—Sí.
—¡Está tan lejos! ¡Y es una zona tan tétrica!
—Puede que sea una zona tétrica, hijo mío, pero la señora está muy bien relacionada. Todo el mundo se habrá reunido allí. —Hizo una pausa y lo miró de reojo, astutamente—. Todo el mundo, Bruto, todo el mundo.
A lo cual su hijo no respondió ni palabra.
Con dos esclavos que le facilitaban el avance, Servilia bajó con esfuerzo los escalones de los Fabricantes de Anillos y se metió en el estruendo infernal del Foro Romano, donde a todo el mundo le encantaba reunirse, escuchar, mirar, pasear y codearse con los poderosos. Ni el Senado ni ninguna de las Asambleas tenía previsto reunirse aquel día, y las cortes disfrutaban de unas breves vacaciones, pero no obstante algunos poderosos iban y venían por allí, y se les distinguía fácilmente por los
fasces
, oscilantes haces de varillas atados con correas rojas, que sus lictores portaban a la altura del hombro para proclamar su imperio.
—¡Esta cuesta es muy pronunciada, mamá! ¿No puedes ir más despacio? —jadeaba Bruto mientras su madre marchaba Clivus Orbius arriba, al final del Foro; el muchacho sudaba profusamente.
—Si hicieras más ejercicio no te quejarías —dijo Servilia sin impresionarse.
Hedores nauseabundos y putrefactos asaltaron las fosas nasales de Bruto a medida que los altos edificios de viviendas de Subura se hacinaban apretados entre sí y cerraban el paso a la luz el sol; las paredes desconchadas rezumaban limo, las acequias de las aceras llevaban regueros oscuros y espesos hacia el interior de las rejillas y las diminutas cavernas sin iluminación que eran las tiendas pasaban incontables. Por lo menos la sombra húmeda y malsana hacía que la temperatura resultase algo más fresca, pero aquélla era una parte de Roma de la que el joven Bruto de buena gana hubiera prescindido, por mucho que allí estuviera «todo el mundo».
Por fin llegaron a la parte exterior de una puerta bastante presentable de roble curado, bien tallada en forma de paneles y con un brillante y pulido llamador
orichalcum
en forma de cabeza de león con las fauces abiertas. Uno de los esclavos de Servilia golpeó con él vigorosamente la puerta, que se abrió de inmediato. Tras ella, de pie, se encontraba un anciano griego manumitido, más bien rollizo, que les hizo una profunda reverencia mientras les franqueaba la entrada.
Era una reunión de mujeres, desde luego; si Bruto hubiera sido lo bastante mayor como para ponerse la toga blanca sin adornos, la
toga virilis
, y ya hubiera estado iniciado en las filas de los hombres, no se le habría permitido acompañar a su madre. Aquella idea le provocaba pánico a Bruto. ¡Mamá debía tener éxito en su petición, él tenía que seguir viendo a su querido amor después de diciembre, cuando alcanzara la categoría de hombre adulto! Pero sin traicionar en absoluto ese sentimiento, Bruto abandonó las faldas de Servilia en el mismo momento en que empezaron los saludos efusivos, y se escabulló hacia un rincón tranquilo de aquella habitación llena de chillidos, procurando hacer todo lo posible por mezclarse con la decoración, carente de pretensiones.
—
¡Ave
, Bruto! —dijo una voz ligera aunque ronca.
Este volvió la cabeza, miró hacia abajo y sintió que el pecho se le hundía.
—
Ave
, Julia.
—Ven, siéntate conmigo —le exigió la hija de la casa al tiempo que lo conducía hasta un par de sillas pequeñas que había justo en el rincón. Se instaló en una de ellas mientras Bruto se agachaba con dificultad para acomodarse en la otra.
Sólo ocho años… ¿cómo era posible que fuese ya tan hermosa?, se preguntaba el deslumbrado Bruto, que la conocía bien porque su madre era una gran amiga de la abuela de la niña. Blanca como el hielo y la nieve, con la barbilla puntiaguda, los pómulos bien formados, los labios débilmente rosados y tan deliciosos como una fresa, y unos ojos azules muy abiertos que miraban con gentil viveza todo lo que abarcaban; si Bruto había ahondado en la poesía del amor era a causa de aquella niña a quien había amado durante… ¡oh, durante varios años! Y sin haber comprendido en realidad que aquello era amor hasta hacía poco tiempo, cuando Julia había vuelto la mirada hacia él con una sonrisa tan dulce que el descubrimiento de aquella comprensión había sido para Bruto algo semejante al sobresalto que provoca el estallido de un trueno.
Aquella misma noche Bruto había acudido a su madre y la había informado de que deseaba casarse con Julia cuando ésta creciera lo suficiente.
Servilia lo había mirado fijamente, atónita.
—¡Si no es más que una niña, mi querido Bruto! Tendrás que esperar nueve o diez años.
—Se prometerá en matrimonio mucho antes de que sea lo suficientemente mayor para casarse —le había respondido Bruto haciendo evidente su angustia—. ¡Por favor, mamá, en cuanto su padre regrese a casa pídele la mano de Julia en matrimonio!
