Las siete puertas del infierno (47 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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De pronto percibió una presencia. Justo encima de ella. Algo pesado y macizo se desplazaba entre las ramas. A veces aquello saltaba, pasando de un árbol a otro, con un ruido de hojas y crujidos sordos. ¿Qué era? ¿La Reina Blanca? «Vamos —se dijo Casiopea—. Es verdad que estropeo sus telas, pero ¿no me mostré respetuosa con su territorio la primera vez que penetré en él?» Recordó todas las precauciones que había tomado con Emmanuel para no matar a los bebés araña, confiando en que bastara para neutralizar la hostilidad de su madre. Pero a veces eso no era suficiente. Ocurría, en ocasiones, que los monstruos querían devorarte sencillamente porque estaba en su naturaleza el hacerlo.

Y ese era el caso ahora.

Una corriente de aire sobre su cabeza la advirtió de que algo enorme estaba a punto de caerle encima. Dio un salto hacia delante y lanzó un grito.

—¡Casiopea! —llamó Simón detrás de ella.

—¡Simón!

El ruido de una espada saliendo de su vaina resonó en la entrada de la galería, y Simón penetró en el antro de la araña antropófaga.

Casiopea sintió que una criatura la manipulaba entre sus patas para clavarle su dardo en la espalda. Multiplicando los puñetazos y los puntapiés lanzados a ciegas, trató de deshacerse de ella, pero la bestia la mantenía estrechamente apretada entre sus ocho patas. Entonces volvió a abrir los ojos y, a través de la bruma de tela que le oscurecía la visión, vio dos colmillos grandes como dagas que se aproximaban a su garganta. Gritó de nuevo, y con la energía que da la desesperación lanzó una patada tan potente a la Reina Blanca que consiguió hacerla retroceder. La bestia emitió un estridente chillido de dolor, mientras de su bolsa ventral escapaban miles de bebés araña tan lisos y blancos como su madre. Movidas por su instinto, atraídas por el delicioso olor a carne fresca que emanaba de su cuerpo, las crías se lanzaron al asalto de Casiopea. Pero esta ya se había levantado y corría en la oscuridad gritando:

—¡Simón! ¡Simón!

Como en otro tiempo en el Vesubio.

Casiopea oyó una cabalgada confusa e imaginó que el bosque cerraba sus brazos velludos sobre su cuerpo. Las ramas le azotaban el rostro, pero ella no se preocupaba por eso; las raíces se cruzaban en su camino, pero ella las saltaba y seguía adelante. Finalmente vio una luz al extremo de esa pesadilla.

Un caballero vestido de blanco la esperaba en una especie de calvero. Sin preocuparse por saber si era un sueño o no, corrió directamente hacia él. Pero el caballero espoleó a su montura y se alejó, adentrándose en el bosque. ¿Cómo podía moverse con tanta facilidad en ese inextricable entrecruzamiento de lianas y ramaje? Se hubiera dicho que la jungla no existía para él. Curiosamente, a Casiopea le costó menos trabajo seguirle de lo que había imaginado. El caballero le mostraba el camino; él era, en la tierra, lo que el halcón era en los aires.

«¡Taqi! —pensó—. Has vuelto de los infiernos para guiarme hacia los pantanos…»

Con una fuerza y una fe renovadas, aceleró su carrera y se distanció de la Reina Blanca. De hecho, la bestia ya había dejado de perseguirla, prefería volver sus colmillos, sus dieciocho ojos y sus miles de crías hacia Simón y sus soldados.

Casiopea fue a parar no muy lejos de la catarata donde su padre había dirigido los trabajos de Amaury. Como si la presa no hubiera existido nunca, el Nilo había retomado su curso, fluyendo más bajo que la víspera. Solo un bloque de piedra, como una estela funeraria, sobresalía de las aguas del Nilo en el lugar donde este caía en cascada antes de llegar a Egipto y sus valles.

