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Authors: Betina González

Tags: #Drama

Las poseídas (10 page)

BOOK: Las poseídas
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Felisa tardó en comentar mi transformación. Después de la reprimenda de la madre Imelda, faltó varios días a la escuela y el resto de esa semana estuvo lejos, abstraída, quizás arrepentida de todo lo que me había contado. Pero mis hazañas no le pasaron desapercibidas.

Además de las imágenes en la capilla y el jardín, el colegio tenía una gruta en uno de los patios que reproducía en tamaño natural la advocación de Lourdes. Una mañana sin lluvia pero especialmente gris, la estatua de santa Bernardita apareció decapitada. No era difícil descubrir, si una miraba con atención, que la santa era de yeso hueco, mientras que la virgen era de un material más noble y seguramente maciza. Quizás por eso la expresión en la cara de la niña siempre me había parecido más de retraso mental que de arrobamiento. Probablemente las dos imágenes habían sido fabricadas en lugares diferentes. Las vírgenes son complicadas. Hay que hacerlas por encargo. Cada una tiene sus atributos: las rosas doradas en los pies de la Virgen de Lourdes, la serpiente de la Inmaculada Concepción, la corona y el niño de María Auxiliadora. En cambio, las niñas santas sin nombre ni señas particulares se venden hasta en los cementerios.

Las monjas trataron de restarle importancia al crimen. No hablaron de profanación. Hablaron de tristeza y de almas confundidas. Culparon a la misma banda de chicos que había asaltado las mansiones del río. «El que pesa los corazones comprende», dijo la madre Imelda y nos ordenó olvidarnos del asunto. Pero las clarisas no olvidaron. Empezaron a encender velas alrededor de la imagen decapitada y a dejar ofrendas a los pies de la santa: pañuelos, flores, pulseras y hasta cartas y dibujos en sobres color pastel. Los ojos extraviados y la sonrisa torcida de Bernardita nunca habían generado tanta devoción. Las monjas bien podían contar todo el episodio como una victoria.

La mañana en que Bernardita perdió su cabeza, mientras formábamos en el patio principal, Felisa pasó su brazo por detrás de la espalda de Esperanza Núñez y me dio un papel arrugado en el que había escrita una sola palabra en tinta azul casi ilegible: «Pronto». Mientras las demás degradaban el acontecimiento en codazos y murmullos, busqué sus ojos, con el papel todavía quemándome en el puño. No había alarma ni preocupación en ellos. En los ojos de Felisa había la misma pregunta de siempre, la que yo había visto ese primer día, el día en que me había dicho que algún día iba a matarse. Era una pregunta que me incluía. Al día siguiente, en medio de la clase de música (yo había logrado colocarme a su lado en la tarima del coro), Felisa levantó la manga de mi camisa delante de todas las otras chicas. Al ver la huella que había dejado un punzón en mi antebrazo, sonrió, cerró los ojos y siguió cantando. Las clases de música eran una de las pocas ocasiones en las que ella perdía su mueca de desprecio.

A pesar de esos gestos de reconocimiento, Felisa me evitaba. En esos días, se fue abriendo entre las dos un vacío (con ella hubiera sido imposible llenar esos silencios con trivialidades) y lo que al principio pensé como una forma de disimulo, pronto se reveló como un verdadero deseo de soledad. Parecía caminar en trance todo el tiempo. Ya casi no hablaba. O lo hacía en voz muy baja, como si contara. A las profesoras les contestaba con monosílabos y, en cuanto podía, abandonaba el salón de clases. No sé dónde se metía en los recreos. La busqué en la biblioteca, en el jardín, en la capilla y en el gimnasio, fingiendo dar vueltas al azar para no revelar mi inquietud. No tenía el valor para enfrentarla delante de las otras (cuánto peor es el rechazo cuando está lleno de testigos). Entendí que había sido yo la que me había equivocado. Nuestro acercamiento había sido un acontecimiento único, irrepetible. O tal vez Felisa esperaba un gesto que yo todavía no encontraba, un gesto que de alguna manera yo le había prometido. Dejé de buscarla, pero igual siempre terminaba mi recorrido en el baño del quinto piso.

