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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

Las mujeres casadas no hablan de amor (34 page)

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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—¿De verdad? ¿De verdad piensas eso de mí? —pregunto.

—Más o menos —susurra Zoé.

—¡Dios mío, Zoé…! —exclamo.

En ese momento, el ratón pasa corriendo por debajo de la mesa.

Levanto los pies y nos miramos con los ojos muy abiertos. Zoé se lleva un dedo a los labios.

—No hagas ruido —me dice, sólo con el movimiento de la boca.

—¡Hiii! —finjo que grito, sin ningún sonido.

Zoé reprime la risa, mientras se desliza poco a poco de la silla y se agacha en el suelo, con la fiambrera en la mano. A continuación, oigo el ruido del plástico golpeando contra el suelo.

—¡Lo tengo! —grita, arrastrándose para salir de debajo de la mesa, mientras arrastra por delante la fiambrera.

El ratón no se mueve.

—¿Lo has matado? —pregunto.

—Claro que no —responde Zoé, dando golpecitos en el plástico con un dedo—. Se está haciendo el muerto. Está muerto de miedo.

—¿Dónde te parece que lo soltemos?

—¿Vendrás conmigo? —pregunta Zoé—. Nunca vienes conmigo. Te dan miedo los ratones.

—Sí, voy contigo —respondo, al tiempo que elijo un trozo de cartón del contenedor de papel—. ¿Lista?

Deslizo el cartón entre el suelo y la fiambrera, y salimos las dos por la puerta trasera, Zoé con la mano encima de la fiambrera y yo con la mano debajo, sosteniendo el cartón. Seguimos caminando un buen rato de esa forma tan incómoda, hasta llegar a un bosquecillo de eucaliptos que hay en una colina. Entonces, nos inclinamos a la vez, bajamos la fiambrera hasta el suelo y yo deslizo el trozo de cartón para retirarlo.

—Adiós, ratoncito —canturrea Zoé, cuando levanta la fiambrera.

Un segundo después, el ratón se ha ido.

—No sé por qué, pero siempre me da pena cuando se van —dice Zoé.

—¿Por haber tenido que atraparlos?

—No, porque me preocupa que no sepan volver a su casa —responde Zoé, mientras los ojos se le vuelven a llenar de lágrimas.

En ese momento, se me ocurre que Zoé tiene exactamente la misma edad que tenía yo cuando murió mi madre. Se parece más a los Buckle que a los Archer. Luce una buena cabellera, lo que para mí significa que no tiene que pelearse con su pelo. Tiene una piel preciosa y, por suerte para ella, es alta como William: mide casi un metro setenta. Pero donde me veo a mí misma, donde veo el lado Archer de la familia, es en sus ojos. El parecido es especialmente pronunciado cuando está triste: la forma en que bate las lágrimas con esas pestañas negras y espesas, y el modo en que su iris pasa del azul oscuro a un tono grisáceo. Soy yo. Es mi madre. Ahí, delante de mí.

—¡Oh, Zoé, cariño! Tienes un corazón enorme. Siempre lo has tenido, incluso cuando eras pequeñita.

Con cautela, le paso un brazo por los hombros.

—No he debido decirte esas cosas. No es cierto. Tú no huyes.

—Quizá sea cierto. Un poco cierto.

—Lo siento.

—Ya lo sé.

—Soy una tonta.

—Eso también lo sé —le digo con una sonrisa, dándole un puñetazo de broma en un hombro.

Hace una mueca.

—Zoé, cariño, mírame.

Desvía la mirada y se muerde el labio inferior.

—¿Quieres a Jude?

—Creo que sí.

—Entonces, hazme un favor.

—¿Cuál?

Le apoyo una mano en la mejilla.

—No esperes más, por favor. Ve y dile lo que sientes.

88

—¿Quién es la suplente de la protagonista? —pregunta Jack, esforzándose por leer el programa de mano—. Alice, ¿tú puedes leer esto?

Fuerzo la vista para descifrar el programa.

—¿Cómo esperan que alguien lea esto? La letra es minúscula.

—Aquí tienes.

Bunny me da unas gafas de lectura. Son muy elegantes: cuadradas y de color gris oscuro.

—No, gracias —replico.

—Las he comprado para ti.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Porque ya no puedes leer la letra pequeña y es hora de que lo reconozcas.

—Lo que no puedo leer es la letra minúscula. Te lo agradezco mucho, pero no las necesito.

Se las devuelvo.

—¡Dios, cómo me gusta el teatro! —exclamo, mientras veo a la gente ocupar las localidades—. El Berkeley Rep está prácticamente al lado de casa. ¿Por qué no venimos más a menudo?

Las luces se atenúan y el silencio se adueña del teatro, mientras los últimos rezagados buscan sus localidades. Es mi momento favorito, justo antes de que se levante el telón, cuando toda la promesa de la velada aún está por delante. Miro a William, cuyos pantalones informales de corte recto le acentúan la musculatura de las piernas. Le miro los muslos y un leve estremecimiento me recorre el cuerpo. Todo el tiempo que pasa corriendo está dando resultados.

