Las nieblas de Avalón (111 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Y se sentó a escuchar, sintiendo que todo su cuerpo se estremecía como las cuerdas del arpa. «No lo soporto, no puedo. Tengo que actuar en cuanto la luna esté en sombras.» Otro ciclo y sucumbiría a la marejada de hambre y deseo que estaba acumulando entre ambos. «Y ya no podría traicionarle. Sería suya para siempre, por el resto de esta vida y más allá.»

Alargó la mano para tocar las muñecas torcidas y el contacto la llenó de inquietud. Sólo pudo imaginar, por la súbita dilatación de las pupilas y !a brusca inspiración, lo que había representado para Kevin.

«Cristo dijo que el arrepentimiento sincero borra cualquier pecado…» Pero el destino y las leyes del universo no se pueden apartar con tanta facilidad. Las estrellas no detienen su curso porque alguien les grite: «¡Deteneos!» Traicionar al Merlín era su destino y no se atrevía a cuestionarlo.

Kevin había dejado de tocar para cogerle delicadamente la mano. Como enajenada, Nimue le besó los dedos. «Ahora ya es demasiado tarde para echarse atrás.» No: había sido demasiado tarde al inclinar la cabeza ante Morgana, aceptando la misión. Había sido demasiado tarde ya al jurar fidelidad a Avalón.

—Habladme de vos —susurró—. Quiero saberlo todo, mi señor.

—No me llaméis así. Mi nombre es Kevin.

—Kevin —repitió Nimue, con voz suave y tierna, rozándole ligeramente el brazo con los dedos.

Día tras día fue tejiendo su hechizo con miradas, contactos y susurros, en tanto la luna menguaba hacia la tiniebla. Después de aquel beso fugaz volvió a apartarse, como si se hubiera asustado. Y era cierto: nunca, en todos sus años de reclusión, se había supuesto capaz de tanta pasión. Y sabía que los hechizos la estaban acentuando en ella tanto como en él. Por fin, tentado más allá de su resistencia por el suave roce del cabello en su cara, Kevin la sujetó para estrecharla entre sus brazos. Entonces Nimue se debatió con auténtico miedo.

—No, no… No puedo… Estáis loco… Soltadme, os lo ruego. —exclamó.

El Merlín la estrechó con más fuerza, escondiendo la cara en su seno, cubriéndole de besos los pechos. Nimue rompió en ligero llanto.

—No, no… Tengo miedo, tengo miedo…

Entonces Kevin la soltó, casi aturdido, con la respiración acelerada, los ojos cerrados y las manos laxas. Después de un momento murmuró:

—Mi bien amada, mi precioso pájaro blanco, corazón mío, perdóname, perdóname…

Nimue comprendió que ahora podía usar el miedo, tan auténtico, para sus fines.

—Confié en ti —gimoteó—. Confié en ti…

—Hiciste mal —replicó Kevin, ronco—. Soy sólo un hombre y no menos que eso. —Y ella hizo una mueca de dolor ante la amargura de su tono—. Soy un hombre de carne y hueso y te amo, Nimue. Y tú juegas conmigo como con un perrillo faldero. ¿Crees que soy menos hombre por ser tullido?

Nimue le tendió las manos, sabiendo que temblaban, sabiendo que él jamás adivinaría por qué. Protegió con cautela sus pensamientos.

—Nunca lo creí. Perdóname, Kevin. Es que…, no pude evitarlo.

«Y es cierto. Todo es cierto, Madre. Pero no como él lo cree. Lo que digo no es lo que él oye.»

Sin embargo, pese a toda la compasión y el deseo también experimentaba un poco de desprecio. «De otro modo no podría soportar lo que estoy haciendo. Pero es despreciable que un hombre esté tan a merced del deseo… Yo también tiemblo y me siento desgarrada… pero no me pongo a merced de mis apetitos carnales.»

Para eso Morgana le había dado la clave de aquel hombre, poniéndolo por completo en sus manos. Había llegado el momento de pronunciar las palabras que consolidarían el hechizo, haciéndole suyo en cuerpo y alma, para que pudiera llevarlo a Avalón y a su destino.

