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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos

BOOK: La Ira De Los Justos
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Tres supervivientes han logrado salir con vida de unas Islas Canarias arrasadas por los No Muertos. ¿Qué más deberán superar para conseguir sobrevivir en un mundo bajo la amenaza de los zombis?

Cuando los tres supervivientes creían estar a punto de perecer en mitad del océano, son rescatados por uno de los últimos grupos organizados que quedan sobre la Tierra. Obligados a acompañar a sus salvadores, llegan a una zona donde todo el mundo actúa como si el Apocalipsis jamás se hubiese desatado, pero pronto se dan cuenta de que algo siniestro se oculta bajo ese paraíso. Mientras tanto, a muchos kilómetros de allí, el único país que ha sobrevivido al Apocalipsis empieza a mover ficha para hacerse con el control del planeta. Atrapados en un torbellino de ambiciones, grupos enfrentados, castas y religiones que luchan por la supremacía, pero siempre rodeados por un océano de No Muertos, nuestros protagonistas tratarán de hacer lo que mejor saben: sobrevivir. Lo que no saben es que una nueva plaga asoma en el horizonte…

Manel Loureiro

La ira de los justos

Apocalipsis Z - 3

ePUB v1.1

Eibisi
05.03.12

Editorial: PLAZA & JANES EDITORES

Idioma: CASTELLANO

ISBN:9788401339387

Año Edición: 2011

Plaza de edición: BARCELONA

Éste es para Rita y mis padres, por su paciencia y amor infinito.

Gracias por estar siempre ahí.

1

Cuando partas hacia Ítaca

pide que tu camino sea largo

y rico en aventuras y conocimiento.

K. KAVAFIS, «Ítaca»

Como casi todas las cosas, empezó por puro azar.

Aquel pedazo del océano Atlántico llevaba muchos meses sin ser testigo de nada excepcional. Durante el último año y medio, tan sólo un par de ballenas y algo de basura flotante habían cruzado por aquel espacio de mar, situado en un punto intermedio entre América y Europa. Aunque jamás había estado situado en las principales rutas de transporte marítimo, la ausencia humana era más acusada que nunca. Ni un solo barco, ni una vela o columna de humo se vislumbraba en el horizonte. Nada.

Era como si el ser humano hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Y, pensándolo bien, eso era exactamente lo que había ocurrido. O casi. Pero en aquel punto perdido en medio del mar no había nada ni nadie a quien aquello le importase, o que al menos pudiese reflexionar sobre ello. Y sin embargo, allí continuaban pasando cosas.

Al principio fue un pequeño aumento de temperatura, apenas unos cuatro o cinco grados. El sol de agosto había estado calentando la superficie del agua durante varios días seguidos, provocando una evaporación invisible, pero constante. Todas aquellas toneladas de vapor de agua habían ido ascendiendo rápidamente a la atmósfera, tan rápido que a medida que subían se enfriaban a toda velocidad transformándose en una densa capa de nubes. Al mismo tiempo, la presión atmosférica comenzó a caer en picado, mientras en las áreas circundantes el viento, impulsado por la diferencia de presión y la rotación de la tierra comenzaba a moverse en gigantescos círculos perezosos, que adquirían cada vez mayor velocidad.

De haber estado allí presente algún meteorólogo (cosa difícil, porque en aquel momento apenas quedaban vivos unos cuarenta especialistas del clima en todo el mundo y casi todos ellos estaban más preocupados en sobrevivir que en contar isobaras) habría sido capaz de decir que aquello era una célula de convección de tormenta. O mejor dicho, una supercélula. Y que las supercélulas eran sumamente extrañas tan al norte.

Pero en aquel trozo de mar no había nada, ni nadie. Los satélites meteorológicos que debían vigilar el océano habían ido apagándose o se habían estrellado contra la atmósfera a lo largo de los últimos meses por falta de mantenimiento, y las salas de control en la tierra estaban abandonadas. Por otra parte, no quedaba nadie que pudiese dar el aviso. Por eso, cuando treinta horas más tarde aquella supercélula de convicción se transformó en un huracán de fuerza tres y comenzó a avanzar hacia la costa africana, no hubo ni un solo testigo del nacimiento de aquel monstruo atmosférico.

