Las nieblas de Avalón (4 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Las nieblas de Avalón
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«Y yo sería reina… ¿En qué estoy pensando? ¿Sería capaz de traicionar a Gorlois y mi honor?»

Al levantar el espejo de bronce vio a su hermana detrás, en el umbral de la puerta. Viviana se había quitado los pantalones que usaba para montar y vestía una túnica suelta de lana sin teñir. Se le acercó, alzando la mano para tocarle el pelo.

—Pequeña Igraine. No tan pequeña, ahora —dijo con ternura—. ¿Sabías, pequeña, que yo te di ese nombre? Grainné, como la diosa de los fuegos de Beltane… ¿Cuánto hace que no prestas servicio a la Diosa en Beltane?

Igraine esbozó una leve sonrisa.

—Gorlois es romano y cristiano. ¿Crees que en su casa pueden celebrarse los ritos de Beltane?

—No, supongo que no —reconoció Viviana con sentido del humor—. Pero en tu lugar no creería imposible que tus criaos escapen en el solsticio de verano para encender fogatas y holgar bajo la luna llena. Claro que el señor y la señora de una casa cristiana no pueden hacerlo, a la vista de sus sacerdotes y de su adusto Dios.

—No hables así del Dios de mi esposo, es un Dios de amor —dijo Igraine secamente.

—¿Eso crees? Sin embargo, ha hecho la guerra a todos los demás dioses y mata a quienes no lo adoran. Guárdeme yo de semejante amor. En virtud de los votos que una vez pronunciaste, podría reclamarte que hicieras lo que te he indicado en nombre de la Diosa y la isla Sagrada…

—Oh, magnífico —exclamó la joven con sarcasmo—. Ahora mi Diosa me exige que haga de puta, mientras Merlín de Britania y la Dama del Lago me hacen de alcahuetes.

Los ojos de Viviana lanzaban chispas. Dio un paso hacia delante y, por un momento, pareció que iba a abofetearla.

—¡Cómo te atreves! —dijo. Aunque su voz era queda, pareció levantar ecos en toda la habitación. Morgana, medio dormida bajo la manta de lana, se incorporó con un grito, súbitamente asustada.

—Ahora has despertado a la niña —protestó Igraine, sentándose en el borde de la cama para tranquilizarla.

Poco a poco, la cara de Viviana fue perdiendo el arrebol. Por fin se sentó junto a su hermana.

—No me has comprendido, Grainné. ¿Crees que Gorlois es inmortal? Te digo, hija, que he procurado leer en las estrellas los destinos de quienes serán vitales para Britania en los años venideros, y el nombre de Gorlois no está escrito en ellas.

La joven notó que le temblaban las rodillas.

—¿Uther lo matará?

—Uther no tomará parte en su muerte, te lo juro. Pero piensa, hija, Tintagel es una gran fortaleza. Cuando Gorlois ya no pueda retenerlo, ¿cuánto tardará Uther Pendragón en ordenar a uno de sus duques que se apodere del castillo y la mujer que lo habita? Antes Uther que uno de sus hombres.

—¿No puedo regresar a la isla Sagrada y pasar el resto de mi vida en Avalón, como sacerdotisa?

—No es ése tu destino, pequeña. —La voz de Viviana era otra vez tierna—. No puedes huir de tu destino. Tienes un papel asignado en la salvación de esta tierra, pero el camino de Avalón está definitivamente cerrado para ti. ¿Caminarás hacia tu destino o será preciso que los dioses te arrastren hacia él?

Y añadió sin aguardar respuesta:

—No falta mucho. Ambrosio Aureliano agoniza. Ahora sus duques se reunirán para escoger a un gran rey. Y no hay nadie, salvo Uther, en quien puedan confiar. Conque él será Pendragón y gran rey a la vez. Y necesitará un hijo.

Igraine tenía la sensación de estar dentro de una trampa que cerraba sobre ella.