«¡Finge! ¡Finge ser una de esas vírgenes temerarias de las que Ginebra está rodeada, que tienen el cerebro entre las piernas!»

—Lo siento —tartamudeó—. Sé que eres un hombre lamento haberme asustado… —Y le echó una mirada de soslayo entre el largo pelo, temiendo revelar su falsedad si él la miraba a los ojos—. Yo… yo… sí, quería que me besaras, pero me asustó que fueras tan fogoso. Éste no es buen momento ni buen lugar. Alguien podría aparecer de repente y la reina se enfadaría. Siempre nos advierte que no debemos ir por ahí con hombres.

«¿Será tan necio para creerse las estupideces que balbuceo?»

—¡Pobre amada mía! —Kevin le cubrió las manos de besos contritos—. Soy una bestia. ¡Asustarte cuando te amo tanto, tanto que no puedo soportarlo! Nimue, Nimue, ¿tanto temes el enfado de la reina? No puedo… —se interrumpió para aspirar profundamente—. No puedo vivir así. ¿Preferirías que abandonara la corte? Nunca he… —Hizo otra pausa—. No puedo vivir sin ti. Si no eres mía voy a morir. ¿No te compadeces de mí, amada mía?

Nimue bajó los ojos con un largo suspiro, observando su rostro contraído, su respiración agitada. Por fin susurró:

—¿Qué puedo decirte?

—¡Di que me amas!

—Te amo. —Ella sabía que estaba hablando como hechizada—. Bien sabes que sí.

—Di que me entregarás todo tu amor, dilo… Ah, Nimue, Nimue, eres tan joven y bella… Y yo, tan contrahecho y feo… No puedo creer que me quieras. Aun ahora temo estar soñando, que sólo quieras burlarte de esta bestia tendida a tus pies como un perro…

—No —dijo. Y de inmediato, como si la intimidara su osadía, le rozó los párpados con dos besos levísimos, dos golondrinas fugaces.

—¿Vendrás a mi lecho, Nimue?

—Tengo miedo —susurró—. Podrían vernos… Y no me atrevo a ser tan ligera… Si nos descubrieran… —Frunció los labios en un mohín infantil—. Si nos descubrieran, la gente solo pensaría de ti que eres muy hombre, mientras que a mí me señalarían con el dedo, como a las rameras. —Y dejó que las lagrimas corrieran por sus mejillas, aunque en su interior todo era triunfo.

—Haría cualquier cosa por protegerte, por tranquilizarte— murmuró Kevin, con la voz trémula de sinceridad.

—Sé que los hombres gustáis de jactaros de vuestras conquistas. ¿Cómo puedo saber que no alardearás por todo Camelot de que la prima de la reina te ha concedido sus favores y su virginidad?

—Confía en mí, te lo ruego. ¿Qué prueba puedo darte de mi sinceridad? Sabes que soy tuyo en cuerpo, corazón y alma.

—La retuvo entre sus manos, susurrando—: ¿Cuándo serás mía? ¿Cómo? ¿Qué puedo hacer para demostrarte que te amo por encima de todas las cosas?

Nimue vacilaba.

—No puedo llevarte a mi cama. Comparto mi cuarto con cuatro de las damas. Cualquier hombre que llegara hasta allí sería detenido por los guardias.

Kevin se inclinó otra vez para cubrirle de besos las manos.

—Jamás te causaría ese bochorno, pobre amor mío. Tengo habitación propia; es apenas un cubículo, casi una perrera, y sólo porque los hombres del rey no quieren compartir alojamiento conmigo. No sé si te animarías a ir allí.

—Tiene que haber algún modo mejor —susurró Nimue, siempre con voz suave y tierna. «Maldito seas, ¿cómo haré para sugerirlo sin dejar de fingirme inocente y estúpida?»—. No recuerdo que haya en el castillo ningún lugar donde podamos estar a salvo, pero…

Se puso de pie junto a la silla para apretarse contra él, rozándole la frente con los pechos. Kevin la rodeó con los brazos, sepultando la cara en su cuerpo, temblorosos los hombros.

