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Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

Las trece rosas (2 page)

BOOK: Las trece rosas
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Nada más pisar el vestíbulo, Benjamín tuvo la impresión de que entraban en un mundo sepia, lleno de almas muertas color sepia, que se deslizaban bajo una atmósfera sepia, entre cuadros y estatuas sepia, que parecían erguirse como los últimos y callados testigos de un mundo sepia que había huido con la intención de no volver.

Luego vio ascender a Avelina por las escaleras que formaban una elipse. Iba como una Pavlova agilísima, segando las vetas de luz y polvo que formaban las claraboyas, y al seguirla tuvo la impresión de que se dirigían al centro de un deseo más que al centro de la casa.

Más tarde la vio atravesar los claroscuros del pasillo, que iban formando ante sus ojos una sucesión de secuencias en las que su espalda, sus glúteos y sus piernas, realzadas por el vestido, de caída líquida y lisonjera, cobraban un protagonismo que nunca habían tenido hasta entonces.

Las luces y las sombras creaban en los dos intrusos la sensación de que iban pasando por las diferentes casillas de un tenebroso y luminoso juego de la oca, y empezaron a entregarse a las risas histéricas mientras cruzaban un nuevo pasillo, que parecía no acabar nunca y en el que se sucedían las puertas cerradas. Había cuadros con barcos y cocoteros y damas con abanico, robustos negros de ébano, lámparas fastuosas, camas faraónicas… No se sentían solos, los objetos de la casa los acompañaban y daba la impresión de que agradecían la presencia y las caricias de los visitantes, que les devolvían la ilusión de la vida. Como también parecían agradecer las carcajadas que recorrían como espíritus alegres la casa, diluyendo con su frescura aquellas penumbras casi mineralizadas.

En una salita azul, desde cuya ventana podía verse el jardín de piedras, había un gramófono y discos de Gardel. Avelina puso un disco y estuvieron bailando un rato, muy juntos y muy silenciosos.

Tras el baile, entraron en una alcoba donde reinaba una cama con dosel. Avelina se sentó sobre la cama, dejando, al deslizarse sobre la colcha, que su falda ascendiera hasta las bragas.

Benjamín contempló con placer sus piernas, largas y delicadas, en el esplendor de sus diecinueve años. Se acercó a ella y empezó a besar sus orejas y su cuello.

—Eres una diosa negra y estás más viva que una pantera. ¡Una diosa abisinia! ¡Una pantera negra exhibiendo su piel brillante, que tiene además delante a un poeta dispuesto a retratarla en su mejor momento! ¡Una reina de Saba con un Salomón encantador y enfermizo!

—Me daría igual morir mañana mismo, Mulata, después de lo que estoy sintiendo a tu lado. Dios mío, yo creía que mi alma se había achicado como una avellana y ahora resulta que no le veo el término… Espero no estar volviéndome loco, pero…

—¿Sí?

— …pero me he ensanchado… Es como si entendiera por primera vez la vida desde su fondo… La vida tiene un fondo… Sí, un fondo que discurre por debajo… ¿Ese fondo nos puede abandonar alguna vez, Mulata? ¿Algo o alguien nos puede arrancar de ese fondo?

—Abrázame.

La abrazó. De pronto estaban los dos en un mismo remolino. Ascendían y descendían lentamente, por el hilo mismo de su diferencia, y en ese hilo convergían y se volvían a abrazar.

Llevaban un rato en silencio cuando Benjamín propuso: —Digamos cosas que no nos hayamos dicho nunca.

—De acuerdo. Empieza tú.

—Creo que nunca te he dicho que me gustaría pasar por la vida como un animal invisible.

Avelina le miró asombrada, abriendo sus ojos negros.

—A mí me pasa lo contrario…

—No importa. Los opuestos se juntan… —dijo él.

Avelina se tendió nerviosa sobre la cama y añadió:

—Es una tendencia en mí que no siempre se manifiesta. Aquí, en el pueblo, he sido muy discreta, pero sé que me gusta el protagonismo.

—¿Dónde?

—En la vida… Me gusta entrar en el alma de los demás, me gusta ocupar un espacio en ella…

—Eso ya lo sospechaba.

—Pues ahora tienes la confirmación de tu sospecha.

Regresó el silencio. Avelina lo rompió diciendo:

—Me voy a Madrid.

—¿Por afán de protagonismo?

Negó con la cabeza.

—Por obligación.

—Allí te conocen mejor.

—Lo sé, pero mi padre me ha aconsejado presentarme de inmediato… —dijo ella.

—¿Para entregarte a la policía?

—Sí. Cree que puede hacer algo por mí y que es mejor así…

—Permíteme que lo dude…

—Yo prefiero no dudarlo. Me marcho el lunes…

—No te dejaré…

—Huiré cuando duermas.

—Entonces no me dormiré.

Avelina volvió a estallar en carcajadas. Fascinado y ofendido, Benjamín escuchó sus risas que, multiplicadas por el eco, le creaban el efecto de que todas las estatuas y los bustos de la casa se estaban riendo de él.

