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Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

Las trece rosas (9 page)

BOOK: Las trece rosas
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Finalmente se quedó dormida, pero Victoria, que se hallaba tendida junto a ella, continuó mirando el techo como si contemplase un cielo de piedra. Un ciclo que recorría toda la tierra, que la cubría. Un cielo de granito, rodeando todo el planeta. Pero los cielos de piedra ni invitaban a soñar, ni invitaban a dormir, ni invitaban a vivir. Su mismo cerebro era un adoquín pesado. Pesado sí, pero no insensible… Un adoquín con memoria, que guardaba el recuerdo de los días y las noches que sucedieron a la detención, y que los revivía todas las madrugadas, como en una proyección siempre igual a sí misma y siempre diferente.

Estaba próximo el alba cuando consiguió conciliar el sueño arrullada por los sollozos de Martina, que temblaba a su derecha, pero la despertaron los sonidos de los disparos que llegaban desde el cementerio en la hora añil, y volvió a acordarse de su hermano muerto y de su hermano preso. Los disparos sonaban muy próximos y a la vez muy lejanos, y parecían surgir del otro lado del sueño.

Ana y Martina seguían profundamente dormidas pero Victoria no conseguía volver al sueño. Le pasaba con frecuencia cuando la despertaban de madrugada y el fantasma de su hermano regresaba como una sensación a un tiempo amada y odiada. Ahora veía a Juan muy cerca. Se detenía en los poros de su piel, en el aleteo de su nariz, en el temblor levísimo de sus labios. Pero cuando acercaba la mano a su cuerpo, se desvanecía en la niebla. Lo extraño era que en los últimos tiempos había empezado a soñar también con su hermano Goyo, que acababa de ser detenido. Soñaba con Goyo como sí estuviese muerto, o como si fuese ya de la misma naturaleza ausente que Juan.

—¡Me quiero ir de aquí!

—¿Quién grita? —murmuró Victoria.

—La ciega —contestó Martina.

—¡Me quiero ir de aquí! —volvió a gritar Elena.

La funcionaria bizca se acercó a ella, caminando entre los petates, y escupió: —¿Adónde quieres ir, mentecata?

En la penumbra que creaba en la sala el turbio amanecer, Elena distinguió una silueta pequeña y hostil, a la que atribuyó una mirada vacía.

—Quiero ir con mi amiga Luisa. ¿Dónde está Luisa? Llegó conmigo en el camión. Quiero ir con ella.

—¡Tu sitio es éste! —rugió la funcionaria.

Elena empezó a gemir como una desesperada mientras invocaba el nombre de su amiga. Ana se incorporó y se acercó a ellas.

—Deje que la conduzca yo hasta su amiga —le dijo a la funcionaria—. Sé dónde se quedó Luisa.

—De acuerdo —murmuró la bizca, alejándose de ellas.

Dionisia

A veces Avelina imaginaba que las mil rocas empezaban a encarnar los nombres que les habían puesto Benjamín y ella. Unas piedras hablaban, otras miraban, otras escuchaban, otras silbaban, otras temblaban…

En el sueño, Avelina confundía aquel espacio con la cárcel. Bajo las sombras, las presas parecían las piedras del páramo, aunque mucho más juntas. De pronto, todas empezaron a moverse y dio un grito.

—¿Qué te pasa? —dijo una reclusa.

Avelina abrió los ojos y al no ver junto a ella a Benjamín cayó en la cuenta de que seguía en la cárcel. Sus pies rozaban las losas frías, y los ruidos que llegaban hasta ella no eran tañidos de campana, sino tiros de gracia y eran también los aullidos de los locos que llegaban desde el manicomio. Avelina no se explicaba cómo había conseguido convertir aquello en un sueño con olor a miel y a juncos. Qué profundidad adquirían desde la cárcel aquellas noches en el jardín de piedras, pensó. En sus recuerdos aparecían siempre bajo una luz irreal, que además de difuminar las rocas de la pradera llenaba todo el paraje de transparencias desconcertantes. ¿Y la noche en la casa del inglés?

Desde la cárcel, Avelina veía el agua, batiendo alas de plata vespertina, en una tarde que tenía rojos los ojos y los labios, y Benjamín le susurraba delicias al oído, y giraba en el gramófono un disco de Gardel, y se creían habitando el mismo escalofrío…

Como todas las mañanas, Avelina enrolló el petate e intentó prepararse para un nuevo día, que prometía ser tan agitado como los anteriores.

En parte por su sentido de la orientación, en parte por su fortaleza, y en parte por su voz vibrante y su silueta fácil de identificar, trabajaba de cartera desde su primera semana en prisión, y a todas les parecía que lo hacía bien. Avelina gozaba de una gran popularidad en toda la cárcel: era la estrella de la mañana, y es que a su labor de cartera se unía la de mensajera, y aunque lo tenía prohibido, trasmitía toda clase de recados y mensajes entre presas de distintas galerías.

