Rinaldi se encogió de hombros y extendió sus hermosas manos en un gesto muy romano.
—Lo que digo, simplemente. Somos todos demasiado viejos. Entre nosotros no hay más de media docena de cardenales que puedan dar a la Iglesia lo que necesita en este momento: personalidad, una política decisiva, tiempo y continuidad para que esta política pueda fructificar.
—¿Cree usted pertenecer a esa media docena?
Rinaldi sonrió con sutil ironía.
—Sé que no. Cuando el nuevo Papa esté elegido, sea quien fuere, pienso ofrecerle mi renuncia y pedir su autorización para retirarme a mi casa. Me ha costado quince años formar allí un jardín. Desearía algo de tiempo para gozarlo.
—¿Cree que tengo alguna posibilidad de ser elegido? —preguntó Leone abruptamente.
—Espero que no —dijo Rinaldi.
Leone echó atrás su melena y rió.
—No se preocupe. Ya sé que no la tengo. Necesitan a alguien muy diferente; a alquien que… —vaciló, buscando la frase—, a alguien que emane compasión hacia las multitudes, que las vea como las vio Cristo, como ovejas sin pastor. No soy esa clase de hombre. Me gustaría serlo.
Leone alzó su cuerpo voluminoso de la silla y caminó hasta la gran mesa cubierta de libros, entre los cuales se erguía un antiguo globo terráqueo. Hizo girar lentamente el globo sobre un eje de manera que los países apareciesen por turno bajo la luz.
—¡Mírelo, amigo mío! ¡El mundo, nuestra viña! Una vez lo colonizamos en nombre de Cristo. No siempre rectamente, no siempre con justicia o con sabiduría, pero allí estaba la Cruz, y allí estaban los Sacramentos, y viviese el hombre cubierto de púrpura o de cadenas, tenía siempre la oportunidad de morir como hijo de Dios. ¿Y ahora…? Ahora nos batimos en retirada en todas partes. Hemos perdido la China, y Asia, y a los rusos. Pronto perderemos África, y luego, Sudamérica. Usted lo sabe. Lo sé yo. Que hayamos permanecido todos estos años sentados en Roma, viéndolo suceder, da la medida de nuestro fracaso.
Detuvo el girar del globo con mano vacilante y luego se volvió, encarando a su visitante con una nueva pregunta:
—Si usted pudiese vivir otra vez su vida, Rinaldi, ¿qué haría de ella?
Rinaldi alzó la vista con una sonrisa displicente que era parte de su encanto.
—Creo que volvería a hacer las mismas cosas. No porque me sienta muy orgulloso de ellas, sino porque son las únicas que puedo hacer bien. Me llevo bien con la gente porque nunca he podido experimentar sentimientos muy profundos respecto a ella. Me imagino que eso me convierte en un diplomático nato. No me gusta disputar. Y aún menos me agrada verme implicado emocionalmente. Me gusta la soledad y el estudio. De manera que soy buen canonista, historiador aceptable y lingüista adecuado. Nunca he tenido pasiones fuertes. Si se siente malicioso, puede decirme que no llevo sangre en las venas. De manera que he adquirido una reputación de correcto comportamiento sin haber tenido que esforzarme para obtenerla… En suma, he tenido una vida muy satisfactoria…, satisfactoria para mí, por supuesto. En qué forma la juzga el ángel que registra nuestros actos, es otra cosa.
—No se subestime, hombre —dijo Leone agriamente—. Usted ha hecho mucho más de lo que desea reconocer.
—Necesito tiempo y reflexión para poner mi alma en orden —dijo Rinaldi suavemente—. ¿Puedo contar con su ayuda para renunciar?
—Por supuesto.
—Gracias. Y ahora supongamos que el inquisidor responde a su propia pregunta. ¿Qué haría usted si tuviese que comenzar otra vez?