Y debido a eso, nadie pudo avisar a los tripulantes de un pequeño velero situado cuatrocientas millas al este de que el infierno estaba a punto de desatarse sobre sus cabezas.

2

—¿Qué tenemos hoy para comer? —La pregunta salió disparada de la boca de Prit en cuanto asomó la cabeza dentro del tambucho del
Corinto II
.

—Adivina —mascullé con media sonrisa, mientras me volvía para observar la cara de mi compañero de tripulación. Bajo, fibroso y con un sorprendente estado físico, para estar más cerca de los cuarenta que de los treinta, los intensos ojos azules de Viktor Pritchenko me miraban desde la puerta de acceso que daba al interior del velero, mientras el viento removía su largo cabello rubio. El sol había tostado la piel del antiguo piloto de helicópteros ucraniano hasta darle un espectacular tono cobrizo que contrastaba enormemente con su rubio y pajizo bigote.

—No me digas que tenemos pescado otra vez —gimió Viktor—. ¡Estoy harto de esta dieta de sardina!

—Y yo también —sonreí—, pero tenemos que aprovechar que estamos atravesando una buena zona de pesca. No sabemos lo que vamos a tardar en llegar a tierra, ni cuándo volveremos a tener algo comestible nadando cerca. Además, sabes que las reservas de a bordo son para una emergencia.

Vi cómo el ucraniano se relamía mentalmente pensando en las escasas latas de conserva que se apilaban en un pequeño armario al fondo del camarote, pero finalmente su buen juicio se impuso. Con un gemido se volvió y se dirigió de nuevo a cubierta, mientras rezongaba en ucraniano una retahíla de maldiciones. Justo cuando apoyaba los pies en el primer escalón, una enorme bola de pelo naranja saltó sobre él como una bala de cañón, haciéndole trastabillarse y caer al suelo. Las maldiciones del ucraniano subieron un poco de tono, mientras trataba infructuosamente de sujetar al inquieto gato persa que le observaba divertido y juguetón desde lo alto de una litera, pero no llegó a enfadarse. Hacía falta mucho más que eso para que el eslavo perdiese los nervios.

—¡Sujeta de una vez a tu condenado gato o te juro por Dios que un día de éstos lo lanzo por la borda!

—No lo creo —respondí sin levantar la vista de las caballas recién pescadas que estaba limpiando—. Sé que en el fondo estás encariñado con él, y además no es mi gato. Creo que Lúculo piensa que todos nosotros le pertenecemos a
él
.

Como para manifestar su aprobación, Lúculo profirió un largo y sonoro maullido a la vez que saltaba de la litera y se dirigía entre contoneos gatunos hacia mí, con la esperanza de que aquellas entrañas de pescado acabasen en su plato. Pritchenko salió definitivamente de la cabina y volvió a dejarme solo con mis pensamientos.

Me miré las manos, llenas de ampollas y escamas de pescado, y se me escapó una risita amarga. Aún me parecía increíble. Apenas un año y medio atrás, mi vida era totalmente diferente. Era un respetado abogado que vivía y trabajaba en Pontevedra, una pequeña ciudad situada en el noroeste de España. Allí tenía mi vida, mis amigos, todo mi jodido y encantador pequeño universo. Un pequeñoburgués, treintañero, alto, delgado, guapo —según decían— y con todo el futuro a sus pies. Un fruto brillante del árbol del
baby boom
. Nacido con una flor en el culo, como acostumbraban a decir en mi familia.

Es cierto que mi pequeño universo también tenía sus goteras. Mi mujer se había matado en un estúpido accidente de tráfico (
¿hay alguno que no lo sea?
) unos meses antes de la pandemia y a mí me había llevado mucho tiempo remontar el profundo hoyo negro de depresión en el que me había enterrado, sin saber muy bien cómo.