—Allá vamos —susurra Bunny, mientras se abre el telón.

—Gracias por invitarnos —le digo, apretándole ligeramente un brazo.

—Lo habría pasado mejor tuiteando con la Chica-Dulce —dice William cuarenta y cinco minutos después.

Es el entreacto. Estamos en la cola del bar, con docenas de personas más.

—No puedo creer que hayan estrenado esta obra —dice Jack—. No está lista.

—Y es el primer trabajo de la autora —dice Bunny—. Espero que sepa resistir las críticas.

De pronto, todos me miran.

—Oh, lo siento, Alice. Ha sido muy poco delicado de nuestra parte —dice Bunny.

—Bah, no importa, Bunny. Me temo que la obra es absurda, aburrida y sin vida, lo mismo que
La camarera
.

A Bunny se le iluminan los ojos de placer.

—¡Muy bien, Alice! ¡Bravo! Ya era hora de que asumieras ese horror de crítica. Súbela al barco, en lugar de dejar que nade en círculos a tu alrededor, año tras año, interminablemente. Es la forma de que vaya perdiendo su fuerza.

Me hace un guiño. Esta mañana, finalmente he reunido coraje para darle algunos de mis escritos. Llevo cierto tiempo reservando todos los días un momento para escribir, y empiezo a coger el ritmo.

—¿Qué edad tiene la autora? —pregunto.

—Treinta y pocos, a juzgar por la foto —dice William, echando un vistazo al programa de mano.

—Pobrecita —digo.

—No necesariamente —replica Bunny—. Es doloroso sólo porque la mayoría de la gente se lleva las decepciones en privado, a puerta cerrada. Cuando eres autora teatral, te sucede a la vista de todos. Sin embargo, esa vertiente pública en realidad es una oportunidad. Todo el mundo te verá caer, pero también te verá levantarte. No hay nada como un buen regreso.

—¿Y si no haces nada más que caer, caer y caer? —pregunto, pensando en las publicaciones de William en Facebook.

—Imposible. Si insistes, al final te levantas.

Sólo tres personas nos separan de la barra. Me muero por una copa. ¿Por qué tarda tanto en moverse la fila? Oigo a la mujer a la cabeza de la cola, que critica al camarero por no tener vodka Grey Goose, y se me para el corazón. Cuando oigo a la misma mujer preguntando si hay grüner vetliner y al camarero sugiriéndole que quizá debería conformarse con el chardonnay de la casa, se me escapa un gemido. Es la señora Norman, la madre fumeta.

Tengo el repentino impulso de esconderme detrás de una columna, pero enseguida pienso: «¿Por qué voy a esconderme, si no he hecho nada malo?» Me resuena en la cabeza la voz de mi padre, diciendo: «Pon la espalda recta, Alice.» Mi tendencia a encorvarme se vuelve particularmente pronunciada cuando estoy nerviosa.

—El vino es de Sutter Creek, ¿te lo puedes creer? —está diciendo la señora Norman, cuando se vuelve y me ve.

La saludo con una media sonrisa y una inclinación de la cabeza, mientras me esfuerzo en mantener la espalda perfectamente recta.

—¡Qué sorpresa! —dice con dulzura—. ¡Mira, cariño! ¡Es la profesora de teatro del colegio de Carisa!

El señor Norman es unos treinta centímetros más bajo que su mujer.

Me tiende la mano.

—Chet Norman —dice, con nerviosismo.

—Alice Buckle —digo yo.

Rápidamente, les presento a Bunny, a Jack y a William, y me salgo de la cola para hablar con ellos.

—Siento haberme perdido
La telaraña de Carlota
. Me han contado que la función fue fabulosa —dice el señor Norman.

—Hum. Sí, eso creo —respondo, intentando no hacer ninguna mueca de disgusto.

Sigo pensando que la función fue un error monumental por mi parte.

—Cuéntenos —dice la señora Norman—, ¿viene a menudo al teatro?

—Sí, claro. Todo el tiempo. Es parte de mi trabajo, ¿no? Ver teatro.

—¡Qué bien! —dice la señora Norman.

Las luces parpadean.

—Bueno… —digo.

—Carisa la adora —dice el señor Norman, con un quiebro agudo en la voz.

—¿De verdad? —replico, mirando fijamente a la señora Norman.

Las luces vuelven a parpadear, esta vez un poco más rápido.

—Oh, lo siento —dice el señor Norman—. Lo siento de verdad.

—Ya están llamando, Chet —dice la señora Norman.

—¡Qué pena! La hemos entretenido —dice él.

—Oh, cuánto lo siento. Tendrá que beberse el vino de un trago —dice la señora Norman, cuando ve que William viene hacia nosotros con mi copa.

La miro, la veo esplendorosa, altiva y condescendiente, y de verdad tengo que reprimirme para no hacer el gesto de sujetar un porro entre el pulgar y el índice, y fingir que doy una calada.

—Carisa es una niña encantadora —le digo al señor Norman—. Yo también la aprecio mucho.