Dentro del averno en el que vivían, y que Avelina había aprendido a soportar, había algo que la atormentaba especialmente. Sabía que su padre formaba parte de uno de los pelotones de fusilamiento y, cuando entregaba la carta de algún condenado, siempre pensaba en la posibilidad, no tan remota, de que fuese su padre el encargado de ejecutar al penado, que con frases desesperadas estaba diciendo adiós a su mujer, a su hermana o a su hija.

Avelina acababa de salir de la enfermería cuando se encontró con Dionisia y con Elena, que se había hecho daño en una pierna.

Avelina se colocó ante la puerta de la enfermería y les dijo:

—No paséis.

Elena creía ver algo mejor que cuando llegó a la cárcel.

Ahora, por ejemplo, empezaba a ver muy ligeros matices en los rostros que se detenían ante ella. Seguían ante la puerta, de la que parecía emanar un halo de luz fantasmal, como si fuera un lugar más iluminado que el resto de la cárcel.

La luz se agradecía pero no el olor. Elena oyó que Dionisia decía:

—Cuesta creer que estemos tan locos.

—Cuesta. Pero no olvides una cosa: por muy absurdo que te parezca lo que ves, piensa que hay cosas más absurdas todavía, y más amargas, y más crueles, y más difíciles de digerir. Yo a veces prefiero no pensar… Por eso mi trabajo me parece una bendición. No paro en todo el día —oyó decir a Avelina.

—Ni yo —dijo Dionisia—. No paro ni siquiera por la noche. Me levanto a las tres de la mañana para acercarme al chorrito de agua de la fuente y lavarme, sin necesidad de tener que soportar las largas colas del día.

—Me acabas de dar una idea. Creo que voy a empezar a hacer lo mismo. Ahora entiendo por qué se te ve tan limpia todas las mañanas. ¿Te desvelas mucho? —preguntó Avelina.

—Continuamente, y siempre al final de alguna pesadilla.

—Yo también.

—Tengo sueños de una amplitud de horizontes que desconocía —dijo Dionisia—. Sueño con grandes escalinatas, que serpentean altísimas montañas. Otras veces me veo con mi novio en la cima de algún edificio, como en las películas de ese loco que anda siempre colgado de los relojes de los rascacielos. Tropezamos, conseguimos agarrarnos a las agujas del reloj, miramos hacia abajo y vemos un precipicio de vidrio y cemento. Casi no se divisa el suelo. ¿Tu novio está detenido?

—Sí, y si supieras cómo recuerdo nuestro último encuentro. Estuvimos dentro de un coche viejo, en un garaje…

—Yo tuve más suerte… Estuve en una cama con dosel. Pero ahí llega Zulema y no trae buena cara. Hasta luego, crisantemo.

—Gracias por el piropo.

—No te ofendas, mujer, que hoy estoy muy fúnebre. La enfermería esta llena de niños muertos.

Avelina continuó con su reparto.

—¡Nieves Torres! —gritó.

Una muchacha de cara tan lunar como la de Julia alzó la mano para coger la carta. Tenía en la boca una sonrisa más ancha que Asia y sus ojos ardían de gozo cuando empezó a rasgar el sobre.

Avelina siguió adelante y, al llegar a la fuente, empezó a imaginar que sus pies se despegaban del suelo ante el asombro de las funcionarias que intentaban sujetarla.

Se elevaba más y más. Las presas dejaban de discutir por una gota de agua y le decían adiós desde el infierno. Ella se elevaba por encima del loco que miraba desde la ventana triangular, por encima del manicomio, por encima de la cárcel y por encima de todos los tejados de la ciudad, hasta que el grito lejano de las presas pidiéndole más cartas la hacía volver a la realidad.

—¿Te estás durmiendo de pie? —le dijo Amaranta, una reclusa que en más de una ocasión había querido quitarle el puesto.

—¿Decías algo, víbora?

Amaranta la miró con temor.

Avelina se acercó a ella y empezó a insultarla y a empujarla contra la pared.

—¿Conoces los pájaros vampiro? — gritó—. Son pequeños como jilgueros y se alimentan de la sangre que les chupan a los corvejones. Se agarran a sus nucas y allí pican y pican. ¡Tú eres como ellos, zorra! Te siento continuamente en mi nuca, pero no te va a servir de nada.

Sabía demasiado bien que no se podía despistar y que es taba obligada a defender fieramente su puesto. Por eso solía ser tan violenta con las advenedizas que pretendían sustituirla y que más de una vez habían tenido que escuchar de sus labios frases mortíferas, que dejaban muy clara su posición. Cuando quería disuadir, Disuadía, y no tenía escrúpulos en desplegar la estrategia de la hiena, si con ello conseguía preservar su territorio.

—¿Y esas cajas tan pequeñas? —preguntó Tino.

—Son las de los niños. Las sacan siempre por la noche.

—¿Qué ha sido eso?

—Se les ha caído un ataúd —dijo Suso.

—¿Dónde?

—Al lado del camión.

—¿Y qué hay dentro?

—Un niño muerto… Perdón, dos. Deben de ser gemelos.

—Me voy corriendo.

—Y yo.

