Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—Supongo que tienes sed.
—No de esa agua.
—Como desees —dijo él, hablando como Saladino.
Llenó las dos copas con un líquido granate, y vació una y luego la otra. Una sonrisa maligna le iluminó el rostro. ¿Estaba borracho después de haber tomado solo dos copas? ¿O ya lo estaba cuando la habían llevado ante él?
De pronto se escuchó un rugido en el otro lado de la tienda.
—¿Reconoces ese grito? —preguntó Simón.
Casiopea inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Era Marsella, la osa de Billis. ¿Qué nueva maldad habría inventado ahora Simón?
—He pensado que a Emmanuel le gustaría conocerla mejor. ¿Tú qué opinas?
—Opino que Emmanuel, como Daniel en el foso de los leones, saldrá indemne.
—Emmanuel, tal vez, pero ¿y los marinos? Mañana al alba le pediré a Billis que baje a Marsella a la fosa. Quiero ver a cuál devorará primero, ¿al que ya está enfermo, o al más joven? Al barbudo, quizá…
«Eres un monstruo», pensó Casiopea.
—Sé lo que estás pensando —dijo Simón—. Pero te equivocas.
Se acercó a ella y tendió la mano para acariciarle el rostro, pero Casiopea retrocedió instintivamente.
—¿Crees que voy a violarte? —preguntó Simón, y volviéndole la espalda, añadió—: Hubiera podido hacerlo fácilmente cuando estabas en nuestras manos en los fosos del castillo de La Fève…
Luego la miró de nuevo.
—Sin embargo, no lo hice —dijo—. Eso significa que tengo un buen fondo, ¿verdad?
Le sujetó la barbilla por la fuerza y le arrancó un beso.
—Pero ahora ya no. He cambiado. ¡Ya no soy el mismo hombre, y te deseo! ¿Comprendes?
Casiopea no respondió.
—¿Comprendes? —repitió él, loco de rabia—. ¿Comprendes todo lo que he sacrificado por ti? ¡He dado mi alma por salvaros, a tu padre y a ti!
Casiopea susurró una frase, para obligarle a acercarse. Y cuando lo tuvo tan cerca que podía sentir su aliento, le hundió la rodilla entre las piernas. Simón cayó hacia atrás, aullando de dolor. Entonces ella le lanzó un puntapié a la cabeza, y otro más, para dejarlo inconsciente. Luego corrió hacia la jarra de vino, la asió entre sus manos atadas y la rompió contra la mesa baja.
—¿Todo va bien? —preguntó una voz en el exterior de la tienda.
—¡Socorro! —gritó Casiopea—. ¡Ayuda!
En el exterior resonaron unas risas sarcásticas, mientras ella cortaba sus ataduras con un fragmento de la jarra. Por desgracia, Simón ya estaba levantándose de nuevo y murmuraba entre dientes:
—Te mataré y violaré tus vísceras.
¡Crucífera!
¿Dónde estaba su espada? Tenía que encontrarla.
Pero no parecía que estuviera en la tienda. ¿Dónde la habría guardado ese demonio? Viendo que estaba de rodillas, Casiopea le lanzó un nuevo puntapié que lo derribó y lo dejó, por fin, inconsciente. Fuera, Marsella se agitó. Posiblemente había percibido que estaban atacando a su amo.
—¿Todo va bien? Vamos a entrar… —dijo de nuevo uno de los dos guardias que se encontraban en el umbral de la tienda.
«No hay tiempo que perder», pensó Casiopea. Tomar la iniciativa.
En el momento en que uno de los guardias levantaba la cortina de la tienda, Casiopea se lanzó contra él y le hizo caer de espaldas.
—¡Alerta! —gritó su compañero—. ¡La mujer huye!
Huir, sí. Pero ¿adonde?
Casiopea reflexionó rápidamente. O bien corría hacia Emmanuel y los marinos, o corría hacia el bosque. Pero sus amigos estaban desarmados y en el fondo de una fosa.