—Esta obra es un bodrio, Chet —dice la señora Norman, mirando su copa de vino—, lo mismo que esta bazofia de vino. Larguémonos sin ver el segundo acto.

—Pero eso sería una grosería, cariño —susurra el señor Norman—. No es normal irse del teatro en el entreacto, ¿verdad que no? —me pregunta—. ¿Es algo que suele hacerse?

Me cae bien Chet Norman. Llega William y me da mi copa de vino.

—No creo que haya unas reglas inamovibles —respondo.

—¿Está disfrutando de las vacaciones, señora Buckle? —pregunta la señora Norman.

—Sí, muchísimo. Gracias.

—Me alegro —dice la señora Norman.

Abruptamente, se vuelve y se encamina hacia la salida.

—Ha sido un placer conocerla —se apresura a decirme el señor Norman, antes de salir trotando tras ella.

El segundo acto es todavía peor que el primero, pero me alegro de haber resistido hasta el final. Para mí, es un tratamiento de desensibilización, mediante el cual gradualmente se inyecta al paciente una cantidad ínfima de la sustancia que le produce alergia, que en mi caso es el fracaso ante el público, para que poco a poco aprenda a tolerarla, sin que el organismo reaccione en exceso. Siento una compasión profunda por la autora. Estoy segura de que está aquí, sentada entre bambalinas o quizá incluso fuera, esperando junto a la puerta trasera. Ojalá supiera quién es. Si la conociera, iría a buscarla. Le aconsejaría que deje que todo le caiga encima, que lo experimente a fondo y que no huya. Le diría que la gente con el tiempo olvida. Pensará que se va a morir, pero no se morirá. Una mañana, dentro de un mes, o tal vez dentro de seis meses o de un año, o quizá dentro de cinco años, se despertará y notará que el modo en que la luz se filtra a través de las cortinas o el aroma del café cubrirán la casa, como una manta. Esa mañana, se sentará y se enfrentará a la página en blanco. Y sabrá que ha vuelto al principio y que ha empezado un nuevo día.

89

A John Yossarian le gusta Suecia y una vida de lujo y facilidades extremas.

A Lucy Pevensie le gusta Cair Paravel.

¡Ah, Suecia, país de lujo y facilidades extremas! ¿Es ahí donde se esconde? Hace tiempo que no sé nada de usted, Investigador 101.

Quizá porque se empeña en vivir en un castillo. Imagino que el servicio de habitaciones (o de celdas) dejará bastante que desear en Cair Paravel. ¿Ha llevado a su marido a ver la película de Daniel Craig?

Sí.

Yo también llevé a mi mujer.

¿Le gustó?

Le gustó, aunque le molesta esa manía que tiene DC de fruncir constantemente los labios.

Tiene razón. Es irritante.

Quizá no puede evitarlo. Puede que sus labios sean así.

Entonces, ¿va bien el esfuerzo con su mujer?

Todavía somos un proyecto en construcción, pero sí, poco a poco vamos progresando.

¿Todavía piensa en mí?

Sí.

¿Todo el tiempo?

Sí, aunque intento no pensar.

Me parece bien.

¿Qué cosa?

Que intente no pensar en mí.

¿Y usted?

¿Me está preguntando si pienso en usted?

Sí.

Voy a saltarme esa pregunta. ¿Se ha acabado el estudio?

Sí, si usted quiere.

Pero ¿me enviarán mis mil dólares?

Desde luego.

No los quiero.

¿Está segura?

No me parecería correcto recibirlos, teniendo en cuenta lo que ha pasado.

No le he mentido, ¿sabe?

¿Respecto a qué?

A enamorarme de usted.

Gracias por decirlo.

Si no estuviera casado…

Y si yo no estuviera casada…

No nos habríamos conocido.

En el mundo virtual.

Sí, en el mundo virtual.

90

Bunny y yo estamos sentadas a la mesa de la cocina, acabando un cuenco de pistachos y una pila de obras de teatro, cuando entra Peter con un amigo.

—¿Tenemos rollitos de pizza? —pregunta.

—No, pero tenemos Hot Pockets.

—¿Es broma? —dice, con los ojos brillantes.

—Claro que es broma —respondo—. ¿Tú crees que tu padre permitiría que la comida basura entrara en esta casa?

Le estrecho la mano a su amigo.

—Hola, soy la madre de Peter, Alice Buckle. Si fuera por mí, tendríamos el congelador lleno de Hot Pockets. Pero como no es así, puedo ofrecerte pan Wasa con mantequilla de almendras. Lo siento. Me gustaría tener manteca de cacahuete Skippy, pero también está en la lista negra. Si eres alérgico a las almendras, creo que hay un par de huevos cocidos en el frigorífico.

—¿Tengo que llamarla «Alice» o «señora Buckle»? —pregunta.

—Puedes tutearme y llamarme «Alice», pero te agradezco que lo preguntes. Es una costumbre de aquí, de la costa Oeste —le explico a Bunny—. Todos los niños llaman a los adultos por su nombre de pila.

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