En esa situación estaban cuando Avelina miró los ojos de Benjamín con la voluntad de perderse en ellos. Ojos de un gris azulado, brillantes como los de un gato hambriento. Una no sabía lo que tenían los ojos humanos para cautivar tanto en ciertos momentos. Una no sabía qué tenían los ojos del amado. Avelina podía pensar que los ojos del amado tenían, más que fuego, vacío. Un vacío tan elemental y tan definitivo que producía vértigo. Una no sabía lo que tenían los ojos del deseo. Por un lado le parecían ojos que trasmitían un hambre más honda que la memoria que teníamos de nosotros mismos, y por otro lado veía en ellos la gloria, veía en ellos la línea, tejida de sofoco y de suspiros, que la conducía al estremecimiento.

Nada podía emborracharla más, nada podía trasportarla más que los ojos del deseo en él, y sobre todo cuando eran reflejo de su propio deseo y el mundo se cerraba herméticamente en torno a ellos, creándoles la ilusión de la redondez.

Los ojos, sí, pero también las manos de Benjamín discurriendo por sus piernas y su espalda y su cuello, configurándola en sus más temblorosos y precisos contornos, ablandándola, endureciéndola, diluyéndola…

Tendida de espaldas sobre las sábanas, Avelina no pudo evitar pensar en Madrid, en lo que podía estar pasando en Madrid. Dudas, intrigas, venganzas, penas, prisiones, vergüenzas… El final de una pesadilla y el comienzo de otra. Pero Madrid estaba todavía lejos. Lejos sus escombros y lejos sus cenizas.

Volvió al presente, a su presente, a aquel cuarto, a aquella cama, a la mano que la acariciaba, a las sábanas suaves, a los cortinajes que ocultaban la ferocidad del mundo, a sus besos, a su boca, a su posesión y su entrega, a sus pensamientos, a sus recuerdos, a su oscuridad, a esa oscuridad que a veces se apoderaba de su mirada y que llegaba a ella como un miedo que parecía deseo (o como un deseo que parecía miedo).

—Tengo la impresión de que vamos a sufrir, Mulata. Es como para pensar que continúa el fin del mundo —dijo Benjamín.

—Es como para pensarlo pero ya sin ansiedad… Tú no sabes, corazón, cuál va a ser tu suerte. Eso nadie puede saberlo: ni siquiera los suicidas. Y no creo que nuestras vidas estén siendo más desdichadas que las de los que llegaron antes que nosotros… No sabemos lo que nos pasará si nos enfrentan a lo peor, no sabemos lo que haremos y diremos en ese trance, no lo sabemos, Benjamín. Nadie lo sabe y nadie quiere saberlo.

Fue un instante en que el tiempo les pareció a los dos una sustancia aplastante, en la que podía caber la ansiedad, pero en la que casi no cabía el deseo. De esa angustiosa cuerda floja pasaron a danzar en un suelo más firme y menos estrecho, que se prolongaba más allá de ellos como una tierra prometida.

Llevaban una hora compartiendo el mismo techo y ya creían que habían estado siempre allí, bajo aquellas penumbras tan acogedoras. Benjamín miró su cuello, sus ojos: dos lagos negros. Su cuerpo olía a mujer y a verano, sus pechos eran dos manzanas de carne, de un manzano que sólo daba frutas carnales. Acerca otra vez los labios, pensó, acércalos. Los labios. Sí, sabes lo que estoy diciendo. Los ojos hablan más que los labios. Acércalos, Mulata. Tus labios, acércalos sólo un poco. Un gesto, un leve gesto y los devoro. ¿No vas a hacerlo?

Sintió que su rostro le atraía como un imán de fuerza muy superior a la suya y estrelló una vez más sus labios contra los de Avelina.

—Tienes los ojos más oscuros y más profundos que he visto —susurró él.

—Parece que hablases desde otra parte.

—¿Y tú?

—Yo también. No puedo evitar pensar que mañana seremos otros.

—¿Qué quieres decir?

—Que no vamos a poder estar una eternidad aquí, bajo estos techos y estos ángeles y este olor a antes.

Le dio la razón y descendió hasta los labios de abajo y sollozó de dicha mientras estrechaba sus piernas y besaba el triángulo negro: dos alas de golondrina guiando su lengua hasta el rubí palpitante, que se fue haciendo accesible según iba apartando los labios.

Pronto el cuarto se convirtió en la cámara de los sollozos. Las estatuas volvían a temblar. ¿Hacía cuánto que no llegaban sollozos desde el cuarto aquél? Sollozos hondos y vivos, que descendían por las escaleras e iban a morir al vestíbulo. El aire vibraba más que antes y daba la impresión de que los negros del pasillo y las diosas de la escalera iban a echarse a bailar.

Dos días después, Avelina emprendió su viaje a Madrid.

Mientras el autobús se iba acercando a la capital, Avelina se entretuvo recordando aquel sábado de julio de 1936 en que Madrid era una ciudad dedicada a la brisa. A la brisa de los rumores, a la brisa de los automóviles que cruzaban la Gran Vía, a la brisa de los expresos, que dejaban al alejarse una ola de pañuelos, a la brisa que se llevaba las risas de las muchachas en flor, aquel verano tan numerosas.