Eligió el bosque.
Allí, al menos, no la encontrarían, y podría volver después de haber recuperado el aliento y haber trazado un plan.
No había dado tres pasos cuando resonó una voz.
—¿Eres una loca, o una valiente? Desde luego, eres igual que tu padre.
Billis, el enano, estaba plantado en medio del camino, flanqueado por soldados verdes. Todos amenazaban a Casiopea con sus lanzas. Y por detrás ya llegaban refuerzos, armados con ballestas y espadas.
«Estoy rodeada —reconoció Casiopea—. Pero esto simplifica el problema.»
—¿No comprendes que si todavía estás con vida es gracias a él? —le preguntó Billis señalando a Simón, que salía de su tienda con el rostro tumefacto—. Si no te hemos matado ha sido gracias a él. De modo que si él muere, estás acabada…
—¿Qué me importa su muerte o la mía? —replicó Casiopea.
—¿Y la de tus compañeros?
—Simón me ha dicho que los mataría.
—Mi ama tiene otros proyectos para ellos.
Casiopea no entendía nada. ¿De qué «ama» estaba hablando?
A modo de respuesta, el enano tendió la mano en dirección al Caballero Verde. ¡De modo que el Caballero era una mujer! Empuñando a
Crucífera
, la dama de verde se mantenía absolutamente inmóvil entre el foso y Casiopea. La espada brillaba con un vivo resplandor azul, y Casiopea creyó sentir su sufrimiento. Se hubiera dicho que sangraba lágrimas color de cielo. El mundo se desgarraba. ¿Qué podía hacer?
—Ríndete —le dijo el enano—. Piensa en tu tía. ¿No te gustaría verla?
Casiopea no respondió. Ni siquiera se movió cuando los soldados verdes se acercaron para atarle las manos, y tampoco le dio las gracias a Simón, que les ordenó que no lo hicieran.
La oscuridad estaba salpicada de pequeñas estrellas rojas, las llamas de las antorchas que sostenían los guardias. El ruido de las olas seguía marcando, imperturbable, el paso de la noche. Al mundo le importaba muy poco que Morgennes se salvara, que Casiopea muriera o no, o que Emmanuel y los marinos fueran devorados por una osa de guerra.
—Muy bien —dijo Casiopea—. ¿Qué queréis?
El enano intercambió una mirada rápida con su ama, que inclinó la cabeza, autorizándole a explicar a Casiopea los términos de su pacto.
—Prometimos a Simón que serías suya si nos entregaba a
Crucífera
. Para esto necesitábamos a un aliado, alguien próximo a ti, para que nos informara.
—Rufino —dijo ella.
Billis asintió con la cabeza.
En la lejanía, Casiopea creyó oír estallar en sollozos a Rufino, que sin duda ya lamentaba su traición.
—¿Qué le hicisteis?
—Nada. Solo una promesa. Mi ama, que sabe de medicina y de artes mecánicas, le prometió un cuerpo…
—Eso no explica cómo os las arreglasteis para saber que cambiábamos de rumbo y nos dirigíamos a esta costa.
—A bordo de nuestro barco llevamos a un hombre que siempre sabe dónde está
Crucífera
, cualquiera que sea el lugar en que se encuentre. Un poderoso mago para el que la espada es como el norte hacia el que apuntan esas misteriosas piedras imantadas de que se sirven los árabes.
—¡Sohrawardi! Le creía en el infierno…
—¿No sabes dónde te encuentras? ¿Es que ignoras cuál es el nombre de esta región?
—Bab el-Mandeb.