Casiopea estaba sin aliento. Rápidamente se deshizo de los jirones de telarañas y de los insectos pegados a sus ropas y echó una mirada atrás. La jungla se había replegado sobre sí misma, tragándose el camino por donde había venido.

—¡Taqi! —gritó.

Esperaba ver a su valeroso primo bajar de su montura y acercarse a ella para tomarla en sus brazos.

—¡Taqi!

Pero allí no había nadie. Sí, allá abajo, al otro lado del puente de lianas: un jinete que se parecía a Taqi, o al fantasma de Taqi. Casiopea dio un paso en dirección al puente y apoyó la mano en uno de los cordajes que unían las dos orillas.

—¡Taqi! ¿Eres tú? —gritó.

—¡Casiopea! —respondió una voz apagada a su espalda.

Oyó ruidos en la maleza, miró hacia el interior de la jungla y vio a la armadura roja de los cráneos que emergía de los matorrales, con una espada en la mano. ¿Simón? La armadura estaba manchada de sustancias rojas y negras, tal vez sangre de araña. Casiopea se acercó despacio y reconoció a Simón detrás de la visera.

Tras él aparecieron tres soldados extenuados, uno de los cuales se sujetaba el brazo izquierdo como si estuviera herido. Los dos hombres que parecían más en forma transportaban la caja donde se encontraba la otra armadura de los cráneos.

—¿Simón? ¿Eres tú? —preguntó Casiopea.

—¡Sí!

A través de la visera de la armadura, Casiopea vio que una sonrisa iluminaba el rostro de Simón. Nunca le había visto tan radiante, y casi sintió piedad de él. Pero volvió la cabeza y miró de nuevo hacia el lado de Taqi. Su primo había desaparecido. ¿O es que nunca había estado ahí?

—No te acerques —le dijo a Simón.

Este abrió las manos para apaciguarla, y luego se quitó el yelmo.

—Conseguimos pasar —dijo jadeando—. Sin esta armadura, probablemente hubiéramos perecido allí. Pero no creo que esta araña caníbal vuelva a molestar a nadie en adelante…

Tras él, el soldado verde que se cubría su herida con la mano estaba mortalmente pálido. El pus se escurría entre sus dedos.

—Este hombre necesita cuidados, hay que llevarle al campamento —dijo Casiopea.

—Ahora no —replicó Simón—. Primero los pantanos…

Hizo una señal y los soldados depositaron su caja en el suelo, agotados, hartos de aquella aventura. Solo aspiraban a volver con sus monturas, al fragor de la batalla. Una lanza. Un caballo. Un sarraceno y una carga de caballería. Eso era la verdadera vida. Y no jugar a los porteadores en una jungla envenenada, donde arañas del tamaño de un oso amenazaban a cada paso con clavarte su dardo Dios sabía dónde.

—Estos pantanos no son para ti —le dijo Casiopea pisando el puente—. Vuelve con los tuyos.

—Sabes que si vuelvo al campamento sin ti, matarán a Emmanuel.

Casiopea pareció dudar. ¿Qué elección tenía? O bien cedía, y aceptaba entrar en los pantanos con Simón, o bien corría al otro lado del puente de lianas, se las arreglaba para hacerlo caer al Nilo y se adentraba en ellos sola.

Pero Simón le tendía la mano amistosamente. Una sonrisa, un calor especial en la mirada, animaban su rostro de un modo inédito en él. ¿Era posible que hubiera cambiado hasta ese punto? Quiso creer que sí, y se acercó a donde estaba.

—Perra —siseó Simón inmovilizándole el brazo—. ¿Creías que ibas a escapar de mí?

Destellos de locura brillaban de nuevo en sus ojos.

—¡Ponte la armadura!

Los soldados indemnes la amenazaron con sus espadas, mientras el herido abría la caja donde se encontraba la armadura de Casiopea.

—No nos hagas esperar —añadió Simón—. Estos hombres están agotados y solo tienen un deseo: vengar la muerte de su hermano, devorado por la Reina Blanca.

