Las nieblas de Avalón (51 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Aspiró bruscamente, como con espanto y consternación, y cayó al suelo sin sentido.

Viviana permaneció inmóvil, con los puños apretados. Por fin, con un largo suspiro, levantó a la muchacha y, hundiendo la mano en el estanque, roció con agua la cara relajada. Niniana abrió los ojos, asustada, y se echó a llorar.

—Lo siento, señora. No pude ver nada —gimió.

«Conque no recuerda nada de lo visto. Para lo que ha servido, podría habérselo ahorrado.» Pero de nada servía enfadarse con ella, pues sólo había cumplido con lo que se le ordenaba. Viviana le apartó el pelo de la frente y trató de consolarla:

—No llores; no estoy enfadada contigo. ¿Te duele la cabeza? Bueno, ve a descansar, hija mía.

«La Diosa otorga sus dones según su voluntad. ¿Por qué, Madre, si me privas de ver tus designios, has alejado de mí a quien tenía que reemplazarme cuando yo ya no esté?»

Niniana caminaba lentamente hacia la Casa de las doncellas apretándose la frente con las manos. Pasado un rato la anciana la siguió.

«Duerme en brazos del rey gris.» ¿Significaba que Morgana yacía en brazos de la muerte? ¿Volvería a ellos? Niniana sólo la había visto en la barca, con el pelo gris. Si acaso volvía, no sería pronto: eso, al menos, era inequívoco.

«La cruz. La luz me quema. Cuervo, Cuervo, el caldero entre sus manos.» Aquello no era más que delirio, un intento de expresar en palabras una tenue visión. Cuervo portaría el caldero, la mágica arma de la Diosa… Sí, Cuervo estaba capacitada para manejar la gran Regalía. Viviana, con la mirada clavada en la puerta de su alcoba, se preguntó si aquello significaba que Morgana los había abandonado para siempre. Tenía que ser Cuervo quien ejerciera el poder de la Dama del Lago. No había otra manera de interpretar las palabras de la doncella. Y era posible que no tuvieran ningún sentido.

«Haga lo que haga, ahora estoy en tinieblas. Habría sido mejor recurrir a Cuervo, que sólo me habría respondido con el silencio.»

Pero si Morgana estaba, en verdad, en brazos de la muerte, si Avalón la había perdido para siempre, no había otra sacerdotisa que cargara con el peso. Cuervo había entregado su voz a la Diosa para las profecías, pero ¿se podía dejar vacante el sitio de la Diosa sólo porque Cuervo hubiera escogido el camino del silencio?

Sola en su vivienda, analizó una y otra vez las crípticas palabras de Niniana. Al fin se levantó para volver sola al estanque, pero las aguas inmóviles estaban tan grises como el cielo implacable. Sin embargo, le pareció ver que algo se movía allí.

—¿Morgana? —susurró mirando hacia el fondo.

Pero la cara que la miraba no era la de Morgana: era un rostro quieto, tan desapasionado como la Diosa misma, coronado de juncos…

«¿Es mi reflejo el que veo o la Parca?»

Por fin, fatigada, le volvió la espalda.

«Lo he sabido desde la primera vez que pisé el camino: llega un momento en el que sólo hay desesperación, en que llamas a la Diosa y no responde, porque no está allí, porque nunca estuvo. No hay más Diosa que tú misma. Y te encuentras sola en la burla de los ecos en un altar vacío. No hay nadie allí, nunca hubo nadie y la videncia no es sino sueños y engaño.»

Mientras descendía por la colina, cansada, vio en el cielo el cuarto creciente de la luna. Pero, para ella, eso sólo significaba ya que su reclusión ritual había terminado por el momento.

«¿Qué puedo hacer con esta burla de Diosa? La suerte de Avalón está en mis manos, Morgana se ha ido y me encuentro sola entre ancianas, niños y muchachas a medio adiestrar. ¡Sola completamente sola, vieja y cansada! Y la muerte me espera…»

Dentro de su vivienda las mujeres habían encendido el fuego; junto a su silla había una taza de vino caliente, para que quebrara el ayuno de la luna nueva. Se sentó pesadamente; una de las ayudantes se acercó para quitarle los zapatos y le cubrió los hombros con un chal abrigado.

