo.

Los ojos del abuelo habían perdido viveza y en ellos no quedaba ni rastro de la antigua malicia.

—No me pasa nada —dijo—, lo único es que yo no me marcho.

—¿Cómo que no? —exigió Padre—. ¿Qué quieres decir con eso de que no te marchas? Pero si ya tenemos todo preparado. Debemos partir. Aquí no tenemos dónde estar.

—No digo que os quedéis —explicó el abuelo—. Vosotros debéis iros. Pero yo me quedo. He estado pensando casi toda la noche. Esta es mi región y yo debo estar aquí. Me importa un comino que allá haya uvas y naranjas para dar y vender. Yo no voy. Esta tierra no vale nada, pero es la mía. No, vosotros marchad. Yo me quedo aquí en mi sitio.

Se agruparon a su alrededor. Padre dijo:

—No es posible, abuelo. Dentro de nada los tractores pasarán por estas tierras. ¿Quién va a cocinar para ti? ¿Cómo vivirás? No te puedes quedar. Te morirás de hambre si no tienes a alguien que te cuide.

El abuelo exclamó:

—Maldita sea, soy viejo pero aún puedo cuidar de mí mismo. ¿Cómo se las arregla Muley? Yo lo puedo hacer tan bien como él. Te digo que no voy, ya te puedes ir haciendo a la idea. Llévate a la abuela si quieres, pero yo no voy, y punto.

Padre intentó en vano convencerle:

—Abuelo, escúchame un momento. Nada más que un minuto.

—No voy a escuchar. Ya te he dicho lo que pienso hacer.

Tom tocó a su padre en el hombro.

—Padre, ven a casa. Quiero decirte una cosa —conforme se acercaban a casa, llamó:

—Madre, ven un momento, ¿quieres?

En la cocina ardía un farol y aún quedaba un montón grande de huesos de cerdo en el plato. Tom dijo:

—Mirad, el abuelo tiene derecho a decir que no viene, pero no le podemos dejar quedarse. Estamos de acuerdo, ¿no?

—Claro que no puede quedarse —dijo Padre.

—Bueno, mira. Si tenemos que cogerlo y atarlo, podríamos hacerle daño y se pondrá además tan furioso que se hará daño él mismo. No podemos discutir con él; pero si conseguimos que se emborrache, no habrá problema. ¿Tenemos whisky?

—No —contestó Padre—. No hay ni una gota de whisky en casa. Y John tampoco tiene. Nunca tiene cuando no está bebiendo.

—Tom, tengo media botella de jarabe que compré para Winfield cuando le dio dolor de oído —dijo Madre—. ¿Crees que puede servir? A Winfíeld le dormía cuando tenía mucho dolor.

—Podría ser —dijo Tom—. Sácalo. Podemos intentarlo, de cualquier forma.

—Lo tiré en el montón de basura —recordó Madre. Cogió el farol y salió y enseguida volvió a entrar con una botella medio llena de medicina negra.

Tom la cogió y la probó.

—No sabe mal —dijo—. Haz una taza de café negro, muy cargado. Vamos a ver… dice una cucharita. Mejor será poner una buena cantidad, dos cucharadas soperas.

Madre abrió el fogón y puso agua a calentar, al lado de las brasas, y midió el café.

—Se lo tendré que dar en una lata —dijo—. Todas las tazas están ya guardadas.

Tom y su padre salieron.

—Uno tiene derecho a decir lo que quiere hacer. ¿Quién está comiendo costillas? —dijo el abuelo.

—Ya hemos comido —dijo Tom—. Madre te está preparando una taza de café y algo de carne.

Entró en la casa, se bebió el café y comió la carne. El grupo le observó silenciosamente a través de la puerta, a la luz del alba. Vieron cómo bostezaba y se tambaleaba y luego ponía los brazos en la mesa, descansaba la cabeza en los brazos y se dormía.

—En cualquier caso estaba cansado —dijo Tom—. Dejémosle que duerma.