—Lo he pensado a menudo —dijo Leone pausadamente—. Si no llegase a casarme, que es tal vez lo que necesitaría para humanizarme en parte, sería sacerdote campesino, con suficientes conocimientos de Teología para escuchar confesiones, y un latín que me bastase para decir la misa y las fórmulas sacramentales. Pero con corazón suficiente para saber lo que muerde las entrañas de otros hombres y los hace sollozar de noche contra las almohadas. Me sentaría frente a mi iglesia en las tardes de verano y leería mi breviario y charlaría del tiempo y de las cosechas, y aprendería a ser amable con los pobres y humilde con los desdichados… ¿Sabe lo que soy ahora? Una enciclopedia viva de dogma y controversia teológica. Puedo oler un error con más rapidez que un dominico. ¿Y qué significa todo esto? Nada. ¿A quién le preocupa la Teología, exceptuando a los teólogos? Somos necesarios, pero menos importantes de lo que creemos. La Iglesia es Cristo… Cristo y los seres humanos. Y lo que los seres humanos quieren saber es si hay o no hay un Dios, cuál es su relación con ellos y cómo pueden volver a Él cuando se extravían.
—Preguntas inmensas —dijo Rinaldi suavemente—, que no pueden ser respondidas por mentes pequeñas o incultas.
Leone sacudió obstinadamente su melena leonina.
—¡Para la gente, se reducen a cosas muy sencillas! ¿Por qué no puedo desear a la mujer de mi prójimo? ¿Quién ejecuta la venganza que a mí me está prohibida? ¿A quién le importa cuando estoy enfermo y fatigado, y agonizo en algún cuarto al final de la escalera? Puedo darles una respuesta de teólogo. Pero, ¿a quién creen sino al hombre que siente las respuestas de su corazón y lleva las cicatrices de sus consecuencias en su propia carne? ¿Dónde están esos hombres? ¿Hay uno solo de ellos entre los que llevamos el capelo rojo? ¡Bah…! —Su boca severa tembló en una mueca confusa y extendió los brazos con burlona desesperación—. ¡Somos lo que somos, y Dios tiene que asumir la mitad de la responsabilidad, incluso por los teólogos…! Y ahora, dígame: ¿dónde buscamos a nuestro Papa?
—Esta vez —dijo Rinaldi con voz tersa— debemos elegirlo para el pueblo y no para nosotros.
—Habrá ochenta y cinco de nosotros en el Conclave. ¿Cuántos estarán de acuerdo en lo que es mejor para el pueblo?
Rinaldi bajó la vista hacia el dorso de sus cuidados dedos. Dijo con suavidad:
—Si les enseñásemos primero al hombre, tal vez lograríamos ponerlos de acuerdo.
La respuesta de Leone fue corta y enfática.
—Tendría que comenzar por enseñármelo a mí.
—¿Y si usted aprobase mi elección?
—Entonces habría que formular otra. En ese caso se presentaría otro problema —añadió Leone categóricamente—. ¿Cuántos de nuestros hermanos pensarían como nosotros?
La pregunta era más sutil de lo que parecía, y ambos lo sabían. En efecto, en ella estaba contenido el difícil problema de la elección, la paradoja del Papado. El hombre que llevaba el anillo del Pescador era Vicario de Cristo, representante del Todopoderoso. Su dominio era espiritual y universal. Era el siervo de todos los siervos de Dios, incluso de aquellos que no lo aceptaban.
Por otra parte, era obispo de Roma, metropolitano de una sede italiana. Por tradición histórica, los romanos reclamaban la prioridad a su presencia y a sus servicios. Confiaban en él para tener trabajo, para atraer al turismo y para afirmar su economía mediante las inversiones del Vaticano, y para la preservación de sus monumentos históricos y privilegios nacionales. Su Corte era italiana por sus características: la mayoría de los miembros de su casa y su administración eran italianos. Si no podía tratar con ellos familiarmente en su propia lengua, se hallaba desamparado ante las intrigas palaciegas y todo tipo de intereses partidistas.
