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Authors: Betina González

Tags: #Drama

Las poseídas (2 page)

BOOK: Las poseídas
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«Hay virginidades de larga inteligencia.» Si los padres fueran sinceros en la percepción de sus hijos sin gracia, sobre todo de sus hijas, no dudarían en enviarlos a una escuela católica. La Iglesia ha cumplido y cumple esa función social con eficiencia: la de retirar del mundo esas catástrofes de la femineidad, protegiéndolas, cultivando con paciencia el milagro de la floración. Se me ocurre que ése es el mejor argumento para justificar la existencia de colegios como el Santa Clara de Asís. Más de una carrera exitosa ha comenzado con esa temprana negación del cuerpo y la inversión de los mejores años en rigurosas disciplinas que luego encuentran mejores causas.

Si hubiera sido un poco más hipócrita, yo también habría encontrado consuelo en el grupo de las místicas. Pero tenía las tetas demasiado grandes. El atractivo me descalificaba. Había que ser etérea o decididamente esférica para que te admitieran por derecho natural. Cualquier insinuación de la forma femenina era interpretada como un insulto o una broma de mal gusto. De todos modos, las Hijas de la Luz me hubieran aburrido pronto. Ni siquiera se interesaban por los misterios de la fe. No debatían a san Agustín ni pasaban sus horas en el jardín de Marsilio Ficino. Nada de transfixión o de llagas redentoras. La Iglesia les ofrecía una tabla de salvación como cualquier otra y ellas la abrazaban sin ningún esfuerzo ni cuestionamiento. Es fácil imaginarlas ahora abrazadas al botox, la homeopatía o la reproducción como antes a Cristo, san Francisco o la Virgen de Fátima.

Entre esos dos extremos, las demás se ordenaban en grupos (a veces solamente parejas o triunviratos) que admitían todas las versiones de la mediocridad y la desesperación; chicas cuyos nombres he olvidado, que formaban intersecciones y permutaciones con otras igualmente olvidables. También estaba el grupo de las atletas, que incluía a las deportistas (las jugadoras de hockey y de volley) y a algunas chicas sin talento pero obsesionadas por las desobediencias de su propio cuerpo. Pasaban horas ensayando los esquemas de gimnasia para la fiesta de fin de año, un evento abierto al público en el que éramos exhibidas en disfraces absurdos (polleritas de tenis que dejaban ver un bombachón humillante o calzas ajustadísimas igual de reveladoras) para ilustrar el viejo axioma de las mentes sanas en el que ya nadie creía. Otro grupo era el de las que siempre estudiaban, universalmente despreciadas porque competían con descaro por los honores institucionalizados. Había algunos más. El de las que eran pobres y tenían becas. El de las fanáticas del rock de moda. El de las acomplejadas. El de las putitas.

Más allá de todas, estaban las rebeldes, que no era un grupo sino un estado efímero al que se entraba con uno o dos actos de arrojo (usar maquillaje excesivo en la escuela, robar una imagen de la capilla, pegar un cartel obsceno en la espalda de alguna monja o raparse la cabeza) y del que se salía con igual facilidad, una vez agotado el círculo de la apreciación, el chisme, la confesión o el castigo. Las reincidentes eran pocas. Pero en un país recién salido de su peor dictadura, esos gestos pueriles eran verdaderas tomas de posición. No sabíamos lo que era la revolución. No íbamos a incendiarlo todo. Mucho menos porque sí, para que ardiera. No nos habían dejado más alternativa que la rebelión de estampita, destellos de bronca que de vez en cuando afloraban para dar testimonio de nuestro desconcierto, de nuestra sospecha de que las cosas iban a ser distintas y en cambio habíamos heredado esa farsa, esa estafa colectiva.