—Es muy posible que cambies de opinión.
—¡Nunca, nunca!
—Su dote es mínima.
—Pero su cuna es todo lo que podrías desear en mi esposa.
—Cierto. —Aquellos ojos negros que podían adoptar una expresión tan dura reposaron en el rostro de su hijo no exentos de comprensión; Servilia apreciaba la fuerza de aquel argumento. De manera que estuvo dándole vueltas mentalmente durante unos instantes, y luego asintió—. Muy bien, Bruto, la próxima vez que su padre venga a Roma, se lo pediré. No necesitas una esposa rica, pero es esencial que su cuna esté a la altura de la tuya, y una Julia sería ideal. Especialmente esta Julia, patricia por ambas partes.
Y así lo habían dejado, en espera de que el padre de Julia regresara de la Hispania Ulterior, donde desempeñaba el cargo de cuestor. Y a pesar de que era la inferior de las magistraturas importantes, no era de extrañar que Servilia supiera que el padre de Julia había desempeñado el cargo extremadamente bien. Lo que sí resultaba extraño era que ella nunca lo hubiera conocido en persona, considerando lo poco numeroso que era el grupo de verdaderos aristócratas de Roma. Ella era una; él, otro. Pero, según los rumores femeninos, aquel hombre era una especie de marginado entre los de su clase, demasiado ocupado para hacer la vida social que la mayoría de sus iguales cultivaban cuando se encontraban en Roma. Habría sido más fácil solicitar la mano de su hija en nombre de Bruto si ella ya lo conociese, aunque albergaba pocas dudas de cuál iba a ser la respuesta. Bruto era muy buen partido, incluso ante los ojos de un Julio.
El salón de recepción de Aurelia no podía compararse a un atrio palatino, pero era lo bastante grande como para albergar cómodamente a la docena aproximadamente de mujeres que lo habían invadido. Los postigos abiertos daban a lo que comúnmente se consideraba un bonito jardín, gracias a Cayo Matio, el inquilino del otro apartamento de la planta baja; él había hallado la manera de que las rosas pudieran florecer en la sombra; había conseguido que las parras escalasen los doce pisos de paredes con celosías y balcones, había podado los arbustos de boj hasta formar esferas perfectas y había instalado un habilidoso sistema de alimentación basado en la fuerza de gravedad hasta el estanque de mármol, lo que permitía que un encabritado delfin de dos colas escupiera agua por aquella espantosa boca suya.
Las paredes del salón de recepción estaban bien conservadas y pintadas con el color rojo de moda; el suelo de terrazo barato se había bruñido hasta adquirir un atractivo brillo de color rosa rojizo, y el techo se había pintado simulando un cielo de mediodía con nubes algodonosas, aunque no podía presumir de ornamentos caros. No era la residencia de uno de los poderosos, pero sí adecuada para un senador de rango inferior, suponía Bruto mientras lo observaba todo sentado junto a Julia, que a su vez miraba a las mujeres; Julia lo sorprendió, así que Bruto también dirigió la mirada hacia las mujeres.
Su madre había tomado asiento junto a Aurelia en un canapé, desde donde podía exhibirse a sus anchas a pesar de que a su anfitriona, aunque había alcanzado ya los cincuenta y cinco años, se la consideraba una de las mayores bellezas de Roma. La figura de Aurelia era elegantemente esbelta y le favorecía permanecer en reposo, porque entonces no se le notaba que cuando se movía lo hacía con demasiada viveza como para resultar grácil. Ni un asomo de canas le enturbiaba el cabello de color castaño, y tenía la piel lisa y lechosa. Era ella quien le había recomendado a Servilia una escuela para Bruto, porque era la principal confidente de la madre de éste.
A causa de ese pensamiento la mente de Bruto dio un salto hasta la escuela, una digresión típica para una mente que tenía tendencia a la divagación. Su madre no deseaba enviar a Bruto a la escuela, pues temía que su hijo se viera expuesto a niños de rango y salud inferiores, y estaba preocupada asimismo porque la naturaleza estudiosa de Bruto fuera motivo de risas. Mejor que Bruto tuviera su propio tutor en casa. Pero entonces el padrastro de Bruto había insistido en que aquel único hijo varón necesitaba el estímulo y la competencia de una escuela.
«Un poco de sana actividad y unos compañeros de juegos corrientes», así era como lo había expresado Silano, no precisamente celoso de que Bruto ocupase el lugar predilecto en el corazón de Servilia, sino más bien preocupado porque cuando Bruto madurase por lo menos debería haber aprendido a asociarse con diferentes tipos de personas. Naturalmente, la escuela que Aurelia recomendó era una muy exclusiva, pero los pedagogos de todas las escuelas en general tenían una manera de pensar inquietantemente independiente que los llevaba a aceptar chicos brillantes aunque sus medios familiares fueran menos selectos que el de un Marco Junio Bruto, por no hablar ya de dos o tres chicas brillantes.