—Las puertas del infierno…
Más tarde, mientras caminaba con Simón por la jungla, volviendo a pasar por los lugares que ya había recorrido con Emmanuel, recordó el final de esta conversación. Rufino, Simón y Sohrawardi se habían puesto de acuerdo con el misterioso Caballero Verde —en realidad, una mujer— para establecer un pacto. Sohrawardi quería a
Crucífera
, Simón quería a Casiopea y Rufino quería un cuerpo. De modo que habían cerrado un trato con el Caballero Verde, cuya obsesión era arruinar la vida de quien había destruido la suya: Morgennes.
Muchos años atrás, en el desierto del Sinaí, Morgennes había matado en el transcurso de un increíble duelo a un tal Palamedes, el general en jefe de los ofitas.
Palamedes era el amante de la que en esa época se llamaba todavía Filomena, cuya existencia había perdido todo su sentido después de que su
fedeli d'amore
fuera enviado al infierno por Morgennes. Este la había dejado con vida porque era una mujer. Entonces, loca de rabia, Filomena había decidido hacerse pasar por hombre, ¿y qué mejor disfraz podía haber, para transformarse en hombre, que una armadura?
Si los ofitas poseían un arte era el del engaño, el de la simulación. Y así, la antigua Filomena se había presentado ante todos como un mercenario español y había entrado al servicio de quien había querido pagarla, preferentemente si la soldada era generosa. Su frialdad, su dominio de las armas, le habían proporcionado victoria tras victoria; hasta el día en que el rey de Sicilia, Guillermo II llamado el Bueno, la contrató para enviarla a Tiro a ayudar a los francos a iniciar la ofensiva. ¡Y allí el destino quiso que su camino se cruzara con el de
Crucífera
! La espada se encontraba en manos de una joven que quería dirigirse al infierno para liberar a su padre: Morgennes.
«Buena noticia», pensó, eufórico, el Caballero Verde, que no hablaba jamás. Pero aquello no era suficiente. Si Morgennes estaba en el infierno, debía asegurarse de que permaneciera allí. De que no saliera nunca…
De modo que era preciso que Casiopea fracasara. Pero Casiopea estaba hecha de la misma pasta que su padre; por eso era necesario aniquilarla. O mejor aún: asegurarse de que también ella acabara en el infierno, es decir, en los brazos de Simón, cuyas debilidades había adivinado el Caballero Verde desde el mismo momento en que lo había conocido en Acre…
Todo lo que concernía a Simón y Sohrawardi, Casiopea lo había deducido por sí misma de las palabras de Simón, cuya candidez, curiosamente, no contribuía a hacer su felicidad. Simón estaba persuadido de que el Caballero Verde actuaba en su interés; y aunque también había soñado con tener a
Crucífera
, estaba dispuesto a renunciar a ella a cambio de Casiopea.
En cuanto a Rufino, el obispo estaba obsesionado con conseguir un cuerpo… El Caballero Verde, en otro tiempo «maestro de los secretos» de un grupo de trovadores conocido como La Compañía del Dragón Blanco, era experto en artificios y magia negra. Podía dar vida a casi todo lo inanimado, y a la inversa; de hecho, muchos sospechaban que su cuerpo no estaba compuesto de carne y de sangre, lo que explicaba que careciera de voz.
Casiopea daba vueltas y más vueltas a estos pensamientos en su cabeza, buscando una salida para ella, para Emmanuel y para los marinos; pero por el momento se veía obligada a seguir a Simón hasta los Pantanos de la Memoria, adonde él había decidido acompañarla. Detrás de ellos, cuatro soldados verdes transportaban las pesadas cajas donde estaban guardadas, como preciosas reliquias, las armaduras de los cráneos. Casiopea podía oír cómo tropezaban con las raíces que sobresalían del suelo o se enganchaban el pie con las lianas. Oía cómo se insultaban. Uno le dijo a otro: «¡Sostenía bien; si no, te elimino!». Luego se hizo el silencio.
Con el corazón palpitante, Casiopea avanzaba por la jungla reconociendo, aquí, el árbol bajo el cual Emmanuel y ella habían intercambiado un beso, y más allá, el lugar donde habían hecho el amor dos veces.