A ese mundo llegó Felisa, a mediados de marzo, cuando las clases ya habían empezado. Verla fue respirar. Había sido un mes lluvioso, gran parte de la ciudad estaba permanentemente inundada. El encierro en el colegio parecía una continuación de la tormenta y los recreos eran apenas un simulacro. Los pasábamos amontonadas en las galerías, comiendo nuestros sándwiches casi en silencio, como si fuéramos soldados que en cualquier momento debían volver a sus trincheras. Felisa entró en la mitad de la clase de biología, con el pelo y la camisa empapados. Eso habría bastado para disminuir a cualquiera. A ella no. Llevaba una mochila de cuero llena de prendedores y una cinta negra en el brazo un poco más abajo del hombro. Pero ese día no vimos su pelo enmarañado o el pliegue irregular en el labio superior que le daba a toda su cara una expresión de desprecio en reposo. Lo único que vimos fue la cicatriz que empezaba debajo de su ojo derecho, cruzaba en diagonal hasta su oreja y se perdía en alguna parte de su cuello.

Acababa de llegar de Ámsterdam, dijo la preceptora, que la precedió y la condujo hasta un banco vacío enfrente del escritorio de la profesora. En lugar de sentarse inmediatamente, Felisa nos dedicó una mirada larga. No fue una mirada de superioridad, más bien de inquisición divertida. Pareció que iba a decir algo, pero en cambio la que habló fue otra vez la preceptora. Claramente, la presencia de Felisa en esa aula de suburbio necesitaba más explicaciones. «Acaba de perder a su mamá», dijo repitiéndose, como si Felisa no terminara de desprenderse de los eventos en su vida, como si hubiera dejado el cadáver de su madre en la puerta de entrada o se hubiera bajado del avión en ese mismo instante. Ella giró un poco la cabeza y la miró directamente a los ojos, con esa mirada que yo pronto me entrenaría en sostener. La preceptora no pudo. Bajó los ojos, avergonzada, y se fue luchando con el paraguas que había traído para cruzar el patio.

Más que esa presentación, la cicatriz o la banda negra en su brazo, fue su modo de hablar el que me impresionó enseguida. En el recreo corto, Felisa ya estaba rodeada de chicas. Sentada sobre su escritorio, mientras se secaba el pelo (alguien le había traído una toalla), respondía preguntas sobre Londres o Ámsterdam en un español filoso, de vocales cerradas y giros sorpresivos por el que de a ratos se filtraban indicios de que alguna vez había sido argentina. Era un año más chica que nosotras y había vivido en Europa desde los seis años. En ciudades grandes y pequeñas. En hoteles y mansiones. También en un pueblito cerca de Ginebra en donde la única escuela era un internado. Y había pasado un verano entero de vacaciones en Costa Rica y otro en Japón. En cada lugar, su padre (que trabajaba para alguno de esos organismos internacionales con causas desmesuradas como el hambre o el analfabetismo) había insistido en que Felisa no perdiera su español nativo. Le conseguía tutores bilingües. O la obligaba a entablar amistades de una hora diaria con los hijos de sus colegas latinoamericanos. Igual que su español, Felisa estaba hecha de fragmentos que no componían ninguna figura conocida. Tenía ese aire de educada condescendencia de quien se sabe de paso, de quien conoce íntimamente la mecánica cruel, azarosa (y en definitiva poco importante) de los ciclos del afecto. A los quince años, ya no tenía nada que aprender.

Ese día no me sumé a su círculo de admiradoras, que sólo querían hablar de ropa y de chicos extranjeros. ¿Ya presentía que Felisa y yo habíamos llegado por distintos caminos al mismo estado de indolencia, al mismo desprecio por las conmociones que sacudían a diario el mundo de nuestras compañeras? Probablemente no. Era sólo una sospecha, una temeridad que no acababa de decirse a sí mima la que yo perseguía sin saberlo durante esos años. También yo sentía que no tenía nada que aprender. ¿Pero acaso no es eso lo que sabe cualquier adolescente? Todo lo que viene después no es más que la asfixia de esa certeza. Eso y la aceptación de ese nuevo compañero: el miedo sin contorno y sin fin que llaman adultez.