—En esta época del año… las noches son tibias y llueve muy poco. ¿Te animarías a salir conmigo, Nimue?

La muchacha murmuró, tan ingenuamente como pudo:

—Por estar contigo me atrevo a cualquier cosa, amor mío.

—Entonces…, ¿esta noche?

—Oh —susurró, acobardada—, la luna brilla tanto… Nos verían. Espera unos días, hasta que no haya luna.

—Cuando la luna está en sombras… —Kevin hizo una mueca de temor.

Nimue comprendió que era el momento peligroso en que el pez, tan minuciosamente atrapado, podía escapar del anzuelo y quedar libre. En Avalón, durante la luna nueva, las sacerdotisas se recluían y toda magia quedaba en suspenso. Pero él ignoraba que Nimue provenía de Avalón. ¿Se impondría el La muchacha se mantuvo inmóvil, moviendo ligeramente los dedos entre los de él.

—Es un momento espectral —dijo Merlín.

—Pero temo que nos vean. No sabes como se enfadaría la reina si supiera que tengo el impudor de desearte. —Se arrimó un poco más a él—. Tú y yo no necesitamos de la luna para vernos.

Kevin la estrechó con fuerza, escondiendo la cabeza entre sus pechos.

—Amor mío —susurró—, será como tú quieras, con luna o sin ella.

—¿Y después me llevarás lejos de Camelot? No quiero sufrir vergüenza.

—Adonde quieras. Lo juro… Lo juro por tu Dios, si quieres.

Nimue movió las manos entre los rizos limpios de su pelo.

—El Dios cristiano no quiere a los amantes y detesta que una mujer yazga con un hombre. Júralo por tu Dios, Kevin, por las serpientes que llevas en las muñecas.

—Lo juro —murmuró él. Y la importancia de ese voto pareció agitar el aire en torno a ellos.

«Oh, necio, has jurado tu muerte…» Nimue se estremeció, pero Kevin sólo sabía de esos pechos en los que apoyaba los labios. Como futuro amante, se tomó el privilegio de tocarlos, besarlos, apartar un poco la túnica para encerrarlos en sus manos.

—No sé cómo haré para soportar la espera —dijo.

—Tampoco yo —susurró ella. Y lo decía con todo el corazón.

«Ojalá esto hubiera terminado…»

La luna no era visible, pero su marea cambiaría dentro de tres días, exactamente dos horas después del crepúsculo; sentía su mengua como una gran enfermedad en la sangre, que le robaba la vida de las venas. Pasó la mayor parte de aquellos tres días en su alcoba, aduciendo que se encontraba mal, lo cual no distaba mucho de la verdad. Estuvo la mayor parte del tiempo a solas, con las manos en el arpa de Kevin, meditando para llenar el éter con el mágico vínculo que existía entre ambos.

Era una hora malhadada y Kevin lo sabía tan bien como ella, pero estaba tan cegado por la promesa de su amor que no le importaba.

Llegó el día en que la luna estaría en sombras; Nimue la sentía en todo el cuerpo. Se preparó una tisana de hierbas para postergar su sangre menstrual, para no disgustarle ni recordarle los tabúes de Avalón. Tenía que apartar su mente de las realidades físicas del acto; pese a toda su preparación, en verdad era la nerviosa virgen que pretendía ser. Tanto mejor: así no sería necesario fingir; sería, simplemente, la muchacha que se entrega por primera vez al hombre que ama y desea. Lo que sucediera después sería lo que la Diosa había ordenado.

