—¡Ve, usted! —saltó don Hipólito, interrumpiendo con satisfacción las palabras que mantenían a todos en una fascinada atención—. Si ya lo decía yo, estos ácratas se toman la justicia por su mano, como si tuvieran ellos autoridad para detener a la gente.
Doña Matilde le reprendió.
—Le ruego, don Hipólito, que mantenga la boca cerrada, nos sobran sus comentarios. Anda, Avelino, continúa, a ver si podemos enterarnos de lo que ha pasado sin más interrupciones.
El cura echó una rápida ojeada a todos antes de seguir.
—Nos metieron a todos en el calabozo que hay en los bajos del ayuntamiento, y allí estuvimos encerrados tres días, sin comida y con un botijo de agua para todos. No fue una experiencia agradable, tengo que decirlo, pero al menos salimos vivos. Al anochecer del tercer día oímos mucho jaleo, tiros y el estallido de varias bombas. Fue el alcalde el que nos liberó; los milicianos habían salido huyendo incapaces de repeler el avance de los sublevados. Cuando salí de mi encierro me pareció que estaba en otro pueblo; los milicianos, que por lo visto procedían de Toledo, habían entrado en la iglesia; todo estaba patas arriba, las imágenes por el suelo —se persignó rápidamente, con una pulsión emocionada en la voz—, el sagrario abierto y las formas consagradas esparcidas y pisoteadas; robaron lo poco que había de valor e intentaron quemar los bancos de madera, gracias a Dios que no prendió, de lo contrario se hubiera perdido un templo tan hermoso. También provocaron desmanes en el cementerio, profanaron las tumbas de los que consideraban los ricos del pueblo para robarles los dientes de oro o cualquier alhaja que se hubieran llevado a la sepultura. Lo mismo hicieron en las casas de los que estábamos detenidos y en las que estaban vacías. Se pasaron los tres días amedrentando a la gente con sus fusiles, bebiendo y robando todo lo que pudieron.
Don Hipólito resopló sin disimular una irónica complacencia. El anciano le miró lacónico.
—Sí, es cierto que esos milicianos se comportaron como ladrones y que su conducta fue deplorable, pero todos estábamos vivos, nadie sufrió daño alguno. Sin embargo, para los militares que esa misma noche se hicieron con el mando del pueblo, ése fue nuestro delito, permanecer vivos. Algunos vecinos se habían marchado del pueblo siguiendo a los milicianos, atemorizados por los rumores que precedían a los moros y las terribles represiones que se decía infligían los soldados cuando tomaban un pueblo o una ciudad. Los que se quedaron (incluido el alcalde, un buen hombre que tenía una vaquería y que se ganaba la vida con la leche de sus vacas, por muy de izquierdas que fuera) pensaron que no tenían que temer nada, ya que nada malo habían hecho; estábamos convencidos de nuestra inocencia y confiábamos en la noble justicia del Ejército, por muy sublevado que fuera. Pero nos equivocamos todos. Los soldados sacaron a todos los vecinos, hombres, mujeres, niños, y nos reunieron en la plaza. Aquello —tragó saliva, afligido, con la mirada desvaída en el vacío—, aquello fue el principio del horror más grande que hayan visto mis ojos. El alcalde y los dos concejales de izquierdas que se habían quedado fueron fusilados allí mismo, a la vista de todos, sin juicio, sin justicia alguna, delante de sus familias; sus madres, hermanas, sus mujeres y sus hijos, alguno incluso de pecho, fueron encerrados en la escuela; yo no lo vi, pero me dijeron que los mataron después de abusar de las más jóvenes delante de los hijos. A los demás se nos obligó a dar dos nombres de sospechosos. Cuando me llegó el turno me quedé callado —encogió los hombros y enarcó las cejas—, ¿cómo iba a dar dos nombres? Me pedían algo imposible. Traté de explicar que de los daños que se veían en la iglesia y en el cementerio no eran responsables ninguno de los vecinos, pero no me creyeron, dijeron que los estaba encubriendo. No me pegaron un tiro allí mismo porque el que estaba al mando creo que se apiadó de mí, y me dieron la oportunidad de que me lo pensara hasta el día siguiente. A cambio me pidió diez nombres; diez nombres a cambio de mi vida —expulsó una sonrisa sarcástica de su interior—. A gusto hubiera dado mi vida si con ello los hubiera salvado. Dejaron que me fuera a casa, pero a media noche me avisó el hijo del panadero —clavó sus ojos en don Hipólito—, un rojo ácrata, como usted lo llamaría. Tenía que esconderme porque venían a por mí; se lo había dicho a su padre uno de los guardias civiles del pueblo que se encontraba con los militares. Tuve que salir por la parte de atrás de la casa, ayudado por un muchacho de quince años que se estaba jugando la vida por un viejo como yo; conseguimos llegar a la panadería y me escondieron en el pajar. Allí, cubierto por la paja y sin moverme, permanecí toda la noche y todo el día siguiente. Oí cómo entraron los soldados, oí las amenazas, oí los gritos de Amelita —tragó saliva, lánguido—, cuando se hizo de noche, Benjamín, el panadero, me sacó de su casa y me llevó campo a través hasta Almendralejo; fue agotador porque caminamos toda la noche sin descanso. Allí me dejó con un amigo suyo, rojo también, que sin preguntar en ningún momento ni quién era ni por qué huía me llevó en su carro hasta Mérida. Benjamín se volvió al pueblo porque me confesó que habían detenido a todas las mujeres y niños, para evitar huidas. Le pregunté por Amelita y por su chico, y me confirmó que también se los habían llevado, así que tenía que regresar de inmediato.
