Las nieblas de Avalón (48 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Las nieblas de Avalón
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8

E
l verano siguiente los sajones empezaron a congregarse frente a la costa; Arturo y sus hombres pasaron todo el año reuniendo un ejército para la batalla que sabían que tendrían que librar. El rey encabezó el combate y obligó al enemigo a retroceder, pero no obtuvo la victoria decisiva que esperaba. Había infligido a los sajones unos daños de los que tardarían más de un año en recobrarse, pero no le quedaban caballos ni hombres suficientes para derrotarlos de una vez por todas. En aquella batalla recibió una herida que no parecía grave, pero se le infectó y tuvo que pasar gran parte del otoño en cama. Caían ya los primeros copos de nieve sobre las murallas de Caerleon cuando pudo caminar un poco por el patio, apoyado en un bastón; en cuanto a las cicatrices, las llevaría hasta su tumba.

—Llegará la primavera sin que haya podido volver a montar —comentó lúgubremente a Ginebra, que estaba contra la muralla, bien abrigada en su capa azul.

—Bien puede ser —dijo Lanzarote—. Y tardaréis más, amado señor, si cogéis frío antes de que la herida haya cicatrizado por completo. Venid dentro, os lo ruego. Mirad: hay nieve en la capa de Ginebra.

—Y en tu barba, Lanzarote, ¿o son las primeras canas? —bromeó Arturo.

Lanzarote se echó a reír.

—Ambas cosas, supongo. En esto lleváis ventaja, mi rey: tenéis la barba tan rubia que las canas no se notarán. Aquí está mi brazo para que os apoyéis.

Arturo iba a rechazarlo, pero su esposa intervino:

—Apóyate, Arturo. Si resbalas en estas piedras malograrás nuestro buen trabajo médico.

Arturo, suspirando, se apoyó en el brazo de su amigo.

—Ahora tengo una idea de lo que significa la vejez. —Ginebra lo cogió del otro brazo y él se echó a reír—. ¿Me amaréis así cuando sea como Merlín?

—Aún cuando tengáis noventa años, señor. —Lanzarote reía con él, pero abruptamente se puso serio—. Estoy preocupado por Taliesin, señor. Se debilita y le falla la vista. ¿No tendría que pasar sus últimos años en Avalón, gozando de paz?

—Sin duda, pero no quiere dejarme asesorado sólo por los curas.

—¿Y que mejores consejeros podríais tener, señor? —exclamó Ginebra, disgustada por el nombre pagano de Avalón.

Llegaron al salón, donde el fuego estaba encendido, y Lanzarote acomodó al rey en su silla. Arturo hizo un gesto de fastidio.

—Sí, acomodad al anciano junto al hogar y dadle su ponche.

—Mi amado señor… —comenzó Ginebra.

Pero Lanzarote le puso una mano en el hombro.

—No os molestéis, Ginebra. Así somos los hombres cuando estamos enfermos. Éste no sabe la suerte que tiene: atendido por bellas señoras, con sábanas limpias, buenas comidas y esos ponches que desdeña. Yo tuve que reponerme de una herida en el campamento, atendido por un anciano hosco y acostado en mis excrementos, sin nadie que me ayudara a moverme y sin más comida que pan duro remojado en cerveza rancia. Dejad de rezongar, Arturo, o me ocuparé de que os curéis las heridas como corresponde a un soldado.

—Y lo harías, sin duda —dijo Arturo, con una sonrisa afectuosa. Luego cogió la cuchara que le ofrecía su esposa y empezó a tragar el pan remojado en vino caliente con miel—. Sí, es reconfortante. Tiene especias, ¿verdad?

Cuando hubo terminado, Cay se acercó a preguntarle:

—¿Cómo está la herida después de caminar una hora, señor? ¿Os duele mucho todavía?

—No tanto como la vez anterior, y eso es todo lo que puedo decir. Por primera vez he sentido miedo de morir sin haber cumplido con mi trabajo.

—No veo que hayáis dejado mucho por hacer, señor, salvo la victoria final contra los sajones —dijo Cay—. Pero ahora tenéis que volver a la cama.