Fue a Marisol y no a Felisa a la que encontré un día al principio del recreo mirándose en el espejo de ese baño, las manos cerradas sobre el borde de la pileta. Iba a volver sobre mis pasos pero ella me llamó sin darse vuelta, buscando mis ojos en el espejo. Pensé que iba a pedirme ayuda con el Romanticismo en el Río de la Plata pero empezó una pregunta y no supo cómo terminarla. Después solamente dijo en voz muy baja:

—Felisa y vos.

Por fin alguien se animaba a preguntar. En el silencio que siguió, pude medir toda mi recién adquirida importancia. Marisol Arguibel dudaba. Ni siquiera la Reina sabía darle un nombre a la sospecha colectiva. Mantuve mis ojos fijos en los suyos. Fue ella la que tuvo que bajar la mirada. Emitió un «¿por qué?» medio desmayado que sonó más a reproche que a curiosidad.

—Porque sí —contesté.

Aunque puede ser que dijera otra cosa. Que dijera «de ahora en adelante, a nadie más conoceré en lo humano; de ahora en adelante y si es necesario, comeré vidrio, sangre o sombra para marcar mi diferencia». Puede ser que dijera eso. Como también puede ser que dijera alguna vulgaridad. En pocos días ya había dejado de asombrarme de mí misma y de las palabras que salían de mi boca.

Los dedos de Marisol apretaron con más fuerza el borde de la pileta pero su cara no reveló nada. Se pasó una mano por el pelo; en la otra, algo plateado brilló por un segundo. Agarré al vuelo su muñeca y cerré mis dedos hasta hacerle daño. Ella abrió los suyos: en su palma había un arito con forma de libélula.

—Lo encontré en el piso de casa. Es de ella, ¿no? Además, la señora que limpia dijo que había visto a dos chicas por la ventana. Lo que no entiendo es cómo hizo para convencerte. Lo único que les pido es que no se lo cuenten a nadie. No sabés todo lo que ya sufrió mi familia con todo esto.

—Está bien —dije sin saber de lo que hablaba.

Me alcanzó con adivinar el miedo en sus ojos. En ese momento, la vi como seguramente sólo la habían visto sus padres o quizás su novio: cerca, todo lo cerca que la ansiedad y la preocupación pueden empujar a un rostro. Nunca me había parecido tan linda. Que supiera que nosotras habíamos destrozado las lámparas de su jardín y vomitado en su baúl de implementos deportivos no me preocupaba. Lo que me preocupaba era que los Arguibel se creyeran el centro de un complot y que Marisol descubriera que su secreto, cualquiera que fuera, estaba a salvo. Guardé el aro de Felisa en el bolsillo de mi túnica y mentí:

—Felisa no tuvo que convencerme de nada. Fui yo la de la idea.

—¿Pero cómo supiste? Mi mamá lo tuvo encerrado un tiempo en una quinta, nunca quiso dejarlo en un hospital. Hasta eso le daba vergüenza. Pero ahora que está tan viejo pensó que iba a ser más fácil controlarlo y se lo trajo a vivir con nosotros.

¿Sentirán los curas algo de ese calor, de ese poder en sus confesonarios? Marisol parecía no darse cuenta de lo que hacía. Esperaba una penitencia cualquiera, una que le asegurara que a pesar de tener un monstruo en su familia, seguía siendo la más hermosa, la más admirable y la más querida de todas. Con razón los Arguibel eran los que más insistían en la vigilancia del colegio y en las escoltas de los Ángeles de la Guarda. No estaban preocupados por las chicas; era al pariente trastornado al que buscaban y protegían.