Calló un instante y sus ojos se clavaron en don Hipólito que, incómodo, desvió en seguida la mirada.
—¿Se da cuenta? —continuó con vehemencia—, había puesto en peligro no sólo su propia vida sino la de toda su familia por salvarme a mí, a un pobre cura, viejo y cansado.
Un silencio respetuoso se mantuvo alrededor de la mesa.
—Me pidió que rezara por ellos, me pidió que rezara… llevo en esa parroquia más de treinta años y Benjamín no había pisado nunca la iglesia, pero me pidió que rezara por ellos. No sé cuál habrá sido su suerte. Me desprecio a mí mismo por no haberme quedado y en mi conciencia llevo la carga de que lo pensé, pero reconozco que tuve pánico, y con un terrible sentimiento de culpa me subí a ese tren que me alejaba de la muerte consciente de que salvando mi vida condenaba a muchos de mis feligreses.
Un llanto íntimo, callado, rebosante de emoción le enmudeció, moviendo los hombros en una convulsión incontenible. Nadie habló, respetando el momento de compunción. Al cabo de un rato de silencio constreñido, don Avelino suspiró largamente y con los ojos enrojecidos por el llanto y la voz entrecortada, continuó.
—Tuve que esperar casi veinticuatro horas hasta que llegó el tren que me traería a Madrid. Me senté en un vagón frente a Dorita y a Felisa; pude ver el miedo reflejado en sus ojos cuando unos milicianos llegaron pidiendo la documentación a todos los pasajeros. Cuando se dirigieron a ellas, antes de que pudieran hablar, les dije que eran mi hermana y mi sobrina, y que no tenían cédulas de identificación porque habíamos tenido que salir corriendo de nuestra casa huyendo de los moros. Yo tenía un carnet falso del sindicato de panaderos de Sevilla que me había dado Benjamín, y con eso se quedaron convencidos. Hemos tenido que pasar varios controles, el último aquí en Madrid, en la estación; estoy seguro de que una de las milicianas no se ha creído nada de lo que le he dicho, pero nos han dejado ir.
Arqueó las cejas esbozando una leve sonrisa, como si se hubiera liberado de una pesada carga después de hablar.
—Así que ya ve, don Hipólito, las personas no pueden ser agrupadas en rojos o azules, habrá buenos y malos en ambos bandos.
Doña Matilde intervino resuelta, como si hubiera despertado de repente de un letargo.
—Bueno, ya pasó todo. Os quedaréis aquí el tiempo que sea necesario.
—No tenemos dinero —dijo la hermana Felisa—. No tenemos nada.
—No se preocupe, hermana, ya nos arreglaremos. Cándida, prepara la habitación de don Críspulo para mi cuñado, y para ellas la de los estudiantes. No aparecerá ninguno hasta mediados de septiembre, por lo menos.
Cuando la criada salió, don Hipólito se levantó con gesto enfadado.
—Tener un cura y dos monjas escondidos nos pone en peligro a todos, doña Matilde, y no olvide que usted tiene una obligación hacia nosotros como casera.
—Aquí se van a hospedar mi cuñado, Avelino, su hermana y su sobrina; él es panadero y ha tenido que huir de su pueblo porque fue tomado por los sublevados. Nadie tiene por qué saber que son religiosos.
Don Saturnino habló, comedido.
—Si me permite, doña Matilde, por esta vez, y sin que sirva de precedente, he de dar la razón a don Hipólito. Esconder en la pensión a gente huida puede traernos muchas complicaciones a todos.
—Pues le digo a usted, don Saturnino, lo mismo que a don Hipólito. Esta gente se queda en mi casa. Si alguno no está de acuerdo, o piensa que puede haber un peligro por su presencia, puede marcharse.
Un golpe en la puerta y los timbrazos seguidos y estridentes, estremecieron a todos. Cándida entró corriendo con gesto asustado.
—Son los milicianos. Hay una camioneta de la FAI en la puerta.
—¡Dios Santo!
Todos parecían paralizados, incapaces de reaccionar, mientras continuaban los timbrazos insistentes y el aporreo de la puerta, tan fuerte que parecía que fueran a tirarla abajo. Se escucharon voces procedentes de la escalera.
—¿Qué hago, señora? —preguntó Cándida, asustada.
—Manuela —dijo Maura a su nieta—, llévales a nuestro cuarto y echa la llave.
La niña se levantó sin decir nada y, cogiendo de la mano a don Avelino, guió a los tres visitantes fuera del comedor.
Doña Matilde miró hacia la mesa.