Capítulo 62

Cuando el siniestro arroyo llega al pie de la playa gris e infecta, forma una laguna llamada Estigia. Y yo que miraba fijamente vi almas encenagadas en aquel pantano, desnudas totalmente y con semblante irritado.

Dante,

El Infierno

En el interior de la armadura, un extraño dispositivo permitía respirar. El velo de vapor que se formaba en su visera era regularmente barrido por una llegada de aire con olor a cieno que Casiopea inspiraba con reparo, mientras avanzaba a través de la ciénaga con pasos lentos y pesados. Sus calzas de metal se hundían en el agua estancada, descomponiendo la fina película brillante con que la luna recubría todo el pantano: de los vegetales que afloraban al nivel del agua hasta las altas murallas de plantas entrelazadas. En torno a ella, restos de vapor prolongaban el rumor del Nilo, que había callado hacía tiempo. «¿Por dónde hay que ir? —se preguntó—. ¿Volverá Taqi para guiarme?» Pero en cualquier lugar adonde dirigiera la mirada todo eran parodias de árboles con las raíces convulsionadas. Todo era grande, eterno, inmutable. Silencioso.

Sintió que le palmeaban la espalda. Era Simón, que, con su mano enguantada de rojo, le señalaba unas formas agazapadas en el lodo, en torno a las cuales zumbaban las moscas. Eran unas cosas grises que recordaban vagamente a seres humanos, encogidos sobre sí mismos, tendidos o sentados en medio de los pantanos, pegados a la tierra y velados de penumbra. Figuras que mostraban todas las actitudes de la agonía, el sufrimiento, la desesperación. Gargano había prevenido a Casiopea: «Una vez en los pantanos, no te quites nunca la armadura, o te volverías como ellas».

En esta cripta vegetal que la putrefacción de los penitentes llenaba de crueles vapores erraba un alma en pena: la tía de Casiopea. Con su ayuda esperaba acceder al pasado de Morgennes, ver a su padre, si, como creía, su tía era capaz de hablar con los muertos.

Casiopea no se habría extrañado si le hubieran dicho que por esos pantanos corría uno de los cinco ríos de los infiernos, el Leteo, cuyas aguas negras robaban los recuerdos de los que bebían de ellas. Ese río condenaba a un vagabundeo eterno a las almas de los desventurados que entraban en contacto con él, transformándolos en espectros sin pasado ni futuro, atrapados en un eterno presente, un aterrador
purgatorium
. ¿Por qué su tía se encontraba aquí? ¿Era acaso una de las guardianas de los infiernos? ¿O había llegado, por Dios sabía qué sortilegio, a resistir a los maleficios del Leteo?

Emmanuel le había relatado su propia resurrección, en el oasis de las Cenobitas, y el modo como había encontrado a Guillermo de Tiro transformado en árbol…

De pronto, Simón se detuvo y se apoyó contra un tronco, como para tomar aliento. A pesar del odio que sentía hacia él, le daba aún más lástima que antes.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó, aun sabiendo que no podía oírla.

Simón le indicó con un gesto que avanzara en dirección a una nueva brecha que se abría entre los árboles, donde brillaba una luz cerosa. Casiopea entró en un agua tan negra y tan fangosa que tenía casi la consistencia de la tierra; pero su pie se hundió pesadamente en ella con un siseo vaporoso. En su espalda, el dispositivo de aireación de la armadura expulsaba silbando el aire saturado de veneno para renovarlo con nuevas aportaciones de aire filtrado.

Casiopea sintió que vapores de limón le llenaban la nariz, y se forzó a inspirar, como si aquella fuera a ser la última bocanada de aire que inhalara. Se pasó la lengua por los labios en busca de un poco de humedad. «Hace horas que nos arrastramos dentro de estas armaduras, y no hemos recorrido ni tres leguas…»

Se preguntó cómo debían de arreglárselas los cazadores de la Antigüedad cuyo oficio consistía en llevarse de estos pantanos carros cargados de setas. ¿Tal vez tenían referencias para orientarse? ¿O mapas? «Seguramente debían de seguir siempre el mismo itinerario y no se apartaban de él.»