Luisa

Dionisia permaneció más de tres horas en el taller de costura bordando unas pequeñas alforjas y recordando los días en que aún se sentía libre. De los interrogatorios prefería no recordar nada, e iba dejando que las imágenes que procedían de ellos se pudrieran en los pantanos que se extienden por debajo de la conciencia, donde no hacían tanto daño. En la comisaría del Puente de Vallecas, un policía le había preguntado si era de naturaleza nerviosa. Ella le había dicho que no. El policía se había acercado mucho a ella para escupirle:

—Mientes. Eres de esas mujeres que siempre tienen que estar haciendo algo… ¿No es verdad? Lo dice en tu informe, redactado por Cardinal, pero, si no lo dijera, daría lo mismo: se te ve en la cara. Lo que me obliga a suponer que has debido conspirar más que las otras, bastante más.

El maldito Cardinal, pensó Dionisia. Aunque de todas formas Cardinal era sólo un caso más. Contaban que los consejos de guerra eran un hervidero de delaciones, y que se había formado una espiral que parecía fuera de control.

Dionisia se concentró en su bordado. Quería que sus alforjas pareciesen tan valiosas como una joya, y tan tentadoras. Le gustaba fabricar objetos delicados y laboriosos en medio de aquel enorme basurero y era la que más frecuentaba el taller de costura.

Presa de un nerviosismo que ya no la dejaba trabajar, Dionisia salió del taller y se topó con Elena y Luisa, que se hallaban sentadas en una esquina de la escalera.

Como siempre, Luisa permanecía muda e inmóvil. Es lo contrario a mí, pensó Dionisia. Conoce los placeres de la inmovilidad, y es la presa que menos se mueve; seguro que sus sueños son también estáticos, y no como los míos.

Por más que la mirara, Dionisia no acertaba a abarcar la enormidad de la decisión que había tomado Luisa desde que dejó atrás la comisaría. Luisa se negaba a pronunciar una sola palabra y en la cárcel todos la llamaban la Muda.

Si se trataba de una cuestión de voluntad, pensaba Dionisia, estaba obligada a deducir que la Muda tenía una voluntad mucho más aplastante que las demás. Pero esa voluntad tan poderosa ¿no era justamente la locura?, pensó.

No menos inquietante le parecía la figura de Elena. Se la veía la más desamparada y a la vez la más íntimamente acompañada, y daba miedo mirarla porque, si bien sus palabras eran muy emotivas, su rostro carecía casi de expresión.

Y Dionisia pensaba que un rostro sin expresión provocaba reticencia porque lejos de parecernos un rostro desnudo nos parecía un rostro emboscado.

Un rostro sin expresión nos provocaba extrañeza, a no ser que supiéramos ver una expresión más profunda tras la ausencia misma de expresión.

Dionisia tenía la impresión de que a Elena la habían arrojado a través de la noche. No la habían arrojado a la noche, la habían expelido a través de ella, a través de una oscuridad larga y desoladora. La habían atado a la noche profunda, que atravesaba y la atravesaba.

Mirando a Elena, Dionisia comprobaba que un rostro podía llegar a ser un pozo vacío. En muchos aspectos, el rostro podía perder la posibilidad de ser visto, de ser advertido como expresión diferencial, como vida identificable. El rostro se podía quedar sin cara, sin expresión, haciéndose casi invisible. ¿Qué podía indicarnos un rostro sin cara?

Probablemente no nos indicaba nada, ni siquiera una degradación del alma. 0 probablemente indicaba la nada. Y no porque la viésemos. No era ése el problema. Simplemente la indicaba, y hasta la representaba, en un mundo donde, en principio, no estaba permitido carecer de expresión, no estaba permitido no tener cara, y el que la perdía entraba en el reino definitivo del olvido.

Y si perder la cara era un asunto grave, ¿qué podía ser perder la voz?, se preguntó Dionisia, y volvió a mirar a Luisa.

Perder la voz, o negarla, o encerrarla en el más oso rincón de la memoria, como si se tratase del más hondo fantasma de nosotros mismos, de la más clara impostura, la que nos hacía creer que teníamos vida propia, conciencia propia y hasta palabras propias, era un hecho que casi superaba su capacidad de comprensión.

Elena, que llevaba un rato viendo una silueta ante ella, susurró:

—Hola.

—Hola —respondió Dionisia, algo apurada.

Elena se dejó llevar por su olfato y dijo: —¿Qué llevas en la mano?

—Unas alforjas.

—¿Las puedo tocar?

—Claro —dijo Dionisia depositando en sus manos las pequeñas alforjas.

—Muy bonitas. Tienen relieve… Yo no podría hacerlas.

La Muda escuchaba la conversación y sentía piedad. Una piedad distante, que asumía en silencio.

—Hoy he tenido pesadillas… —dijo Elena.

—¿Y qué has soñado?

—He soñado que me invadían toda clase dé seres repugnantes… No podría describirlos…

La Muda tocó la mano de Elena, indicándole que se callara, y Elena obedeció. Dionisia, que había percibido el gesto, tenía la impresión de que Luisa protegía a su amiga con su quietud y su silencio, de los que parecía emanar la desconcertante autoridad que la Muda tenía sobre las otras presas de la escalera.

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