Un murmullo de sorpresa agitó a la asamblea al ver que Rinaldi abandonaba su lugar y caminaba hasta el extremo alejado de los sitiales, por el costado del Evangelio en el altar. Rinaldi ofreció su mano a un cardenal alto y delgado y lo condujo hasta el púlpito. Cuando apareció allí en lo alto, recibiendo las luces de lleno en el rostro, sus hermanos vieron que era el más joven entre ellos. Tenía el pelo negro, su barba cuadrada también era negra, y su mejilla izquierda estaba surcada por una larga cicatriz lívida. En su pecho, junto a la cruz, colgaba un icono pectoral que representaba una imagen bizantina de la Madonna y el Niño. Al persignarse, lo hizo de derecha a izquierda, a la manera eslava; pero cuando comenzó a hablar no lo hizo en latín, sino en un toscano puro y melodioso. A través de la nieve, Leone sonrió su severa aprobación a Rinaldi, y luego, como sus colegas, ambos se entregaron a la sobria elocuencia del desconocido:
—Me llamo Cirilo Lakota, y he llegado último y mínimo a este Sacro Colegio. Hoy os hablo invitado por nuestro hermano el cardenal camarlengo. Para la mayoría de vosotros soy un desconocido, porque mi pueblo está disperso y he pasado los últimos diecisiete años en prisión. Si tengo algún derecho entre vosotros, algún mérito, que sea éste su fundamento: hablo por los extraviados, por aquellos que caminan en la oscuridad y en el valle de las sombras de la muerte. Por ellos y no por nosotros nos reunimos en este Cónclave. Por ellos y no por nosotros debemos elegir un Pontífice. El primer hombre que ostentó este título caminó junto a Cristo y fue crucificado como el Maestro. Aquellos que mejor han servido a la Iglesia y a los fieles han sido los que se hallaban más próximos a Cristo y a los demás seres humanos, que son la imagen de Cristo. Tenemos un gran poder en nuestras manos, hermanos míos. Pondremos un poder aún mayor en manos del hombre a quien elijamos, pero debemos usar ese poder como siervos y no como amos. Debemos recordar que somos lo que somos: sacerdotes, obispos, pastores, mediante un acto de dedicación a los seres humanos que son el rebaño de Cristo. Lo que poseemos, incluso las ropas que llevamos, llega a nosotros por su caridad. La trama material de la Iglesia se alzó piedra a piedra, ofrenda a ofrenda de oro, por el sudor de los fieles, y nos la han entregado para que nuestras manos la administren. Son ellos quienes nos han educado para que podamos enseñarlos a ellos y a sus hijos. Son ellos quienes se humillan ante nuestro sacerdocio, como ante el Divino Sacerdocio de Cristo. Para ellos ejercemos los poderes sacramentales y sacrificiales que nos han sido concedidos en la unción y la imposición de las manos. Si en nuestras deliberaciones servimos a otra causa que no sea ésta, somos traidores. No se nos pide que estemos de acuerdo en lo que es mejor para la Iglesia, sino sólo que deliberemos con caridad y humildad, y, finalmente, demos nuestra obediencia al hombre elegido por la mayoría. Se nos pide que actuemos con rapidez para que la Iglesia no quede sin su cabeza. Y en todo esto seremos lo que finalmente nuestro Pontífice declarará ser: siervos de los siervos de Dios. Y en estos momentos finales, seamos complacientes instrumentos en sus manos. Amén.
Fue dicho en forma tan simple, que podría haber sido la formalidad acostumbrada, pero este hombre y su rostro marcado, y su voz poderosa, y sus manos deformadas y elocuentes, prestaban a las palabras una inesperada y conmovedora intensidad. Un largo silencio cubrió su retiro del púlpito y el regreso a su lugar. Leone movió su melena leonina aprobadoramente y Rinaldi susurró una callada plegaria de gracias. Luego, el maestro de Ceremonias se hizo cargo de los procedimientos y condujo a los cardenales y a sus servidores, con su confesor, y su médico y su cirujano, y el arquitecto del Conclave, y los obreros del Conclave, fuera del recinto de la Basílica y dentro de los confines del propio Vaticano.
En la Capilla Sixtina se les tomó juramento otra vez. Luego, Leone ordenó que tocaran las campanas, de manera que todos los que no perteneciesen al Conclave abandonaran de inmediato el área sellada. Los servidores condujeron a cada cardenal a sus habitaciones. Luego, el prefecto del maestro de Ceremonias y el arquitecto del Conclave comenzaron su inspección ritual del recinto cerrado. Avanzaron de habitación en habitación, descorriendo cortinas, iluminando rincones oscuros, abriendo armarios, hasta declarar que el lugar se hallaba libre de intrusos.
Se detuvieron en la entrada de la gran escalinata de Pío X, y la Guardia Noble marchó fuera del recinto del Conclave, seguida por el mariscal del Conclave y sus ayudantes. Se cerró la gran puerta. El mariscal del Conclave dio vuelta a la llave en el exterior. En el interior, los maestros de Ceremonias dieron vuelta a sus propias llaves. El mariscal ordenó alzar su bandera sobre el Vaticano, y desde aquel momento nadie podía entrar o salir, o hacer llegar mensaje alguno hasta que se eligiese y nombrase un nuevo Papa.