—Si tanta importancia le das, ¿por qué no lo haces tú misma? ¿ Por qué no procuras atraer a Uther con tus hechizos y concibes a ese rey predestinado?

Para sorpresa suya, Viviana vaciló largo rato antes de decir:

—¿Crees que no lo he pensado? Pero olvidas lo vieja que soy Igraine. Tengo treinta y nueve años; ya dejé atrás la edad de la procreación.

En el espejo de bronce que aún tenía en la mano, Igraine vio el reflejo de su hermana, distorsionado y deforme, fluido como el agua; de pronto la imagen se aclaró, para luego empañarse y desaparecer.

—¿Eso crees? —dijo—. Sin embargo, te predigo que tendrás otro hijo.

—Espero que no. Tengo más edad que nuestra madre cuando murió al nacer Morgause. Ya no podría escapar de ese destino. Este año participaré por última vez en los ritos de Beltane; después entregaré mi puesto a una mujer más joven y pasaré a ser la anciana, la hechicera. Soñaba con entregar a Morgause el lugar de la Diosa…

—¿Por qué, pues, no la retuviste en Avalón para que fuera sacerdotisa?

La Dama se mostró muy triste.

—No es apta. Bajo la capa de la Diosa no ve el incesante sacrificio, el sufrimiento, sino sólo poder. Ese camino no es para ella.

—No creo que tú hayas sufrido —objetó Igraine.

—No sabes nada. Tú tampoco elegiste ese camino. Yo, que le he entregado mi vida, afirmo que sería más sencillo vivir como simple campesina, bestia de carga y hembra de cría. Agradece a la Diosa que tu destino sea otro.

Igraine pensó, en silencio: «¿Crees que ignoro el sufrimiento, el soportar en silencio, después de estos cuatro años?» Pero no dijo nada. Viviana se había inclinado tiernamente hacia Morgana para acariciarle el pelo sedoso.

—Ah, Igraine, no sabes cuánto te envidio. Toda la vida he deseado tanto una hija… Pero sólo tuve una niña, la que murió, y mis hijos varones están lejos. —Se estremeció—. Bueno, es mi destino y trataré de obedecerlo, como tú intentarás obedecer al tuyo. Sólo te pediré una cosa, Igraine, dejo el resto en manos de quien es dueña de todos nosotros. Gorlois, a su regreso, tendrá que ir a Londínium para la elección del gran rey. Y tú tienes que ingeniártelas para acompañarlo.

Su hermana se echó a reír.

—¡Qué poco me pides, pero es más difícil que cualquier otra cosa! ¿Crees que Gorlois cargaría a sus hombres con la tarea de acompañar a una joven esposa hasta Londínium? Me gustaría ir, de verdad, pero él me llevará cuando crezcan higos y naranjas en la huerta de Tintagel.

—Aun así tienes que ingeniártelas para acompañarlo y buscar a Uther Pendragón.

La joven volvió a reír.

—¿Y me harás un bebedizo para enamorarlo irresistiblemente?

Viviana le acarició los rizos rojos.

—Eres joven, hermana. No creo que tengas conciencia de tu belleza. Dudo que Uther necesite de un encantamiento.

Igraine sintió que su cuerpo se contraía en un extraño espasmo de miedo.

—Quizá fuera mejor que me dieras el bebedizo a mí, para que no lo rechace.

Su hermana, con un suspiro, tocó la piedra lunar que le pendía del cuello, y dijo:

—Esto no es un regalo de Gorlois.

—No; me lo regalaste en mi boda, ¿recuerdas? Dijiste que fue de mi madre.

—Dámela —Viviana buscó bajo la cabellera rizada para desabrochar la cadena—. Cuando esta piedra te sea devuelta, Igraine, recuerda lo que he dicho y haz lo que la Diosa te indique.

La joven contempló la piedra en manos de la sacerdotisa. Luego suspiró, pero sin protestar. «No le he prometido nada, nada», se dijo fieramente.

—¿Irás a Londínium para la elección de ese gran rey, Viviana?