Cuando Arturo se tendió en el lecho, Cay lo desvistió para examinar la gran herida que aún supuraba un poco.

—Mandaré por las mujeres para que vuelvan a poneros compresas. Por suerte no volvió a abrirse durante la caminata.

Las mujeres llevaron hierbas y cacerolas humeantes; las compresas estaban tan calientes que Arturo lanzó un rugido.

—Y esta vez tuvisteis suerte —dijo Cay—. Si la espada os hubiera herido un poco más allá, Ginebra tendría ahora más motivos de queja y seríais el rey castrado de la leyenda, cuya tierra se marchitaba junto con su potencia.

La reina se estremeció. Arturo dijo de mal humor, retorciéndose bajo la compresa:

—Ése no es cuento para hombres heridos.

—Tendría que haceros pensar en lo afortunado que sois. Vuestra tierra no se marchitará y por Pascua, con suerte, la reina podría estar embarazada otra vez.

—Dios así lo quiera.

Pero Ginebra hizo una mueca dolorida y apartó la cara. Una vez más había concebido y una vez más todo se había malogrado muy pronto. ¿Sería siempre así? ¿Era el castigo de Dios por no esforzarse en hacer de su esposo un buen cristiano?

Una de las mujeres retiró el paño para reemplazarlo, pero Arturo dijo:

—No: que lo haga mi esposa, que tiene manos más suaves.

Ginebra cogió la compresa humeante; estaba tan caliente que le quemó los dedos, pero aceptó ese dolor como penitencia. Todo era culpa suya; Arturo debía repudiarla por estéril y tomar a una esposa que le diera un hijo.

«Si tuviera aquí a Morgana le pediría un encantamiento para ser fértil.»

—Me parece que necesitamos los conocimientos médicos de Morgana —dijo—. Esta herida no marcha como debería y ella es notable en el arte de curar, tanto como la Dama del Lago. ¿Por qué no mandar por una de ellas?

—Me gustaría ver a mi buena hermana —concordó Arturo—. O a mi amiga y benefactora, la Dama del Lago.

—Si quieres, Arturo, puedo enviar un mensaje a mi madre, suplicándole que venga — le ofreció Lanzarote.

Pero hablaba mirando a Ginebra y sus ojos se encontraron un instante. Durante la enfermedad de Arturo, cuando nadie creía que pudiera sobrevivir, había estado siempre junto a ella, velándolo incansablemente. Viendo cuánto amaba al rey, ella se avergonzaba de sus pensamientos. «Es tan primo de Arturo como Gawaine. Si algo sucediera, podría ser el rey que necesitamos. Antaño el rey era sólo el esposo de la reina.»

—¿Mandamos por la Dama Viviana, pues? —preguntó Ginebra.

—Sólo si deseáis verla —suspiró Arturo—. Creo que ahora sólo necesito más paciencia. Gawaine está reuniendo a los hombres del norte, ¿verdad? Con Lot y Pelinor.

—Sí. Ha ordenado a Pelinor que venga con todos sus hombres cuando lo llamemos. Y Lot también vendrá, aunque está envejeciendo; no deja pasar ninguna oportunidad de que el reinado sea para uno de sus hijos.

«Y será para uno de ellos, en verdad, si no doy un heredero a Arturo», pensó Ginebra. Era como si cada frase pronunciada, cualquiera que fuese el tema, se convirtiera en un dardo apuntado a su corazón por no cumplir con la primera obligación de toda reina. Casi agradecía aquella herida que le permitía cuidarlo y protegerlo, amarlo sin culpa, pensar en su amor sin esa angustiosa esperanza: «¿Me hará esta vez un hijo? Y si me lo hace, ¿todo irá bien o volveré a perder esa preciosa esperanza del reino?»

—Ojalá Kevin o Morgana estuvieran aquí —dijo Arturo—. Me gustaría oír un poco de música.

—Kevin ha vuelto a Avalón —informó Lanzarote—. Según Merlín, fue por unos asuntos sacerdotales muy secretos. Me extraña que los curas permitan esos misterios druídicos en tierras cristianas.