Dos días después, pude medir qué lejos estaba de ser como ella. Fue durante la clase de inglés, aunque el significado del incidente pasó desapercibido para la mayoría de las chicas. Todas las clases de miss Evans —una inglesa de segunda generación que todavía conservaba familiares en el Reino Unido— tenían la misma mecánica. Ni bien ella abría la puerta, debíamos ponernos de pie y recitar una versión del Ave María llena de pronombres arcaicos donde Dios se transformaba en una especie de terrateniente y la virgen y
the Lord
lo hacían todo en tono muy shakespeariano. Después, pasábamos a la lectura del día. Miss Evans no creía en la conversación. Mucho menos en la tecnología. Leer en voz alta era su único método pedagógico. Una lectura penosa, en la que nos corregía por turnos. Un relato o una descripción de los medios de transporte en Liverpool podía durar toda la clase, dependiendo de quiénes fueran sus víctimas. Creo que en el fondo disfrutaba de mantenernos en la ignorancia, como si fuera la guardiana de una lengua que no estábamos listas para compartir.

Ese día, mientras una de las estudiosas leía con la pronunciación afectada que le valdría una palmadita, desde el fondo del salón, adonde había trasladado su banco con la excusa de estar más cerca de la ventana, Felisa empezó a hacer una serie de ruidos. «Soeces», diría después la madre superiora. Bestiales, diría yo. Una combinación de animalidades que encajaban justo en las pausas arrítmicas que hacía al leer María Eugenia Anguita. También golpeaba el escritorio con la mano izquierda; un movimiento sin forma, un temblor de los dedos que sonaba involuntario. Indignada, miss Evans (que no parecía haberse enterado de nada sobre la «chica nueva») le ordenó continuar con la lectura. Felisa no sólo lo hizo en un inglés perfecto, sino que a la tercera o cuarta línea, abandonó el texto del manual y su voz entró en una cadencia única, alucinada. Algunas tardaron en darse cuenta de que no leía. Lo único que yo entendí fue que las palabras no salían de su boca. Salían directamente de su corazón:
«How wonderful is Death, Death, and his brother Sleep!»
. Ahora es fácil reconocer los versos de
Queen Mab
. Pero entonces, solamente por la transformación de miss Evans tuvimos algún indicio de lo que estaba pasando. También ella pareció respirar por primera vez. Se levantó y caminó sin ruido hasta el banco de Felisa. En el trayecto, su cara se deshizo de años de exilio y maquillaje. Casi sonrió. Y cuando Felisa —que no dejó nunca de mirarla a los ojos— decidió acabar el poema en
«Yes! She will wake again»
, dándole a Shelley, después de tanta podredumbre y venas azuladas, un final nuevo, lleno de vida, fue como si hubiera lanzado un conjuro sobre la pobre inglesa abandonada.

Desde mi banco pude ver que una gota de sudor resbalaba por la frente de miss Evans. Sus dedos levantaron un mechón del pelo de Felisa y lo dejaron caer. Tal vez se estaba cerciorando de que la chica era real. Felisa seguía mirándola (sus manos ahora estaban quietas, cruzadas sobre su falda). Miss Evans dijo algo que nadie más entendió. Ella sonrió, se levantó y salió del aula. Pasó el resto de la clase en la galería.