La sacerdotisa negó con la cabeza.

—Voy a la tierra de otro monarca que tiene que combatir al lado de Uther pero que aún no lo sabe. Ban de Armórica, en la Britania menor, ha sido nombrado gran rey de su país; sus druidas le han dicho que tiene que cumplir con el gran rito y se me envía para oficiar el sagrado matrimonio.

—Creía que Britania era tierra cristiana.

—Oh, así es —confirmó Viviana, indiferente—, y sus sacerdotes tocarán las campanas. Pero el pueblo no aceptará a un rey que no se haya comprometido al gran sacrificio.

Igraine aspiró profundamente.

—Es tan poco lo que sé…

—Antaño —explicó la Dama—, el gran rey juraba que, si el país sufría un desastre o corrían tiempos peligrosos, él moriría para que la tierra pudiera vivir. Y si se negaba al sacrificio, la tierra perecería. Una parte de Britania menor también se ha encerrado en las brumas y ya es imposible hallar el gran altar de piedra. El camino que conduce al templo ya no se puede encontrar, a menos que se conozca el sendero a Karkan. Pero el rey Ban ha jurado impedir que los mundos sigan apartándose y mantener abiertas las puertas de los Misterios. Por eso se someterá al matrimonio sagrado con la tierra. Resulta adecuado que mi último servicio a la Madre, antes de ocupar mi lugar entre las hechiceras, sea ligar su tierra a Avalón. Por eso he de ser la Diosa ante él, en este misterio.

Guardó silencio, pero el cuarto parecía colmado con el eco de su voz. Luego se inclinó para alzar a la niña dormida, abrazándola con gran ternura.

—Aún no es doncella, ni yo hechicera —dijo—. Pero somos las Tres, Igraine. Juntas componemos a la Diosa, que está aquí, presente entre nosotros.

La joven se preguntó por qué no había incluido a su hermana Morgause. Estaban tan abiertas la una a la otra que Viviana oyó esas palabras como si las hubiera pronunciado en voz alta. Dijo en un susurro (e Igraine la vio estremecerse):

—La Diosa tiene un cuarto rostro que es secreto. Tendrías que rogarle, como yo le ruego, que Morgause nunca utilice ese rostro.

3

I
graine tenía la sensación de llevar una eternidad cabalgando bajo la lluvia. El trayecto a Londínium era como un viaje al fin del mundo.

Hasta entonces había viajado poco: sólo de Avalón a Tintagel. Comparó a la niña temerosa y desesperada de aquel primer viaje con la mujer actual. Ahora montaba junto a Gorlois, quien se tomaba el trabajo de contarle algo sobre las tierras que atravesaban; ella reía y bromeaba, y por la noche, en la tienda, iba de buena gana a su lecho. De vez en cuando echaba de menos a Morgana, preguntándose cómo estaría. Pero resultaba grato verse libre otra vez, volver a ser una muchacha, sin la torpeza de la verdadera juventud. Y lo estaba disfrutando. Ni siquiera le molestaba la incesante lluvia que oscurecía las colinas distantes, obligándolos a viajar envueltos en una leve bruma.

—¿Estás fatigada, Igraine?

La voz de Gorlois sonaba suave y atenta. ¡No era, desde luego, el ogro que parecía en aquellos primeros días de terror, cuatro años atrás! Ahora estaba envejeciendo; tenía el pelo y la barba canosos (aunque se afeitaba cuidadosamente, a la manera romana), y la piel curtida por las cicatrices de muchos años de combate, lo que hacía conmovedor su deseo de complacerla. Nunca había sido cruel con ella. Sí, sabía poco sobre el cuerpo de la mujer y cómo utilizarlo, mas eso no parecía ahora crueldad, sino sólo torpeza.

Le sonrió con alegría:

—No, en absoluto. Creo que podría seguir interminablemente. Pero con tanta bruma, ¿no es posible que nos extraviemos y no lleguemos nunca a Londínium?