Hubo una época en la cual el punto de vista romano había tenido un aspecto curiosamente universal. El numen del antiguo Imperio se aferraba aún a él, y el recuerdo de la Pax Romana no había desaparecido todavía de la conciencia europea. Pero ese numen se desvanecía ya. La Roma Imperial no había dominado jamás Rusia y Asia, y los latinos que conquistaron Sudamérica no llevaron allí la paz, sino la espada. Inglaterra se había rebelado largo tiempo atrás, así como antaño se rebeló contra las legiones romanas. De manera que había motivos fundados para una sucesión nueva, no italiana, al trono papal, así como había también razones fundadas para creer que un Papa extranjero pudiera convertirse en un títere en manos de sus ministros, o en una víctima del talento de aquéllos para la intriga.
La perpetuidad de la Iglesia era un artículo de Fe; pero su desmedro y sus corrupciones, y los obstáculos creados por las insensateces de sus miembros, eran parte del canon de la Historia. Había base para cierto cinismo. Pero una y otra vez, la misteriosa capacidad de autorrenovación de la Iglesia y del Papado confundía a los cínicos. Éstos tenían sus propias explicaciones. Los fieles lo atribuían a la presencia del Espíritu Santo. En ambos casos subsistía un misterio incómodo: por qué el caos de la Historia se atenía en forma tan consistente al dogma, o por qué un Dios omnisciente elegía un método tan desordenado para conservar su posición en la mente de sus criaturas.
De manera que cada Conclave comenzaba con la invocación al Paráclito. El día en que habían de tapiarse las habitaciones, Rinaldi guió a los ancianos y a sus servidores hasta la basílica de San Pedro. Luego llegó Leone, vestido con una casulla escarlata y acompañado por sus diáconos y subdiáconos, para dar comienzo a la misa del Espíritu Santo. Mientras observaba al oficiante, abrumado por el peso de sus elaborados atavíos y moviéndose dificultosamente en el ritual del Sacrificio, Rinaldi sintió un aguijonazo de piedad y una súbita comprensión.
Estos jefes de la Iglesia…, y él con ellos, se hallaban todos en la misma galera. Eran hombres sin descendencia, que «se habían hecho eunucos por amor a Dios». Tiempo atrás habían dedicado sus vidas con mayor o menos sinceridad al servicio de un Dios oculto y a la propagación de un misterio indemostrable. A través de la temporalidad de la Iglesia habían obtenido honores mayores, probablemente, que los que hubiesen obtenido en la vida seglar; pero todos ellos soportaban la carga común de la edad: facultades en decadencia, la soledad de la cumbre y el temor a la rendición final de cuentas que podía encontrarlos en bancarrota.
Rinaldi pensó también en la estratagema que había planeado con Leone para presentar un candidato desconocido aún a la mayoría de los votantes, y para promover su causa sin quebrantar la Constitución Apostólica, que todos habían jurado mantener. Se preguntó si su maniobra no sería una presunción, una tentativa de embaucamiento a esa Providencia que invocaban en aquellos precisos momentos. Pero si la Fe enseñaba que Dios había elegido al hombre como un libre instrumento de su plan divino, ¿en qué otra forma se podía actuar? Era imposible dejar que una ocasión tan trascendental como la elección de un Papa se desarrollase como un juego de azar. Se les recomendaba prudencia mediante la plegaria, una acción meditada, y luego, resignación y sumisión. Pero los planes más prudentes no bastaban para escapar a la sensación pavorosa de hallarse caminando descuidadamente, sin purificación, en terreno sagrado.
El calor, el temblor de las velas, los cánticos del coro y el ritmo hipnótico del rito lo adormilaron, y lanzó una mirada subrepticia a sus colegas para ver si alguno había observado su cabeceo.