Solo en sus habitaciones, Cirilo, cardenal Lakota, comenzaba a vivir un purgatorio privado. Era éste un estado recurrente cuyos síntomas le eran familiares: sudor frío en el rostro y en las palmas, temblores en sus miembros, crispaciones en los nervios seccionados de su rostro, el horror de sentir que la habitación se estrechaba para aplastarlo. Dos veces se había visto tapiado en las literas de una prisión subterránea. Durante cuatro meses había soportado los terrores de la oscuridad, el frío, la soledad y el hambre, hasta que los pilares de su razón se habían derrumbado en el esfuerzo. En todos sus años de exilio siberiano, nada le había afectado tanto ni dejado tan profunda huella en su memoria. Nada lo había acercado más a la abjuración y la apostasía.
Lo habían golpeado a menudo, pero los tejidos así dañados habían sanado con el tiempo. Lo habían interrogado hasta que todos sus nervios parecían gritar y su mente caía en confusión misericordiosa. De esto también había emergido más fuerte en su fe y en la razón, pero el horror del confinamiento solitario permanecería en él hasta su muerte. Kamenev había cumplido su promesa. «No podrá olvidarme jamás. Adondequiera que usted vaya, estaré yo. Y dondequiera que usted llegue a ser, yo seré parte de usted.» Aun aquí, en los confines neutrales de la Ciudad del Vaticano, en la habitación principesca bajo los frescos de Rafael, Kamenev, su atormentador insidioso, se hallaba a su lado. Sólo había una manera de escapar a él, la que había aprendido en las literas cerradas: la proyección del espíritu torturado hacia los brazos del Todopoderoso.
El cardenal cayó de rodillas, sepultó el rostro entre sus manos y trató de concentrar todas las facultades de su mente y cuerpo en una sencilla acción de abandono.
Sus labios no buscaron palabras, pero su voluntad se aferró al lamento de Cristo en el Getsemaní. «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz.»
Sabía que, finalmente, el cáliz se apartaría, pero debía soportar primero esa agonía. Las murallas lo estrechaban implacablemente. El cielo raso pesaba sobre él como una vestidura de plomo. La oscuridad oprimía sus ojos y se acurrucaba dentro de su cráneo. Cada músculo de su cuerpo se anudaba dolorosamente y sus dientes castañeteaban como en los rigores de la fiebre. Luego se sintió mortalmente helado, mortalmente tranquilo, y esperó pasivamente la luz que era el comienzo de la paz y de la comunión.
La luz era una especie de aurora vista desde una alta montaña, derramándose suavemente sobre cada pliegue del terreno, de manera que todo el esquema de su historia se revelase de una vez. Allí estaba la ruta de su propio peregrinar, como una cinta escarlata que se extendía cuatro mil millas desde Lvov, en Ucrania, a Nicolaievsk, en el mar de Ojotsk.
Cuando terminó la guerra contra los alemanes, y a pesar de su juventud, Cirilo Lakota fue designado metropolitano de Lvov, sucesor del piadoso Andrew Szepticky, gran líder de los católicos rutenos. Poco después fue arrestado con otros seis obispos y deportado a las fronteras orientales de Siberia. Los otros seis murieron, y Lakota había quedado solo, pastor de un rebaño perdido y debiendo llevar la cruz sobre sus hombros.
Había estado diecisiete años en prisión o en campamentos de trabajos forzados. Sólo una vez, durante ese tiempo, había podido decir misa con un poquitín de vino y una corteza de pan blanco. Sólo podía aferrarse a la doctrina, a las plegarias y las fórmulas sacramentales que su mente atesoraba. Toda la fortaleza y la compasión que había gastado en sus compañeros de prisión tuvieron que salir de sí mismo y del pozo de la misericordia divina. Y, sin embargo, su cuerpo debilitado por la tortura había recuperado milagrosamente sus fuerzas en la esclavitud del trabajo en minas y en cuadrillas camineras, de modo que ni siquiera Kamenev pudo mofarse de él, demostrando, en cambio, su asombro ante esta supervivencia.
Porque Kamenev, su atormentador en los primeros interrogatorios, volvía siempre; y cada vez que aparecía había escalado un peldaño más en el orden marxista. Cada vez parecía un poco más cordial, como si poco a poco se dejase ganar por cierto respeto hacia su víctima.
Incluso desde la cima de la contemplación, Lakota podía ver a Kamenev: frío, sardónico, buscando en él los más pequeños vestigios de debilidad, el menor indicio de rendición. Al comienzo había tenido que forzarse a orar por su carcelero. Luego habían llegado a una especie de helada fraternidad, mientras uno se elevaba y el otro parecía hundirse más profundamente en su camaradería con los esclavos siberianos. Finalmente, había sido Kamenev quien había organizado su fuga, infligiéndole la ironía final de darle la identidad de un muerto.