Teniendo a Servilia por madre, era inevitable que Bruto odiase la escuela, aunque Cayo Casio Longino, el compañero de estudios que más merecía la aprobación de Servilia, procedía de una familia tan buena como un Junio Bruto. Este, sin embargó, toleraba a Casio sólo porque haciéndolo mantenía a su madre contenta. ¿Qué tenía él en común con un muchacho ruidoso y turbulento como Casio, enamorado de la guerra, de la lucha, de todas aquellas hazañas que entrañan gran atrevimiento? Sólo el hecho de haberse convertido rápidamente en el favorito del maestro había logrado reconciliar a Bruto con la espantosa prueba que había sido la escuela. Eso y compañeros como Casio.
Desgraciadamente la persona a la que más anhelaba Bruto llamar amigo era a su tío Catón; pero Servilia se negaba a oír siquiera que su hijo quisiese establecer ninguna clase de intimidad con su despreciado hermanastro. El tío Catón, ella nunca se cansaba de recordárselo a su hijo, descendía de un campesino tusculano y una esclava celtíbera, mientras que en Bruto se unían dos linajes separados de exaltada antigüedad, uno el de Lucio Junio Bruto, el fundador de la República —que había depuesto al último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio—, y el otro el de Cayo Servilio Ahala —que había matado a Melio cuando éste había intentado proclamarse a sí mismo rey de Roma unas décadas después de estar instalada la nueva República—. Por ello, un Junio Bruto, que por parte de madre era además un patricio Servilio, no podía en modo alguno relacionarse con basura advenediza como el tío Catón.
—¡Pero tu madre se casó con el padre de tío Catón y tuvo con él dos hijos, la tía Porcia y el tío Catón! —había protestado Bruto en una ocasión.
—¡Y por eso cayó en desgracia para siempre! —dijo con desprecio Servilia— ¡Yo no reconozco esa unión ni a su progenie… y tampoco lo harás tú, hijo mío!
Fin de la discusión. Y fin de cualquier esperanza de que se le permitiera ver al tío Catón con más frecuencia de lo que la decencia familiar aconsejaba. ¡Qué tipo tan maravilloso era el tío Catón! Un verdadero estoico, enamorado de las antiguas costumbres austeras de Roma, a quien le repugnaba el boato y la ostentación, rápido en criticar las pretensiones de grandeza de Pompeyo el Grande, otro advenedizo que, tristemente, carecía de los antepasados adecuados. Pompeyo, que había asesinado al padre de Bruto y había dejado viuda a su madre, había capacitado a un peso ligero como el enfermizo Silano para que se metiera en la cama con ella y engendrara dos niñas con la cabeza en forma de burbuja que Bruto llamaba hermanas a regañadientes… —¿En qué piensas, Bruto? —le preguntó Julia sonriente.
—Oh, en nada importante —le respondió él distraídamente.
—Eso es una evasiva. ¡Dime la verdad!
—Estaba pensando en la persona tan estupenda que es mi tío Catón.
Julia arrugó la amplia frente.
—¿Tu tío Catón?
—Tú no lo conoces porque todavía no es lo bastante mayor para estar en el Senado. En realidad está tan cerca de mi edad como de la de mi madre.
—¿Es aquel que no permitió que los tribunos de la plebe derribaran una columna que obstruía el paso dentro de la basílica Porcia?
—¡Ése es mi tío Catón! —exclamó Bruto con orgullo.
Julia se encogió de hombros.
—Mi padre dice que eso fue una estupidez por su parte. Si hubieran derribado la columna, los tribunos de la plebe habrían tenido una sede más cómoda.
—Tío Catón tenía razón. Catón el Censor puso allí la columna cuando construyó la primera basílica de Roma, y ése es el lugar que le corresponde de acuerdo con la
mos maiorum
. Catón el Censor permitió que los tribunos de la plebe utilizaran el edificio como sede porque comprendió la difícil situación en que se encontraban; porque ellos son magistrados elegidos únicamente por la plebe, no representan a todo el pueblo y no pueden utilizar un templo como sede. Pero no les regaló el edificio, sólo les permitió el uso de una parte de él. Entonces parecieron estar bastante agradecidos por ello. Ahora quieren cambiar la construcción que costeó Catón el Censor. El tío Catón no tolera la mutilación de un lugar tan señalado que lleva el nombre de su bisabuelo.
Puesto que Julia era por naturaleza pacífica y no le gustaba discutir, volvió a sonreír, le puso una mano en el brazo a Bruto y le dio un cariñoso apretón. Bruto era un niño muy mimado, muy estirado y pagado de sí mismo; y a pesar de que lo conocía desde hacía bastante tiempo, sentía —aunque no sabía bien por qué— mucha pena por él. ¿Sería, quizás, porque la madre de Bruto era una persona tan… retorcida?
—Bueno, eso ocurrió antes de que mi tía Julia y mi madre murieran, así que yo diría que ya nadie derribará la columna —dijo ella.
—¿Esperáis que tu padre llegue pronto a casa? —le preguntó Bruto virando mentalmente hacia el matrimonio.