—Julita, haz el favor, lleva los tres cubiertos a la cocina, rápido.
La mujer actuó con la misma celeridad. Colocaron las sillas y, sólo entonces, sobresaltados por los golpes, doña Matilde se dirigió a Cándida.
—Ahora puedes abrir. Y todos a sentarse a la mesa. Yo asumo toda la responsabilidad. Al fin y al cabo, es mi casa.
—¡Qué fácil es decir eso! —exclamó don Hipólito, molesto, sentándose de nuevo ante su plato vacío—. A buena hora mangas verdes. De ésta, acabamos todos en una cuneta con un tiro en la cabeza.
Las miradas de miedo se esquivaron. El ambiente se tensó.
—Intentemos mantener la calma —ordenó doña Matilde, al desaparecer Cándida—. Esto es una pensión, y estamos cenando. ¿De acuerdo?
Se oyeron pasos apresurados aproximarse por el pasillo, y seis milicianos con un pañuelo rojinegro ajustado al cuello, irrumpieron en el comedor, armados con fusiles y pistolas en actitud amenazante.
Doña Matilde se levantó.
—¿Qué quieren?
En ese momento, la niña apareció sorteando a los milicianos que se agolpaban en la entrada al salón, para sentarse con parsimonia al lado de su abuela.
—Documentación.
—Yo no la tengo aquí —dijo don Hipólito, con una postura apocada.
Salió seguido de uno de los milicianos, mientras los demás enseñaban su cédula.
—Estamos buscando a tres personas, un hombre mayor y dos mujeres. Han entrado en este portal.
—Pues aquí no hay nadie más que las personas que ve —aseveró doña Matilde, educada.
—Registrarlo todo —ordenó sin ni siquiera moverse.
Entró don Hipólito y el miliciano que le había acompañado con la cédula en la mano y se la entregó al cabecilla. La miró y la devolvió a su dueño. Mientras, el silencio era arrumbado por los golpes de las puertas de las alcobas, abiertas de par en par. Todos estaban quietos, tensos, bajo la vigilancia del responsable que observaba audaz cualquier gesto revelador.
Doña Matilde miró a Maura, sintiendo un nudo en el estómago, pero la anciana estaba serena, cogida de la mano de su nieta.
—Hay una puerta cerrada —dijo uno de los milicianos, asomándose al comedor.
—Es mi habitación y la de mi nieta —agregó Maura con naturalidad.
—Señora, o nos abre la puerta o la echamos abajo.
—No hace falta ser tan brusco.
Maura se levantó lenta, sin prisa. El corazón de doña Matilde estaba a punto de saltarle del pecho, pero una voz conocida se oyó por el pasillo.
—¿Qué está pasando aquí?
La voz de Arturo fue como un alivio que rompió un poco la tensión del ambiente.
Entró en el comedor y el cabecilla del grupo miliciano se envaró, sorprendido.
—Coño, Arturo, ¿qué haces tú aquí?
—Eso digo yo, Salva, ¿qué pretendes encontrar aquí?
—Nos han dicho que han visto entrar en el portal a tres personas sospechosas, pensaba…
—Salva, ¿no me digas que tú también te has metido en esta mierda?
—Yo sólo cumplo órdenes.
—¿Sabe Draco que estás participando en esto?
El hombre rehusó la mirada y agachó el gesto ocultado su vergüenza.
—Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.
A pesar de que intentó imponer un tono de firmeza, se le notaba avergonzado.
—Pero tú no, Salva, tú no estás hecho para esto. Siempre has sido un buen hombre, no puedes manchar tus manos con sangre de inocentes.
—Si hoy no lo hacemos, mañana vendrán a por nosotros, Arturo, y seremos nosotros los que recibiremos los tiros. ¿Tú sabes las barbaridades que están haciendo esos hijos de puta por donde pasan? Esos cerdos facciosos no dejan títere con cabeza. Son unos salvajes.
—Y, por lo que veo, tú pretendes ponerte a su misma altura.
—Hay que acabar con ellos —sentenció Salva, apretando los puños con fuerza.
—Vivo aquí desde hace años, conozco a todos, y te aseguro que doña Matilde no metería en su casa a nadie sospechoso. Confía en mí.
Los dos hombres se miraron un instante, reticentes, con un punto de desafío. Sin retirar la mirada, habló en voz alta y autoritaria al miliciano que esperaba a que Maura le abriera la cerradura de su cuarto.
—Llama a los hombres, nos vamos de aquí.
—Pero nos falta por revisar una…
Le interrumpió, volviéndose hacia él con brusquedad.
—¿Es que no has oído lo que te he dicho? Nos vamos. Aquí no hay nada que buscar.
Los seis hombres se fueron en silencio, y en silencio se quedaron todos, expectantes, hasta que se oyó el arranque del motor de la camioneta. Don Saturnino y don Hipólito se precipitaron a la ventana del salón que daba a la calle Hortaleza para comprobar que se alejaba el peligro.
—Se han ido —gritó don Saturnino.
Su voz fue como si entrase de nuevo el aire en el comedor y todos pudieran volver a respirar con normalidad.