Arturo se encogió de hombros.

—Por muy rey que sea, no mando sobre la conciencia de los hombres. Y cuando José de Arimatea vino a Glastonbury, los druidas le dieron una buena acogida y compartieron con él su sabiduría.

—Dice el obispo Patricio que eso es falso y herético —insistió Ginebra—, y que se tendría que expulsar del sacerdocio a los curas que ofician junto a los druidas.

—No será mientras yo viva —aseguró Arturo—. He jurado proteger Avalón. Y tienes motivos para estarle agradecida. —Sonriente, señaló la gran
Escalibur
, colgada en su vaina de terciopelo carmesí—. A no ser por su magia, nada habría podido salvarme.

—¿Crees eso? — inquirió Ginebra—. ¿Antepones la magia y las brujerías a la voluntad de Dios?

Arturo le tocó la rubia cabeza.

—Tesoro mío, ¿crees que el hombre puede hacer algo contra la voluntad de Dios? Si esa vaina impidió que me desangrara fue porque Dios no quería que muriera. Todos estamos en Sus manos.

Ginebra echó una mirada a Lanzarote; en su cara había un sonrisa y, por un momento, pareció que se burlaba de ella.

—Bueno, Arturo, si deseas música, Taliesin puede toca para ti, aunque ya no tiene voz para cantar.

Merlín llegó con su lira y pasaron largo rato en el salón oyéndole. Lanzarote estaba reclinado en un banco, escuchando con las manos cruzadas detrás de la cabeza y las largas piernas extendidas hacia el fuego. Elaine había tenido la audacia de sentarse a su lado, pero él no le prestaba ninguna atención. Ginebra, al mirarlo, sintió un vuelco en el corazón.

«Lanzarote estaría mejor con una esposa. Elaine es mi prima, se me parece y está en edad casadera. Tendría que escribir a Pelinor.» Pero ya habría tiempo el día en que Lanzarote expresara deseos de casarse.

«Si Arturo no se recupera… Oh, no, no, no tengo que pensarlo.» Se persignó en secreto. Pero hacía tiempo que Arturo no le hacía el amor. Y era probable que no pudiera engendrarle un hijo, a pesar de todo… Se descubrió preguntándose cómo sería con Lanzarote. ¿Y si lo tomara como amante? Sabía que algunas mujeres lo hacían. Y el rubor le subió a las mejillas al contemplar las manos del caballero, quietas en el regazo, preguntándose cómo serían sus caricias. Santo Dios, ¿cómo era posible que una mujer casta, una buena cristiana, tuviera pensamientos tan pecaminosos? Una vez se lo había dicho a su confesor, pero según el sacerdote era razonable que, con su esposo enfermo tanto tiempo, su mente se desviara hacia esas cosas. Ginebra se habría encontrado mejor y más libre si le hubiera impuesto una estricta penitencia.

Al oír que alguien pronunciaba su nombre, levantó la cabeza confundida, como si sus pensamientos estuvieran a la vista de todos.

—No, basta de música, mi señor Merlín —dijo Arturo—. Ya oscurece y mi señora se está durmiendo de cansancio en el asiento. Que sirvan la cena, Cay; yo comeré algo de carne en mi lecho.

Ginebra ordenó a Elaine que ocupara su lugar en el salón; ella acompañaría a su señor. Lanzarote ayudó al rey a llegar hasta su alcoba y lo instaló en la cama, con el cuidado de una enfermera.

—Si necesita algo durante la noche, hacedme llamar —dijo a Ginebra, en voz baja—. Puedo levantarlo con más facilidad que nadie.

—Oh, no creo que haya necesidad —respondió ella—. Pero os lo agradezco.

Él le apoyó una mano en la mejilla.

—Sí queréis ir a dormir con vuestras damas, me quedaré con él. Parecéis necesitar una buena noche de sueño.

—Sois muy bondadoso, pero prefiero estar cerca de él.

—No obstante, mandad por mí si me necesita. No tratéis de levantarlo sin ayuda —insistió Lanzarote—. Prometédmelo, Ginebra.