Los cardenales se sentaban a ambos lados del santuario, como coros gemelos de ancianos arcángeles, con sus pechos adornados por cruces de oro, los sellos principescos resplandecientes en sus manos cruzadas, sus rostros señalados por la edad y la experiencia del poder.
Allí estaba Rahamani de Antioquía, con su barba partida y sus cejas desiguales y sus ojos brillantes, casi místicos. Allí estaba Benedetti, redondo como una tarta, con sus mejillas rosadas y sus cabellos que recordaban hilillos de caramelo. Benedetti dirigía el Banco del Vaticano. Junto a él se hallaba Potocki de Polonia, el del cráneo alto y calvo y la boca dolorosa y los ojos sabios, calculadores. Tatsue de Japón, sólo necesitaba la túnica azafranada para convertirse en una imagen budista, y Hsien, el chino exiliado, se sentaba entre Rugambwa, el cardenal negro de Kenya, y Pallenberg, el enjuto asceta de Munich.
Los ojos astutos de Rinaldi recorrieron los sidales del coro, repitiéndose las virtudes o limitaciones de los cardenales, aplicando a cada uno de ellos el marbete clásico de papábile, el que tiene hechuras de Papa. Teóricamente, todos los miembros del Conclave podían lucirlo. En la práctica, sólo unos pocos podían ser elegidos.
Para algunos, la edad era un obstáculo. A otros, se lo impedía el temperamento, talento o reputación. La nacionalidad era un problema vital. Era imposible elegir a un norteamericano sin que la Iglesia pareciese dividir aún más al Este y el Oeste. Un Papa negro podría parecer un símbolo espectacular de las nuevas naciones revolucionarias, así como un japonés podría ser un útil eslabón entre Asia y Europa. Pero los Príncipes de la Iglesia eran hombres viejos y desconfiaban de los gestos espectaculares, así como desconfiaban de los legados de la Historia. Un Papa alemán podía enajenar las simpatías de aquellos que sufrieron en la Segunda Guerra Mundial. Un francés, haría recordar los tiempos de Aviñón y de las rebeliones tramontanas. En las actuales circunstancias, un Papa ibérico significaría una indiscreción diplomática. Gonfalone, el milanés, tenía reputación de santo, pero se estaba convirtiendo en un recluso, lo que podía perjudicarle en un cargo tan público. Leone era un autócrata que bien podía confundir el fuego del fanatismo con la llama de la compasión.
El lector leía los Hechos de los Apóstoles. «En esos días, Pedro comenzó y dijo: Hombres, hermanos, el Señor nos encomendó que predicásemos a la gente y que diésemos testimonio de que Él es quien ha sido designado por Dios para ser el juez de los vivos y de los muertos…» El coro cantó «Veni, Sancte Spiritus… Ven, Espíritu Santo y llena el corazón de los fieles». Entonces, Leone comenzó a leer con su voz fuerte y obstinada el Evangelio para el día del Conclave: «Aquel que no entra por la puerta en el redil, sino que trepa por otro camino, es un ladrón y un bandolero. Pero el que entra por la puerta es el pastor de las ovejas.» Rinaldi inclinó la cabeza entre sus manos y oró por que el hombre que ofrecía fuese en verdad un pastor, y por que el Conclave le entregase el cayado y el anillo.
Cuando la misa terminó, el celebrante se retiró a la sacristía para quitarse sus vestiduras, y los cardenales relajaron sus nervios en los sitiales. Algunos cuchichearon, dos cabeceaban, aún adormilados, y uno sorbió subrepticiamente una pizca de rapé. La parte siguiente de la ceremonia era sólo una formalidad, pero prometía ser una formalidad tediosa. Un prelado les leería una homilía en latín, acentuando una vez más la importancia de la elección y su obligación moral de llevarla a cabo en forma ordenada y honesta. Tradicionalmente, se elegía a este prelado por la pureza de su latín, pero el camarlengo había hecho otros arreglos.