Marisol se había aprendido de memoria la saga familiar que la absolvía (acaso no toda las felicidades se parezcan). Pareció aliviada de poder recitar el parlamento que había ensayado durante tanto tiempo. Porque todas las familias afortunadas tienen un monstruo y el de los Arguibel era apenas vergonzoso, la marca que necesitaban para confirmar su propia nobleza. A los ojos de la historia familiar, en la que se listaban varios generales sanguinarios, una beldad nacional que escondía salteadores en el sótano y el Conde de los Álamos (el primer argentino en cruzar el océano en un yate privado, famoso por sus polainas, sus orgías flotantes y sus imprecaciones racistas en el carnaval de Montevideo), el tío abuelo de Marisol era solamente un anormal. Como no tenía ni siquiera la excusa de la ambición (a los veintiocho años había cobrado su parte de la herencia familiar y se había ido a vivir al campo), sus extravagancias pesaban con especial preocupación sobre el apellido. Pero varias décadas de frugalidad y mansedumbre y un capataz más o menos eficiente habían convencido a todos de que el tío Valentín era inofensivo. Lo olvidaron pronto. Mientras, la estancia decaía. A la capital llegaron rumores que los Arguibel eligieron ignorar: que don Valentín visitaba el pueblo por las tardes disfrazado de gaucho y asustando a las mujeres, que se había dado a la bebida, que hablaba incoherencias. Algunos decían que había perdido la razón en un accidente con un caballo y con ello también sus últimas inhibiciones, porque unos días después de recuperarse del golpe había insistido en quitarse toda la ropa. Por un tiempo no salió más de la estancia; se dedicó a deambular entre las vacas y a estorbar el trabajo de los peones. Unos años después, se casó con una mujer analfabeta que iba de pueblo en pueblo vendiendo miel. No tuvieron hijos. En la casa, los dos andaban sin ropa, sucios y con el pelo enmarañado. Una de las anécdotas más repetida los colocaba almorzando bajo un grupo de eucaliptos, completamente desnudos, compartiendo la mesa con sus perros y gallinas. Cuando ella murió, él terminó de enloquecer. Para entonces, los peones ya le decían «el Degenerado» y no faltaban relatos que le adjudicaran poderes sobrenaturales. Uno a uno los sirvientes fueron abandonando la casa. Las mujeres fueron las primeras. Las siguió el capataz. Al invierno siguiente se derrumbó la mitad del techo de la estancia. El viejo se mudó a los establos, en donde vivió por un tiempo con los animales y gracias a la caridad de unos tamberos, que acabaron por contactar a la familia.

Ninguno de los parientes quiso hacerse cargo de las ruinas, mucho menos del degenerado. Hasta que Malvina, la madre de Marisol, convenció a su marido de que no podían dejarlo viviendo en esas condiciones. Lo trajeron a Buenos Aires. Aunque no estaba físicamente enfermo (todo lo contrario, la locura parecía darle nuevas e insospechadas energías) le consiguieron una enfermera que lo mantenía más o menos sedado y lo instalaron en una quinta. Malvina lo visitaba de vez en cuando para controlar que todo estuviera en orden. Pero al poco tiempo, la enfermera renunció y lo mismo pasó con las que la sucedieron. La última amenazó con denunciarlos a la policía, no se sabía si por el maltrato al anciano o por sus escapadas. Los Arguibel no tuvieron más opción que trasladarlo a su casa cerca del río.

Ni siquiera Marisol creía en la bondad repentina de su madre, sabía que detrás de su preocupación por el tío de su marido, Malvina mal ocultaba su interés por la herencia que el viejo había cobrado años atrás. La había oído interrogarlo sobre el tema. La había visto sentada sobre la cama del anciano durante horas, mostrándole viejas fotografías familiares o simplemente observándolo en una especie de duelo de miradas (la de Valentín Arguibel, perdida en el escote de su sobrina política; la de Malvina, llena de un líquido aceitoso que en nada se parecía a las lágrimas). A Marisol, el recuerdo de esa escena la horrorizaba más que la demencia que sus genes pudieran haber heredado. ¿Qué podía querer su madre con unos billetes o unos bonos que seguramente ya habrían perdido gran parte de su valor?