«No hay nadie más que yo. Pero aún tengo a mis hijas; no estoy del todo sola.»

—Gracias, hijas mías —dijo con desacostumbrada calidez.

Una de las ayudantes inclinó tímidamente la cabeza, sin hablar. Viviana no sabía su nombre («¿Cómo puedo ser tan descuidada?»), pero parecía bajo el voto de silencio. La segunda dijo en voz muy baja:

—Serviros es un privilegio, madre. ¿Queréis acostaros?

—Todavía no. —Y de inmediato agregó, llevada por un impulso—: Traedme a la sacerdotisa Cuervo.

El tiempo transcurrió muy lento hasta que Cuervo entró sin hacer ruido. Viviana la saludó con una inclinación de cabeza a la que ella respondió con una reverencia. Luego ocupó el asiento que la Dama le señalaba. Viviana le alargó la taza de vino caliente, aún medio llena, y la sacerdotisa bebió con una sonrisa de agradecimiento.

—Hija mía —dijo Viviana en tono suplicante—, una vez, antes de que Morgana nos abandonara, quebraste tu silencio. Ahora la busco y no puedo hallarla. No está en Caerleon ni en Tintagel; no está con Lot y Morgause en Lothian… y yo envejezco. No hay nadie que sirva. Te lo pregunto como lo preguntaría al oráculo de la Diosa: ¿volverá Morgana?

Cuervo guardó silencio. Por fin negó con la cabeza.

—¿Quieres decir que Morgana no volverá? —inquirió Viviana—. ¿O que no lo sabes?

Pero la sacerdotisa hizo un extraño gesto de impotencia y pregunta.

—Bien sabes, Cuervo, que tengo que delegar mi poder y no hay nadie para asumirlo: nadie que tenga la antigua preparación de una sacerdotisa y que haya llegado tan lejos. Sólo tú. Si Morgana no vuelve a nosotros, la Dama del Lago tienes que ser tú. Hiciste voto de silencio y lo has respetado fielmente. Ha llegado el momento de que lo abandones y cojas de mis manos la custodia de este lugar: no hay otra solución.

Cuervo negó con la cabeza. Era alta y delgada, ya había dejado atrás la juventud, debía de estar cerca de los cuarenta años. Tenía el cabello oscuro y el rostro cetrino; los ojos, grandes, bajo cejas gruesas. Su aspecto era cansado y austero.

Viviana se cubrió la cara con las manos.

—No… no puedo, Cuervo —dijo con voz ronca, entre lágrimas que no podía derramar.

Un momento después sintió un contacto leve en la mejilla. Cuervo se había levantado y estaba inclinada hacia ella. No dijo nada; se limitó a abrazar a Viviana y a estrecharla por un instante. Al sentir el calor de su compañera Viviana, rompió en sollozos, con la sensación de que lloraría sin pausa, sin voluntad de cesar. Cuando por fin calló por puro agotamiento, Cuervo le dio un beso en la mejilla y se fue sin decir palabra.

10

U
na vez Igraine dijo que Cornualles estaba en el fin del mundo, y ésa fue la impresión que le dio a Ginebra; era como si allí no existieran las invasiones sajonas ni los grandes reyes. Allí, en aquel lejano convento, aunque en los días soleados se veía la severa línea de Tintagel, ella e Igraine eran sólo dos señoras cristianas.

«Me alegro de haber venido», pensó. Sin embargo, había tenido miedo de abandonar las murallas de Caerleon cuando Arturo le ordenó que fuera. El viaje le pareció una larga pesadilla, a pesar del rápido y confortable trayecto por el camino romano. Cuando empezaron a viajar cruzando los páramos altos y expuestos, Ginebra se acurrucó dentro de su litera, despavorida. No habría podido determinar qué le causaba más terror: si el cielo abierto o el interminable panorama de maleza sin árboles, donde las rocas se erguían desnudas y frías como si fueran los mismos huesos de la tierra. Por un tiempo no vieron más seres vivientes que los cuervos y, muy lejos, los ponis salvajes.