—No temas —contestó con gravedad—. Mis guías son muy buenos y conocen cada palmo del camino. Y antes de que caiga la noche llegaremos a la antigua vía romana que conduce al centro mismo de la ciudad. Así que hoy dormiremos bajo techo y en una cama decente.

—Será un placer volver a dormir en una cama decente —dijo Igraine, pudorosa.

Tal como esperaba, vio el súbito rubor que encendía el rostro de su marido. Pero él apartó la mirada, casi como si le tuviera miedo. Y ella disfrutó de ese poder recién descubierto.

Mientras cabalgaba a su lado, reflexionó sobre el cariño de repente le inspiraba Gorlois: cariño mezclado con pena, como si hubiera llegado a quererlo sólo ahora, al saber que tenía que perderlo. De un modo u otro, era consciente de que sus días junto a él estaban contados, y recordó cómo supo por primera vez que iba a morir.

Para advertirla de su llegada, él le había enviado a un mensajero, un hombre de ojos suspicaces que lo espiaban todo; obviamente, si él hubiera tenido una esposa joven habría llegado a su casa sin darle aviso, con la esperanza de sorprenderla en alguna falta o en un gasto extravagante. Igraine, que se sabía irreprochable, le dio una buena acogida, sin prestar atención a sus miradas impertinentes. Podía interrogar a los criados cuanto quisiera; le dirían que, a excepción de su hermana y Merlín, no había recibido a nadie en Tintagel.

Cuando el hombre hubo partido, ella se detuvo en el momento de cruzar el patio, afectada por un miedo sin causa: una sombra caía sobre ella en pleno sol. Y en aquel momento vio a Gorlois, sin caballo ni cortejo. Estaba más flaco, más envejecido, ojeroso y demacrado. En la mejilla tenía un corte que ella no recordaba.

—¡Esposo mío! —exclamó—. ¿Qué te trae hasta aquí de esta manera, solo y sin armas? ¿Estás enfermo? ¿Estás…?

Y entonces se interrumpió y su voz se desvaneció en el aire, pues allí no había nadie, sólo la luz caprichosa de las nubes, el mar y las sombras, y el eco de su voz.

Durante el resto de aquel día trató de tranquilizarse, diciéndose que era sólo una visión, como la que le había advertido sobre la llegada de Viviana. Pero Gorlois no poseía la videncia. Lo que había visto era su fantasma, su doble, el precursor de su muerte.

Cuando él apareció por fin, sano e indemne, ella intentó desprenderse del recuerdo. Gorlois no estaba herido ni desanimado; por el contrario, llegaba de muy buen humor, con regalos para ella y hasta un collar de cuentas de coral para Morgana.

Después de revolver en los sacos del botín, le dio a Morgause una capa roja.

—Debió de pertenecer a alguna ramera sajona —comentó riendo y pellizcando a la muchacha bajo la barbilla—. Está bien que la luzca una decente doncella britana. El color te va, hermana. Cuando hayas crecido un poco, serás tan guapa como mi esposa.

Morgause, entre risitas y mohines, posó con su capa nueva. Más tarde, cuando la pareja se disponía a acostarse, Gorlois dijo ásperamente:

—Es preciso que casemos a esa niña cuanto antes, Igraine. Es un putoncete al que se le iluminan los ojos ante todo lo que tenga forma masculina. ¿Viste cómo miraba a mis soldados más jóvenes, a mí mismo? ¡No quiero que alguien así deshonre a mi familia y dé mal ejemplo a mi hija!

Igraine respondió con delicadeza. No podía olvidar que había visto la muerte de Gorlois y no quería discutir con un condenado. Además, a ella también le avergonzaba la conducta de su hermana menor.

«Así que va a morir. Bueno, no hace falta ser profeta para saber que un hombre de cuarenta y cinco años, tras haberse pasado la vida combatiendo con los sajones, no vivirá para ver crecer a sus hijos. No voy a creer por eso el resto de las tonterías que se me han dicho. Ni pretenderé que él me lleve a Londínium.»

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