—Yo lo dejé salir, ¿entendés? Mamá lo tenía encerrado en ese cuarto todo el día solo, estoy segura de que en el campo habría estado mucho mejor. Primero intenté hablar con él, pero no pude sacarle una palabra. Dicen que hace años que no habla. Entonces me fui y dejé la puerta abierta a propósito. A la mañana siguiente ya no estaba.

En ese punto de la historia, creí que Marisol iba a llorar. Pero no lo hizo. Hubiera sido demasiado. Se acercó a la ventana como si le faltara el aire. Había cierta incomodidad en su pose de chica de telenovela que sabe que ha hecho lo correcto y sin embargo todo le ha salido mal. Porque Marisol no había contado con que el viejo fuera todo lo que sus parientes decían, mucho menos con que apareciera deambulando desnudo por el barrio. Ahora sólo le preocupaba que la descubrieran.

—Lo que no entiendo es por qué. ¿Por qué lo hace? ¿Cómo alguien puede transformarse en eso?

La palabra «eso» se desprendió de sus labios y trepó por todos los adjetivos que yo había conquistado en esa semana. Fue como si me hubieran dado un golpe. Me costaba creer que el exhibicionista fuera nada más que un degenerado. Tenía que haber algo más en él, una racionalidad o un deseo, una voluntad de trastornar al mundo. ¿Cómo podía ser que Marisol no lo percibiera? Busqué algo para herirla. Pero en cambio dije:

—El pecado se transforma en verdadero placer sólo cuando hay alguna posibilidad de que te descubran.

Mark Twain nunca debe de haber aparecido en labios menos apropiados. Pero ya no había razón para esconder mi inteligencia, para no usarla con coquetería. Marisol me miró como si yo hubiera dicho un disparate.

—Pero es una enfermedad. La madre Imelda lo dijo. Lo que pasa es que no tiene cura. Y lo peor es que nadie sabe dónde se metió. Hasta que no lo encontremos, no tenemos manera de ayudarlo.

Me di cuenta de que no valía la pena discutir esas cosas con ella. Lo único que les preocupaba a los Arguibel era dar con el viejo y volver a encerrarlo, esta vez en una clínica de lujo. Mientras ella me explicaba la lógica detrás de esta conclusión, recordé los pasos en la casa de piedra. Había apenas unas cuadras de distancia entre la casa de míster Lambert y la de los Arguibel, no era imposible que el exhibicionista se hubiera refugiado allí. Pero decidí no decir nada hasta no estar segura.

Marisol y yo volvimos al aula. A ella no parecía importarle lo que pensaran las otras cuando nos vieran juntas. Y yo estaba demasiado ocupada en entender los acontecimientos de los últimos días, mis propios arrebatos, mi obsesión con Felisa. Sabía que algo iba a pasar y pronto. Si Felisa todavía planeaba matarse, lo iba a hacer en esos días. «Pronto», había escrito. Y si yo quería entender, si quería representar el papel que ella me había asignado, tenía que volver a repasar lo que habíamos visto y hablado esa tarde después de salir de la casa de las fotografías.

Hacia el final de esa carrera triunfal bajo la lluvia, el ímpetu había sido todo mío. Felisa me había seguido entre divertida y extrañada de mi nueva ferocidad, pero la suya había llegado a su límite en la casa de piedra. Recién en la playa habíamos vuelto a hablar de lo que había pasado. El cielo seguía lleno de nubes pero ya no llovía. Nos habíamos sentado debajo de un muelle de madera. Felisa había apoyado la cabeza en un poste y cerrado los ojos. Entonces, yo había empezado con las preguntas.

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