No obstante, en aquel remoto convento de Cornualles todo era paz y silencio. Una delicada campana anunciaba las horas, y en el jardín amurallado crecían rosales cuyos tallos se enlazaban pegados a las grietas de los muros. En otros tiempos había sido una villa romana. En el centro del salón, las hermanas decían haber levantado el suelo porque representaba una escandalosa escena pagana que había sido sustituida por ladrillos comunes, pero alrededor aún se veían encantadores delfines y extraños peces. Por las tardes, mientras Igraine descansaba, Ginebra solía sentarse allí con las hermanas para trabajar en sus labores de costura.

Igraine agonizaba. El mensaje había llegado a Caerleon dos meses atrás, cuando Arturo tenía que viajar a Eboracum para ver las fortificaciones; Morgana no estaba. Y como no se podía pretender que Viviana hiciera aquel largo viaje a su edad. Arturo rogó a Ginebra que acudiera junto a su madre.

Ginebra no era ducha en atender a enfermos. El mal de Igraine, cualquiera que fuese, era indoloro, pero le faltaba el aliento y no podía caminar mucho sin toser y jadear. La hermana que la atendía dijo que era una congestión de los pulmones; sin embargo, no tenía fiebre ni escupía sangre. Tenía los labios pálidos y las uñas azules, y los tobillos se le hinchaban tanto que apenas podía caminar; la fatigaba hablar y pasaba casi todo el tiempo en cama. A los ojos de Ginebra no parecía tan enferma, pero la hermana dijo que no tardaría más de una semana en morir.

Era la mejor parte del verano. Aquella mañana, Ginebra cortó una rosa blanca del jardín y se la puso en la almohada. La noche anterior Igraine se había levantado trabajosamente para acudir a vísperas, pero ahora estaba tan fatigada y falta de fuerzas que no pudo levantarse. No obstante sonrió a Ginebra y le dijo, con voz susurrante:

—Gracias, querida hija. —Olfateó delicadamente los pétalos—. Siempre quise cultivar rosas en Tintagel, pero la tierra era tan pobre que no crecía casi nada. Viví allí cinco años y nunca cesé en mis intentos de plantar un jardín.

—Cuando vinisteis a casa para acompañarme a mi boda visteis nuestro jardín —recordó Ginebra, con una súbita punzada de nostalgia.

—Era muy bello; me hizo pensar en Avalón. Allí hay flores tan hermosas en los patios de la Casa de las doncellas… —Por un momento guardó silencio—. ¿Enviaron a Avalón un mensaje para Morgana?

—Se envió un mensaje, madre, pero Taliesin nos dijo que en Avalón no han visto a Morgana —respondió Ginebra—. Debe de estar en Lothian, con la reina Morgause, y en estos tiempos los mensajeros tardan una eternidad en ir y volver.

Igraine dejó escapar un fuerte suspiro y volvió a tener un acceso de tos. Su nuera la ayudó a incorporarse. Al fin la enferma murmuró:

—Sin embargo, la videncia tendría que haber indicado a Morgana que ha de venir a mí. Si supierais que vuestra madre iba a morir, ¿no iríais a ella? Claro que sí, puesto que vinisteis a mí, que no soy siquiera vuestra madre. ¿Cómo es que Morgana no ha venido?

«Nada le importa que yo esté aquí —pensó la joven—. No es mi presencia la que quiere. A nadie le importa si estoy aquí o en cualquier otra parte.» Y tuvo la sensación de que le habían herido el corazón. Pero como Igraine la estaba observando con expectación, dijo:

—Puede que no haya recibido ningún mensaje. Puede que haya renunciado a la videncia para hacerse cristiana y esté en algún convento.

—Puede ser… Eso hice yo al casarme con Uther —murmuró Igraine—. Pero de vez en cuando se me presentaba sin que yo lo deseara; creo que si Morgana estuviera enferma o moribunda, yo lo sabría. —Su voz sonaba inquieta—. Cuando ibais a casaros la videncia vino a mí. Decidme, Ginebra: ¿amáis a mi hijo?