Cuando el Apocalipsis se desató yo estaba empezando a recuperar el paso después de un año desastroso, en el que la desesperación me había apretado tanto el cuello que había abandonado casi por completo el trabajo, los amigos y la familia, atenazado por la culpa y una pena inextinguible.
¿Por qué diablos dejé que condujera ella, con semejante noche de perros?
Durante aquellos meses alcohólicos y borrosos había visto tantas veces el fondo de la botella que había llegado al punto de desear ver el fondo del cañón de una escopeta de cerca. Sería fácil, rápido, y si se hacía bien, indoloro… y justo entonces llegó Lúculo.

Aquel pequeño gato persa de color naranja fue un regalo de mi hermana, preocupada por mi descenso a los infiernos.
¿Qué demonios habrá sido de ella? ¿Dónde puñetas estará?
;Y sin duda, con aquel regalo había acertado, pues la necesidad de cuidados de aquel gatito me permitió olvidarme de mi autocompasión y salir adelante. Pero ésta es una historia demasiado vieja.

Lo cierto es que los problemas de todo el mundo quedaron empequeñecidos durante aquellas Navidades de hacía año y medio, cuando las puertas del infierno se abrieron en Daguestán. He de reconocer que yo, al igual que la mayoría de los habitantes de Occidente, ni siquiera había oído hablar en mi vida de aquella pequeña república ex soviética perdida en medio de Asia Central. No sé si aquel diminuto país llegó a tener en alguna ocasión un jodido Ministerio de Turismo, pero si era así deberían darles un premio (
póstumo
) porque las dos últimas semanas en las que el planeta tuvo medios de comunicación, el nombre de aquel pedazo de tierra perdido en el Cáucaso fue sin duda el más repetido en todas las naciones del globo.

La historia es conocida; de hecho, cualquiera que aún siga vivo en este planeta la conoce a la perfección. Un grupo de chalados extremistas (
Allah Akbar!!
) proveniente de la cercana Chechenia intenta asaltar un viejo depósito de armas de la época soviética con la intención de conseguir material de guerra para su Yihad. El asalto tiene éxito, pero el botín es una basura. En vez de AK-47, granadas, RPG y cintas de munición, los muyahidines se encuentran con un laboratorio de la época soviética medio abandonado, custodiado por una docena de soldados olvidados, y lleno únicamente de probetas, tubos de ensayo y unos cuantos frigoríficos de alta seguridad. El resultado es frustrante, y el cabecilla checheno, cabreado, ordena a sus hombres que arrasen el lugar antes de irse, incluyendo aquellos enormes frigoríficos con pegatinas de advertencia y carteles en cirílico cubriendo sus puertas.

Ésa es la última orden que da, y sin duda alguna, la más estúpida de todas. Menos de quince minutos después, él y todos sus hombres están infectados con el virus TSJ, que llevaba veinticuatro años durmiendo tranquilamente en el fondo de un matraz dentro de aquella nevera. Tan sólo cuarenta y ocho horas después el virus ya se expande sin control por Daguestán y en apenas dos semanas por todo el mundo de manera incontrolable. Llegado ese momento, el cabecilla guerrillero del asalto ya está muerto (o, mejor dicho, convertido en un No Muerto) por lo que no es consciente de que con su pequeño asalto ha desencadenado el Apocalipsis sobre la faz de la tierra. La humanidad borrada del mapa por culpa de una pandilla de pastores analfabetos que no supieron leer los carteles de advertencia en un frigorífico. Irónico. Jodidamente irónico.

Cuando el TSJ se expandió por todo el planeta, los acontecimientos se sucedieron muy rápidamente. Aquel pequeño virus liberado de manera accidental por el guerrillero de nombre desconocido resultó ser un cabrón de la peor especie. No sólo era un virus extremadamente contagioso y letal, sino que su código genético estaba programado para seguir extendiéndose incluso después de haber eliminado a su receptor portador.

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