Qué dulce sonaba su nombre en sus labios!

—Os lo prometo, amigo mío.

Él se inclinó para rozarle la frente con un beso.

—Parecéis exhausta —dijo—. Id a acostaros y dormid bien.

Cuando su mano se retiró, la mejilla le quedó fría y dolorida. Ginebra fue a acostarse junto a Arturo.

Por un rato creyó que dormía, pero al fin lo oyó decir en la oscuridad.

—Se ha comportado como un buen amigo, ¿verdad, esposa mía?

—Ni un hermano podría ser tan bondadoso.

—Cay y yo nos criamos juntos y le quiero bien, pero es cierto que la sangre llama… —Arturo se agitó en la cama, inquieto, suspirando—. Hay algo que tengo que decirte, Ginebra.

Ella sintió miedo. ¿Habría visto el beso de Lanzarote? ¿Iba a acusarla de infidelidad?

—Prométeme que no volverás a llorar —continuó Arturo—; no puedo soportarlo. Te juro que no quiero hacerte ningún reproche, pero hace años que estamos casados y tan sólo dos veces has tenido la esperanza de un hijo… No, no llores, te lo ruego, déjame hablar —suplicó—. Quizá no es falta tuya, sino mía. He tenido otras mujeres, como todos los hombres. Y aunque nunca oculté quién era, en todos estos años nadie ha venido a decirme que tengo un hijo bastardo. Es posible que mi simiente no tenga vida, de modo que, cuando concibes, el niño no llega siquiera a moverse.

Ginebra bajó la cabeza, dejando que una cortina de pelo le ocultara el rostro. ¿Él también se hacía reproches?

—Escúchame, Ginebra; este reino necesita un heredero. Si en algún momento dieras un hijo al trono, ten la seguridad de que no te haré preguntas. En lo que a mí concierne, lo reconoceré como mío y lo educaré como heredero.

El rostro de Ginebra parecía a punto de arder. ¿Cómo podía creerla capaz de traicionarlo?

—Jamás podría hacer nada semejante, rey y señor mío…

—Ya conoces las costumbres de Avalón… No me interrumpas, esposa mía; déjame hablar. Cuando hombre y mujer unen de ese modo, se dice que el niño ha nacido del Dios. Me gustaría mucho que Dios nos enviara un hijo, Ginebra, y no importa quién cumpla Su voluntad engendrándolo, ¿me comprendes? Y si quien cumpliera con la voluntad divina fuera mi amigo más querido, mi pariente más cercano, entonces los bendeciría a él y a tu hijo. No, no llores, no diré más. —La tomó en los brazos con un suspiro, dejando que se recostara en su hombro—. No soy digno de que me ames tanto.

Después de un rato se quedó dormido. Ginebra, en cambio siguió despierta, dejando caer las lágrimas. «Oh, no —pensó—, mi amado, mi querido señor, soy yo quien no merece tu amor. Y ahora casi me has dado autorización para traicionarte.» De pronto, por primera vez en su vida, envidió a Arturo y a Lanzarote. Eran hombres, salían al mundo y arriesgaban la vida en el combate, pero estaban exentos de tomar aquellas terribles decisiones. Cada decisión era un peso en el alma, porque de eso podía depender el destino de un reino. Y ahora a ella le correspondía determinar si daría o no un heredero al trono, si llevaría la sangre de Uther Pendragón o… o de otro. Ginebra se cubrió la cabeza con el cobertor de pieles y se encogió en la cama.

Aquella misma tarde se le había presentado subrepticiamente la idea, mientras observaba a Lanzarote y oía al arpista. Hacía tiempo que lo amaba, pero ahora empezaba a comprender que lo deseaba; en el fondo no era mejor que Morgause, quien se regodeaba con los caballeros de su esposo y, según escandalosos rumores, hasta con los pajes y criados apuestos. Arturo era muy bueno y ella lo amaba; en Caerleon tenía seguridad. No podía tolerar que sobre ella circularan los mismos comadreos vergonzosos.

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