Y, de pronto, un viento muy frío, que iba envolviendo la ciudad por ráfagas sucesivas, hizo que todos olvidasen la brisa: la brisa de las conversaciones frívolas que hasta hacía un momento mantenían en las terrazas de los cafés, la brisa indefinible de esos sábados que se prometen largos y en los que quisiéramos que el sol se mantuviera la eternidad entera sobre la línea del horizonte.

Avelina recordaba que en tan sólo unas horas la gravedad se había impuesto en toda la ciudad. Fue un cambio tan brusco que parecía imposible explicarlo, en parte porque se trataba de una metamorfosis muy veloz y muy compleja, acelerada por la noticia de que se había producido un levantamiento militar.

Tan sólo cuatro días después, el 20 de julio de 1936, la ciudad había vuelto a cambiar, según recordaba Avelina, y de la agitación había pasado a la inmovilidad general. Las avenidas, los bulevares, los paseos, las calles, las plazas parecían un inmenso escenario cinematográfico del que hubiesen desaparecido todos los actores. También las piscinas estaban vacías, y se mostraban como parajes desolados y sumidos en una aplastante melancolía.

El calor era intolerable y llegaban desde los alrededores de la plaza de España rumores cada vez más preocupantes. Al amanecer del día siguiente se desató sobre la ciudad una verdadera tempestad de acero, y ya no quedó otro remedio que abrir mucho los ojos. La guerra era una realidad plena, y estaba a las puertas de Madrid.

Se había iniciado el suplicio de las agresiones artilleras, que iba a durar hasta el final de la contienda, e iba a empezar el de las aéreas, pero Avelina recordaba que la vida, en lugar de congelarse, había adquirido una aceleración inaudita. Los cines y los teatros estaban siempre a rebosar, así como los cafés, y los extranjeros tardaban algunos días en comprender que aquello no era una alucinación. Alguno de ellos murió antes de despertar del sueño en alguna esquina de la Gran Vía.

Avelina no había olvidado que por aquel entonces se hablaba mucho de la caída de un obús sobre un hotel en el que había un dancing. Contaban que toda la fachada principal se había derrumbado pero que la gente había seguido bailando en la sala, y los transeúntes podían ver desde la calle a las parejas de danzantes y a la orquesta, que tenía un músico negro y que atacaba rabiosamente con todos sus metales.

Casi tres años después de iniciarse la guerra, el batallón de San Quintín entraba en la ciudad con su vanguardia magrebí y el general Francisco Franco daba por concluido el litigio. Fue por esos días cuando, aconsejada por su madre, Avelina buscó refugio en el pueblo, donde había pasado junto a Benjamín los días más felices de su vida.

El autobús llegó finalmente a Madrid, que parecía una ciudad iluminada por luces sin alma. Muros ennegrecidos, rostros ennegrecidos bajo penumbras más densas que el rencor, niños pedigüeños, olor a miseria…

Y sin embargo, buena parte de la ciudad estaba todavía en pie, y no sólo la puerta de Alcalá, que había mermado considerablemente y que se hallaba rodeada de escombros.

La misma calle Alcalá, ennegrecida y fría, también había sobrevivido, y habían sobrevivido los árboles de la Biblioteca Nacional, y si bien algunos habían recibido la caricia de la metralla, sus raíces ni siquiera se habían enterado de la contienda.

Al bajar del autobús y pisar la calle, Avelina no acertó a situarse y hasta creyó que estaba perdiendo su proverbial sentido de la orientación. Zarzas, malezas, jarales, farolas, coches, cables. Pinos, encinas, robles, escaparates, tranvías, vagones de metro… Arroyos, juncos, gavilanes, cines, teatros, paradas de autobuses. Cigarras, abejas, avispas, peatones, policías, banderas…

Mientras avanzaba por la ciudad como un can desconfiado, los lugares por los que había deambulado con Benjamín se mezclaban todavía en su retina con las luces y las sombras de Madrid, y veía búhos en la Gran Vía, y escuchaba ranas en la calle Alcalá, y tenía que espantar a los buitres en la calle Montera o huir de los toros negros que pastaban en el Jardín Botánico. Al llegar a su calle, Avelina vio que su padre la estaba esperando junto al portal y se fue acercando a él, cada vez más asustada por las alteraciones de su visión y lo extraños que le parecían sus propios pasos, sus propias piernas, avanzando por una acera que tendía a hacerse interminable, como en las peores pesadillas. Y allá al fondo, sobre la línea de un horizonte de casas ennegrecidas, la mirada de su padre, más extraña aún que sus pasos.

Siguió avanzando y continuó sintiendo que no llegaba nunca a un destino que parecía al alcance de la mirada pero no de sus pasos, como si el espacio se estirase mientras ella precipitaba, con rabia y con angustia, el cuerpo hacia delante.

Cuando llegó ante la cara lívida de su progenitor, pensó que parecía Abraham antes de levantar el cuchillo.

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