«No me ocurrirá nada —pensó—. Estoy segura.» En el cielo, un pájaro lanzó un grito que parecía destinado a ella, como un eco a sus pensamientos.
—Maldito halcón —masculló Simón—. Si lo atrapo, lo desplumo…
Pero no acabó la frase. Era inútil provocar a Casiopea, que durante mucho tiempo había tenido a Cocotte como única amiga.
Finalmente Casiopea reconoció el pasaje donde Emmanuel y ella habían tenido que abrirse paso con esfuerzo a golpes de espada. Las pequeñas arañas… A pesar de la tormenta y de su paso, ya habían vuelto a tejer sus telas.
—Es por aquí —dijo.
Simón y los guardias intercambiaron una mirada.
—¿Estás segura? —preguntó Simón. Los soldados verdes parecían dudar.
—Totalmente segura.
Por encima de la cubierta vegetal, un grito les invitó a avanzar. «Venid —parecía decirles el halcón—. Todo va bien…»
—Esto no me gusta —dijo uno de los soldados dejando en el suelo el extremo de la caja que transportaba.
—A mí tampoco —corroboró otro haciendo lo mismo.
—Esto apesta a trampa —proclamó un tercero.
El cuarto no hizo ningún comentario, pero soltaron la caja que sostenían. En la jungla inmóvil, loros con la cola verde y el cuerpo rojo cruzaban como relámpagos sobre ellos. A veces un animal a medio camino entre un mono y un lémur se divertía golpeando una nuez contra un tronco. Grandes mosquitos zumbaban a su alrededor: espesas nubes de seres vibrantes que atravesaban tosiendo para emerger de ellas con la cara y las manos cubiertas de pústulas rojas y un gusto de sangre en la boca.
—Muy bien —dijo Casiopea—. Si sabéis mejor que yo por dónde hay que ir, os sigo.
Los cuatro soldados verdes y Simón intercambiaron miradas que parecían decir: «Renunciemos».
—Casiopea, tú nos precederás —decretó Simón—. Y si hay peligro, nos llamas.
Casiopea inspiró una gran bocanada de aire cargado de humedad.
—Como desees —dijo, esbozando una reverencia.
Avanzó hacia la estrecha galería vegetal, una mezcla tan densa de telas, ramaje y lianas que parecía impenetrable, e inclinando respetuosamente la cabeza, saludó a no sabía qué espíritus de la jungla. Dio un paso adelante, y luego dos.
Estaba tan oscuro como en el fondo de un pozo. Detrás de ella, los jirones de luz donde esperaba Simón pertenecían a otra vida. Como no tenía ningún arma para hender la telaraña, la apartó con las dos manos, nadando en un océano pegajoso, hecho de algodón y lino. Minúsculos animalitos se encontraban atrapados allí; unos ya muertos, y otros agonizando. Algunos eran más gruesos que su cabeza, y Casiopea tembló al ver a una pareja de monos enlazados en la muerte en medio de la tela.
—¿Todo va bien? —preguntó Simón.
Casiopea no respondió, temiendo tragar Dios sabía qué si abría la boca. Su rostro, su pecho y sus manos ya estaban cubiertos de una materia viscosa, y estaba segura de que había animales que la inspeccionaban en busca de un pedazo de piel desnuda donde clavar su aguijón. Finalmente, al darse cuenta de que de todas maneras tampoco veía nada, decidió cerrar los ojos. Avanzaba a tientas, tratando de recordar la trayectoria que había seguido con Emmanuel…
Sintió que el pánico la dominaba; pensó en su padre y en Emmanuel. No, no podía abandonarlos de ningún modo. Pero ¿quién podía ayudarla a ella?
En el cielo, el halcón lanzó un grito.
Casiopea le dio las gracias silenciosamente, feliz de poder seguir contando con la que siempre había considerado su buena estrella. «¡Mi fiel Cocotte!»