No supo qué hacer para pasar el tiempo. La cháchara de las damas nunca le había parecido tan vacua e insustancial. Por la tarde, puesto que no podía concentrarse en el hilado, llevó el arpa de Kevin y cantó para ellas. A pesar de todo, hasta el más largo de los días llega a su anochecer. Lavada y perfumada, se sentó en el salón cerca de Ginebra, picando la comida, descompuesta y mareada; le repugnaban los perros bajo la mesa, la grosería de los modales. Vio a Kevin sentado entre los consejeros del rey y casi pudo sentir sus manos hambrientas en los pechos. La mirada que le dirigió era casi audible:

«Esta noche. Esta noche, amada mía. Esta noche.»

«Ah, Diosa, cómo puedo hacer esto a un hombre que me ama, que ha puesto toda su alma en mis manos… Pero he jurado y tengo que respetar mi juramento; de lo contrario sería tan traidora como él.»

Mientras las damas de la reina iban hacia sus habitaciones, los dos se cruzaron en el salón inferior.

—He escondido tu caballo y el mío en los bosques, más allá de la puerta —le dijo, en voz muy baja y rápida—. Después te llevaré adonde quieras.

«No imaginas dónde será.» Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Sin poder dominar las lágrimas, respondió:

—Ah, Kevin… Te amo. —Y era cierto. Se había enredado hasta tal punto en el corazón de Merlín que no concebía separarse de él. El aire de la noche parecía lleno de magia.

Los demás tenían que pensar que Nimue se había ausentado con algún recado. Dijo a las damas con las que compartía el dormitorio que había prometido un remedio para el dolor de muelas a una de las mujeres y que tardaría varias horas en regresar. Luego se escabulló, abrigada con su capa más gruesa y oscura y la pequeña hoz de su iniciación en una bolsa atada a la cintura; pasara lo que pasare, Kevin no tenía que verla.

Tinieblas. No había siquiera sombras en el patio sin luna. Descubrió que temblaba al caminar con cautela, a la débil luz de las estrellas. Más allá la oscuridad se hizo más intensa; entonces oyó el murmullo apagado y ronco:

—¿Nimue?

—Soy yo, amado mío.

«¿Cuál es la falsedad mayor: faltar a mi juramento a Avalón o mentir así a Kevin? ¿Existe acaso una mentira buena?»

Cuando la cogió del brazo, el contacto de su mano caliente le hizo arder la sangre. Ahora los dos estaban profundamente enredados en la magia de la hora. Ya fuera de la puerta, descendieron la empinada cuesta que elevaba el antiguo fuerte de Camelot, sobre las colinas circundantes. En invierno aquello se convertía en un río pantanoso; ahora estaba seco, cubierto por la vegetación maloliente de las tierras húmedas; Kevin la condujo a un bosquecillo.

«Ah, Diosa, siempre supe que perdería mi doncellez en un bosquecillo… pero no sospechaba que sería con todo el embrujo de la luna nueva.»

Kevin la estrechó contra sí para besarla. Todo su cuerpo parecía arder. Tendió las dos capas en la hierba y la acostó. Sus manos contrahechas temblaban tanto entre los cordones del vestido que ella misma tuvo que desatarlos.

—Me alegro de que esté oscuro —dijo él, con un hilo de voz—. De ese modo no te horrorizarás de mi cuerpo deforme.

—Nada tuyo podría asustarme, amor mío —susurró ella, alargando las manos.

En ese momento lo decía con toda sinceridad, envuelta en el hechizo que también a ella la había atrapado. A pesar de la magia, la falta de experiencia hizo que se apartara, con auténtico miedo, ante el contacto de su virilidad enhiesta. Él la calmó con besos y caricias. Nimue percibía el ardor de la marea baja, la densa lobreguez de la hora arcana. En el momento en que llegaba a su culminación lo atrajo hacia ella, sabiendo que, si se demoraba hasta que la luna nueva apareciera en el cielo, perdería gran parte de su poder.

—Nimue, Nimue —murmuró él, notando que temblaba—, pequeña mía, eres doncella… Si quieres, podemos… damos mutuamente placer sin que yo tome tu virginidad…

Ante su ofrecimiento sintió deseos de llorar: que él, aun enloquecido por el deseo, esa cosa pesada que se retorcía entre ambos, pudiera ser tan considerado. Pero exclamó:

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