La joven retrocedió ante aquellos claros ojos grises: ¿podrían leerle el alma?

—Le amo mucho y le soy fiel, señora.

—Sí, os creo. ¿Y sois felices juntos? —Igraine le cogió las manos con una súbita sonrisa—. Vaya, creo que sí. Y seréis aún más felices, puesto que al fin estás gestando a su hijo.

Ginebra la miró fijamente, boquiabierta.

—Yo… no lo sabía.

La enferma volvió a sonreír, tierna y radiante.

—Así suele suceder, aunque en realidad no sois tan joven. Me sorprende que todavía no tengáis hijos.

—No ha sido por falta de voluntad ni de oraciones, señora —reconoció Ginebra, tan conmovida que apenas sabía lo que estaba diciendo—. ¿Cómo… qué os hace pensar que… que estoy encinta?

—Olvidaba que no tienes el don de la videncia. Yo renuncié a ella, pero como os he dicho, a veces me asalta desprevenidamente. Y nunca me ha engañado.

Ginebra rompió en sollozos. Igraine, atribulada, apoyó una mano enflaquecida sobre la suya.

—¿Os doy una buena noticia y lloráis, hija mía?

«Ahora supondrá que no quiero este hijo. Y no soporto que piense mal de mí.» Con voz trémula, Ginebra explicó:

—En todos estos años de casada, sólo he estado embarazada dos veces y tan sólo pude gestar al niño durante uno o dos meses. Decidme, señora, ¿creéis…?

Se le cerró la garganta, no se atrevía a pronunciar las palabras: «¿Podré alumbrar a este hijo? ¿Me habéis visto con el heredero de Arturo en los brazos?» ¿Qué pensaría su confesor de estos tratos con la hechicería?

Igraine le dio unas palmaditas en la mano.

—Ojalá pudiera deciros más, pero la videncia va y viene a voluntad. Dios permita que llegue a buen fin, querida; si no veo más, quizá sea porque ya no estaré aquí cuando nazca vuestro hijo… No, no llores, criatura —rogó—. Estoy lista para abandonar esta vida desde que vi casado a Arturo. Me gustaría tener en brazos a mis nietos, pero Uther ya no está y mis hijos están bien. Tal vez él me espera más allá de la muerte, con los otros hijos que perdí al nacer. Y si no… —Se encogió de hombros—. Jamás lo sabré.

Cerró los ojos. «La he fatigado», pensó Ginebra. Y guardó silencio hasta que la vio dormida; luego se levantó para salir al jardín.

Se sentía aturdida; no había pensado que pudiera estar embarazada. Durante los tres primeros años de matrimonio lo había pensado cada vez que su período se retrasaba. Pero los retrasos persistían, aun en ausencia de Arturo, y al fin comprendió que sus ritmos menstruales eran inconstantes; a veces pasaban dos o tres meses sin señales.

No se le ocurrió poner en duda el anuncio de Igraine. Algo en su interior decía: «Brujerías», pero algo más exclamaba: «¿Qué pecado puede haber en decirme algo así?» Era como cuando el ángel se presentó ante la Virgen María para anunciarle el nacimiento de su hijo…

En aquel momento sonó el toque de oración de la campana del claustro, y Ginebra entró en la capilla. Pero apenas oyó el oficio, pues todo su corazón y su mente estaban dedicados a la plegaria más fervorosa de su vida:

«Ha venido, la respuesta a todas mis preces. Oh, gracias, Dios mío. ¡Gracias, Bendita Señora! Arturo se equivocó. El fallo no estaba en él. No había necesidad»… Y una vez más se llenó de la vergüenza que había experimentado cuando él le dio autorización para traicionarlo. «¡Y qué pecadora fui entonces, que incluso llegué a planteármelo!» Pero a pesar de su perversión, Dios la recompensaba inmerecidamente. Ginebra levantó la cabeza para cantar el
Magníficat
con el resto, con tanto fervor que la abadesa la miró sorprendida.

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