En los chismes y relatos que siguieron al episodio (y hubo sólo algunos, los suficientes para que muchas empezaran a dudar del atractivo cosmopolita de Felisa), la mayoría de las chicas se quedaría siempre con la primera parte de la historia. Con los ruidos bestiales y los dedos morenos y alargados rebotando sin control contra la madera del escritorio. A las chicas católicas les encantaba invocar al demonio, que siempre agregaba un barniz concupiscente a su falta de imaginación. Pero las Hijas de la Luz fueron las primeras en rechazar esa explicación. Sopesaron adjetivos y especularon sobre los trastornos que produce la vida en otros países. Dos o tres lugares comunes dignos de la hermana Patricia vinieron a tranquilizarlas: «la falta de raíces» y las drogas (todas sabían lo que Ámsterdam significaba en el mapa del mundo). Otras hablaron de los internados, de maestros con látigos y penitencias europeas. Ninguna falló en recordar el accidente y la madre muerta. Más ramificaciones se abrieron en este nudo de la historia. Por un momento creí que admitirían su derrota, que iban a redimirse. Hubo un silencio nuevo. Pero no duró. Finalmente, las Iniciadas pronunciaron el veredicto que todas eludían: Felisa era simplemente una asquerosa. Sólo le había faltado soltar un hilo de baba durante su representación.

Yo, como siempre, no dije nada.

2

El colegio primero había sido un orfanato fundado por las Hermanas de la Caridad y después simplemente una escuela para chicas pobres que las monjas educaban «en la virtud para el servicio». Nunca había sido un convento de clarisas. Por qué las Hermanas habían elegido el nombre de la santa italiana que predicaba la pobreza para una institución destinada a chicas que ya la sufrían, era para nosotras un misterio menos interesante que las historias de fantasmas que repetíamos de generación en generación. De las monjas que lo habían fundado a principios de siglo no quedaba en el colegio más que el retrato de su madre superiora, colgado al final del corredor que llevaba de la rectoría al salón de actos. El obispado, a cargo de la escuela desde los años treinta, había conservado el nombre pero había reemplazado a las Hermanas de la Caridad por las Hijas de la Inmaculada Concepción y por profesoras laicas, con las que igual seguíamos reflexionando sobre la pobreza —especialmente en el himno a la santa patrona— por una alta cuota mensual.

Del predio del Santa Clara —que incluía hasta un pequeño bosque con un lago— sólo habían sobrevivido tres manzanas rodeadas por una pared continua donde los chicos del barrio pintaban distintos tipos de groserías (un día, el nombre de Marisol apareció acompañado por una gran boca que se tragaba tres penes desmesurados). Se decía que la reputación de las chicas del Santa Clara, alguna vez, perfectas sirvientas u operarias para una ciudad que no dejaba de crecer, ahora llegaba hasta la quinta de Olivos, otro gran paredón no muy lejos de la escuela. Toda clase de historias de perversiones circulaban a nuestro alrededor. Los padres y madres de las nuevas clarisas seguían asistiendo a las ceremonias de comunión y confirmación sin enterarse de nada. Aunque no todas merecíamos la reputación, no dejaba de tener cierto atractivo ser parte de esas mitologías. Había algunas que aprenderíamos a usarlas a nuestro favor.

Alguien escribió alguna vez que el único gesto de honestidad que le queda a un hombre maduro es el de esperar a las niñas a la salida de los liceos con los bolsillos llenos de chocolatines. Esa ingenuidad al final de una frase que quiere ser provocadora siempre me ha dado risa. Igual que los disfraces de colegiala que se venden en los
sex shops
. ¡Chocolatines! ¿Hace falta aclarar que con chocolates los hombres maduros no llegan a ninguna parte?

La idea de que cualquier contacto con lo masculino podía corrompernos —como «el comercio de la copa con la flor», diría la madre Imelda— sólo entretenía a algunas monjas, a los padres y a algunos merodeadores de ocasión. No en todas, pero seguramente sí en las Iniciadas, había cierta consciencia de la ventaja que les daba el uniforme. Lo usaban lo más corto que podían. Si en el colegio las obligaban a bajar la túnica hasta las rodillas, volvían a subirla ni bien cruzaban el portón de salida. Es cierto que mostrar las piernas era el único resto de coquetería que permitía esa tela pesada y azul que teníamos que usar sobre una camisa celeste todavía más deprimente y una corbatita negra a la que no le cabía otro adjetivo más que el de bochornosa.

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