La zona en la que había entrado estaba rodeada de árboles retorcidos, con excepción de un claro en el que una insólita pared de madera recubierta parcialmente de lianas y ramas podridas entrelazadas subía al asalto de los cielos. Se hubiera dicho que era el casco de un navío naufragado hacía más de mil años. «Extraño…»

En el lugar abundaban unas misteriosas setas blancas bastante pequeñas, con las que llenó su morral.

Mientras lo hacía, tuvo la sensación de que alguien la observaba. Recorrió los pantanos con la mirada, vio árboles con unas raíces tan altas que arrancaban muy por encima de las aguas, y enseguida tuvo un extraño presentimiento. Simón se acercaba. La había visto recogiendo las setas y no dejaría de preguntarle por qué. Tal vez incluso la obligaría a volver al campamento inmediatamente. Allí la enviarían a algún otro lugar, mientras que Emmanuel… De repente comprendió: el cuerpo que el Caballero Verde había prometido a Rufino era él, ¡Emmanuel! No podía permitir que hicieran aquello. Pero ¿cómo podía salvarle? Aunque llegara a deshacerse de Simón, ¿cómo podría dar esquinazo a los soldados que les habían escoltado hasta el lindero de los pantanos? ¿Y luego? La araña que la había atacado, ¿no tendría una hermana? ¿Una madre? ¿Y los soldados del campamento? ¿No matarían a los rehenes si ella tardaba en volver, o si volvía sin Simón?

«¡Necesito ayuda, necesito ayuda!», pensó. Pero su halcón, si había gritado, era inaudible desde el interior de la armadura.

—¡Taqi! —gritó, volviéndole la espalda a Simón para que no la viera aullar—. ¡Ayúdame!

Una vez más, no obtuvo respuesta.

Lanzó una rápida ojeada hacia el lado donde estaba Simón, y le vio ocupado también recogiendo setas blancas, mientras en torno a él revoloteaban miríadas de mariposas alternativamente blancas y negras, que cambiaban de color cada vez que batían las alas. Desesperada, Casiopea se dejó caer de rodillas en la ciénaga, preguntándose si no sería preferible añadirse a los espectros vegetales que habitaban esos pantanos. Observó el agua gris, y no vio más que los reflejos de su casco en medio de la tierra y de las hojas medio podridas.

«¡Ya estoy harta de esta armadura! —pensó de pronto—. Si lo que me contó Gargano es cierto, Morgennes sobrevivió a estos pantanos mucho tiempo mientras buscaba a un templario perdido…» Estaba decidido: haría lo mismo que su padre. Se confiaría al destino. A su tía.

Deshizo una de las ataduras de la armadura, que se abrió dejando escapar un soplo de aire cálido a la atmósfera apestosa de los pantanos. Era la decisión correcta. Estaba segura. «No hay otra solución; si quiero encontrar a mi tía, tengo que imitar a mi padre…»

—Y para lo que tenga que venir —dijo—, me encomiendo a todos los dioses, conocidos y desconocidos. ¡Amén!

Simón había recogido ya unas cuantas setas cuando se dio cuenta de que Casiopea no estaba a su lado. ¿Dónde se había metido? Distinguió su armadura, abandonada al pie del curioso casco de barco que ascendía hasta los cielos. Cuando llegó junto a ella, se quedó petrificado: ¡estaba vacía! ¿Dónde estaba Casiopea?

Tan rápido como lo permitía su pesada armadura, giró sobre sí mismo para buscarla, así que no vio venir el primer golpe, que le lanzó al suelo. Casiopea estaba justo sobre él y levantaba lo que parecía un tubo de órgano. De rodillas, fue incapaz de esquivar el segundo golpe, que rompió la visera de su yelmo, dejando penetrar el aire viciado de los pantanos.

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