Ahora ya estaban preparados. La abuela, aturdida y confusa, preguntó:

—¿Qué es esto? ¿Qué hacéis, tan temprano? —pero estaba vestida y dispuesta a colaborar. Y Ruthie y Winfield estaban despiertos, pero callados con la tensión del cansancio y aún como si estuvieran soñando. La luz tamizaba los campos. El movimiento de la familia se detuvo. Se mostraban reacios a dar el primer paso para ponerse en marcha. Estaban asustados, ahora que había llegado el momento… de la misma forma que estaba asustado el abuelo. Vieron cómo el cobertizo se perfilaba contra la luz y los faroles palidecían hasta dejar de proyectar los círculos de luz amarillenta. Las estrellas iban desapareciendo, poco a poco, hacia el oeste. Y todavía se quedaron parados, como sonámbulos, los ojos enfocados para abarcar una vista panorámica, sin fijarse en los detalles, contemplando la aurora, el conjunto de los campos, la disposición de todo el entorno de una vez.

Sólo Muley Graves rondaba inquieto, mirando en el interior del camión a través de los listones, aporreando las ruedas de repuesto que colgaban de la parte trasera del camión. Por fin se acercó a Tom.

—¿Vas a cruzar la frontera del estado? —preguntó—. ¿Vas a violar la libertad bajo palabra?

Y Tom se estremeció para librarse del entumecimiento.

—¡Dios!, el sol está a punto de salir —dijo en voz alta—. Tenemos que ponernos en movimiento —los demás salieron de su letargo y fueron hacia el camión.

—Venga —animó Tom—. Vamos a subir al abuelo.

Padre, el tío John, Tom y Al entraron en la cocina, donde dormía el abuelo con la frente apoyada en los brazos; en la mesa quedó una línea de café a medio secar. Le cogieron por debajo de los codos y le pusieron en pie, él gruñó y juró con la lengua espesa, igual que un borracho. Le fueron empujando y al llegar al camión, Tom y Al subieron e, inclinándose, lo levantaron con suavidad cogiéndolo por los sobacos y lo tumbaron encima de la carga. Al desató la lona, lo movieron hasta que estuvo debajo y pusieron una caja bajo la lona a su lado para que el peso de la lona no se apoyara en él.

—Tengo que preparar eso de la viga —dijo Al—. Lo haré esta noche cuando paremos —el abuelo gruñó y se removió débilmente a punto de despertar y cuando finalmente se tranquilizó volvió a hundirse en un sueño profundo.

Padre dijo:

—Madre, tú y la abuela sentaos delante con Al un rato. Iremos turnándonos para que no sea tan pesado, pero empezad vosotras —ellas se metieron en la cabina, y los demás se apelotonaron encima de la carga, Connie y Rose of Sharon, Padre y el tío John, Ruthie y Winfield, Tom y el predicador. Noah permaneció en tierra, contemplando la enorme carga que hacían ellos en lo alto del camión.

Al caminó alrededor, examinando las ballestas.

—¡Dios mío! —exclamó—. Esas ballestas están completamente planas. Menos mal que las he bloqueado.

—¿Qué pasa con los perros, Padre? —dijo Noah.

—Me había olvidado —dijo Padre. Soltó un silbido estridente y un perro se acercó corriendo, pero solo uno. Noah lo cogió y lo colocó arriba, donde el perro se sentó rígido y tembloroso, asustado por la altura.

—Tendremos que dejar los otros dos —decidió Padre—. Muley, ¿te ocuparás de ellos? ¿Cuidarás de que no se mueran de hambre?

—Sí —dijo Muley—. Estará bien tener un par de perros. Sí. Me los quedo.

—Quédate también con las gallinas —dijo Padre.

Al se encaramó al asiento del conductor. El motor de arranque zumbó, encendió y volvió a ronronear. Luego flotó el rugido de los seis cilindros y un humo azul por detrás.

—Adiós, Muley —gritó Al.

Y la familia gritó:

—Adiós, Muley.

Al metió la primera y soltó el embrague. El camión se estremeció y avanzó con esfuerzo por el patio. Y metió la segunda. Subieron reptando por la loma y el polvo rojo se levantó a su alrededor.

—¡Dios, vaya carga! —dijo Al—. En este viaje no vamos a marcar un récord de velocidad.

Madre trató de mirar atrás, pero la carga se lo impidió. Enderezó la cabeza y dirigió la vista hacia adelante, a la carretera de tierra. Y un enorme cansancio se reflejó en sus ojos.

Los que iban encima de la carga sí volvieron la vista atrás. Vieron la casa, el granero, y un poco de humo que aún salía por la chimenea. Vieron cómo las ventanas se teñían de rojo con la primera chispa de color del sol. Vieron a Muley, de pie, con aire de desamparo, mirando desde el patio cómo se alejaban. Y entonces la colina les cortó la visión. Los campos de algodón flanqueaban la carretera. Y el camión avanzó lentamente a través del polvo, hacia la carretera y hacia el oeste.