—Quedará en libertad —le había dicho Kamenev— porque le necesito libre. Pero siempre sera: usted mi deudor, porque maté a un hombre para darle su nombre. Algún día acudiré a usted para exigirle el pago. Y usted me pagará, cueste lo que cueste.
Parecía casi que el carcelero hubiese adoptado el manto de la profecía, porque Cirilo Lakota había escapado y se había dirigido a Roma, para descubrir allí que un Papa agonizante lo había hecho cardenal in pettore: cardenal, hombre del destino, soporte de la Madre Iglesia.
Hasta este punto el camino retrospectivo estaba claro. En sus tragedias podía discernir la promesa de gracias futuras. Por cada uno de los obispos que habían muerto por sus creencias, un hombre había muerto en sus brazos en el campamento, bendiciendo al Todopoderoso por la absolución final. Su rebaño disperso no perdería totalmente la Fe por la cual había sufrido. Algunos vivirían para propagar su credo y para mantener encendida esa luz pequeñita que algún día podría hacer arder mil antorchas. En la degradación de las cuadrillas camineras había visto cómo los hombres más extraños sostenían las dignidades humanas. Había bautizado a niños con un poco de agua sucia y los había visto morir incontaminados con la miseria del mundo.
Y él mismo había adquirido humildad y gratitud y el valor para creer en una Omnipotencia que trabajaba una evolución gigantesca hacia el bien último. Había aprendido compasión y ternura y el significado de los llantos en la noche. Había aprendido a esperar que su persona pudiese ser para Kamenev, si no un instrumento de iluminación, por lo menos uno de absolución final. Pero todo esto pertenecía al pasado, y el esquema de su vida tenía aún que desenvolverse más allá de Roma en un futuro insondable. Incluso la luz de la contemplación se detenía en Roma. Había tendido allí un velo, y el velo era el límite impuesto a la presciencia por un Dios misericordioso…
La luz cambiaba ahora; el paisaje de las estepas se había convertido en un mar ondulante por el cual avanzaba hacia él una figura vestida con ropajes antiguos, el rostro resplandeciente, sus manos horadadas tendidas hacia él en un saludo de bienvenida. Cirilo, cardenal Lakota, se echó atrás e intentó sumergirse en el mar iluminado, pero no había escapatoria. Cuando las manos lo tocaron y el rostro luminoso se inclinó para besarlo, se sintió desgarrado por una alegría y un dolor intolerables. Luego penetró en ese momento de paz.
El sirviente destinado a su servicio entró en el cuarto y lo vio arrodillado como un cataléptico, con los brazos extendidos en actitud de crucifixión. Rinaldi, que recorría las habitaciones de los miembros del Conclave, llegó hasta él y trató en vano de despertarlo. Entonces Rinaldi también se alejó, estremecido y humilde, para consultar con Leone y sus colegas.
En su oficina, atestada y poco elegante, George Faber, el canoso decano de la Prensa romana, corresponsal en Italia del Monitor de Nueva York desde hacía quince años, escribía un artículo sobre la época en que se desarrollaba la elección papal:
«…Fuera del pequeño recinto medieval del Vaticano el mundo se halla en estado de crisis. Soplan vientos de cambios y se alzan tormentas de advertencia, ora en un lugar, ora en otro. La carrera de armamentos entre los Estados Unidos y Rusia continúa sin atenuación. Todos los meses hay nuevas penetraciones hostiles en las altas órbitas del espacio. Hay hambre en la India y guerra de guerrillas en las penínsulas del sur de Asia. Hay truenos sobre África, y en las capitales de Sudamérica flamean banderas revolucionarias desgarradas. Hay sangre en las arenas del norte de África, y en Europa la batalla por la supervivencia económica se libra tras las puertas cerradas de los Bancos y en las salas de juntas directivas. Muy alto sobre el Pacífico, los aviones vuelan para tomar muestras de la contaminación atmosférica causada por partículas atómicas letales. En China, los nuevos dinastas luchan por llenar los estómagos de millones de hambrientos mientras sujetan sus mentes a la rígida ortodoxia de la filosofía marxista. En los nebulosos valles del Himalaya, donde ondean las banderas de las plegarias y los recolectores de té trabajan en las terrazas, hay correrías e incursiones desde el Tibet y Sinkiang. En las fronteras de la Mongolia Exterior, la inquieta amistad de Rusia y China está tensa y a punto de romperse. Barcos patrulleros recorren las ciénagas de mangle y las ensenadas de Nueva Guinea, mientras las tribus montañesas tratan de proyectarse dentro del siglo xx en un brinco gigantesco desde la Edad de Piedra.
»En todas partes el hombre ha tornado conciencia de sí mismo como un animal de tránsito, y lucha desesperadamente por afirmar su derecho a lo mejor del mundo durante el breve período que habita en él. El nepalés acosado por sus demonios montañeses; el culi que gasta su corazón tirando del rickshaw; el israelí sitiado en todas sus fronteras, todos y cada uno de ellos están reafirmando su derecho a una identidad; y todos tienen los oídos dispuestos para cualquier profeta que les prometa alguna.»