Capítulo XI

L
as casas quedaron vacías en los campos y por ello también la tierra parecía estar vacía. Sólo estaban vivos los cobertizos de hierro galvanizado de los tractores, plateados y brillantes; estaban vivos con metal, gasolina y aceite, los discos refulgentes de los arados. Los faros de los tractores relucían porque para un tractor no existe ni el día ni la noche y los discos remueven la tierra en la oscuridad y centelleaban a la luz del día. Cuando un caballo acaba su trabajo y se retira al granero, queda allí energía y vitalidad, aliento y calor, y los cascos se mueven entre la paja, las mandíbulas se cierran masticando el heno y los oídos y los ojos están vivos. En el granero flota el calor de la vida, la pasión y el aroma de la vida. Pero cuando el motor de un tractor se apaga, se queda tan muerto como el mineral del que está hecho. El calor le abandona igual que el calor de la vida abandona a un cadáver. Luego se cierran las puertas de hierro galvanizado y el conductor se va a casa, a la ciudad, que quizá esté a veinte millas de distancia, y no necesita volver en semanas o meses, porque el tractor está muerto. Y esto resulta fácil y eficaz. Tan fácil que el trabajo pierde interés, tan eficaz que la tierra y trabajar el campo dejan de producir emoción y desaparecen también la comprensión profunda y la relación del hombre con la tierra. Dentro del conductor del tractor crece el desprecio que solo es capaz de sentir un extraño que posee escasa comprensión y al que no une ninguna relación. Porque los nitratos no son la tierra, ni tampoco lo son los fosfatos; y la longitud de la fibra del algodón no es la tierra. El carbono no es un hombre, ni lo son la sal, el agua, el calcio. Él es todo eso, pero también mucho más, mucho más; y la tierra es mucho más que lo que revela su análisis. El hombre, que es más que sus reacciones químicas, caminando sobre la tierra, torciendo la reja del arado para esquivar una piedra, soltando la esteva para dejarse resbalar por una roca que sobresale, arrodillándose en la tierra para almorzar; el hombre que es algo más que los elementos que lo componen conoce la tierra que es más que un análisis de componentes. Pero el hombre de la máquina, conduciendo un tractor muerto por un campo que ni conoce ni ama, solo entiende la química; y siente desprecio por la tierra y por sí mismo. Cuando las puertas de hierro galvanizado se cierran él se va a su casa, y su casa no es el campo.

Las puertas de las casas vacías batían impulsadas por el viento. Bandas de críos iban desde los pueblos a romper las ventanas y a escarbar ente los despojos, buscando tesoros. Aquí hay un cuchillo con la hoja rota por la mitad. Eso está bien. Y… aquí huele a rata muerta. Y mira lo que Whitey escribió en la pared. Lo escribió también en los servicios de la escuela y el maestro le hizo borrarlo.

Cuando la gente se acababa de marchar, y la noche del primer día llegó, los gatos cazadores se acercaron perezosos desde los campos y maullaron en el porche. Y cuando vieron que no salía nadie, se deslizaron entre las puertas abiertas y caminaron maullando por las habitaciones vacías. Y después volvieron a los campos convertidos desde ese momento en gatos silvestres, que cazaban ardillas y ratones de campo y dormían durante el día en las zanjas. Al llegar la noche, los murciélagos, detenidos ante las puertas por miedo a la luz se precipitaron al interior de las casas y navegaron por las habitaciones vacías, y al cabo de un tiempo se quedaron por el día en los rincones oscuros de los cuartos, con las alas plegadas y colgando cabeza abajo de las vigas, y el olor de sus excrementos invadió las casas vacías.

Los ratones se mudaron a las casas y almacenaron semillas en los rincones, en cajas, detrás de los cajones de la cocina. Y las comadrejas entraron a cazar ratones mientras los búhos de plumas marrones volaban chillando, entraban y volvían a salir.

Luego cayó un pequeño chaparrón. Las hierbas brotaron ante la entrada, donde la gente nunca había permitido que crecieran, y subieron también entre las tablas del porche. Las casas estaban vacías, y una casa vacía se desmorona rápidamente. Las grietas aparecieron en los tablones de la cubierta, a partir de clavos roñosos. El polvo se posó en los suelos, una capa homogénea alterada solo por las huellas de ratones, comadrejas y gatos.

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