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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (27 page)

BOOK: Las Marismas
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—Todo el tiempo. Siempre. Hasta que ya fue demasiado tarde. Lo pensé todos los días desde que supe que estaba embarazada. Incluso llegué a hablar con un médico, que me hizo una revisión y luego me aconsejó que no abortara. También cabía la posibilidad de que Albert fuera el padre. Supongo que ésa fue la razón por la cual decidí tener el hijo. Luego, tras el nacimiento, pasé por una fuerte depresión. No sé cómo lo llaman, pero ahora existe un nombre para la depresión que se sufre después de dar a luz. Me ingresaron en un sanatorio para seguir un tratamiento. Al cabo de tres meses ya estaba lo bastante recuperada para ocuparme de mi hijo, y desde entonces siempre lo he querido mucho.

Erlendur esperó un rato antes de seguir con el interrogatorio.

—¿Por qué empezó tu hijo a buscar una enfermedad concreta en la base de datos del Centro de Secuenciación Genética? —preguntó finalmente.

Katrín le miró.

—¿De qué murió esa chica en Keflavík? —inquinó.

—De un tumor cerebral —dijo Erlendur—. La enfermedad se llama neurofibromatosis.

Katrín suspiró con pesar y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿No lo sabes? —preguntó.

—¿Si no sé qué?

—Nuestra pequeña criatura se murió hace tres años —explicó Katrín—. Incomprensiblemente. Y de forma totalmente inesperada.

—¿Vuestra pequeña criatura? —preguntó Erlendur.

—Nuestro pequeño ángel —dijo Katrín—. La hija de Einar. Murió. Pobrecita niña preciosa.

Capítulo 39

Un silencio sepulcral inundó la casa.

Katrín tenía la cabeza inclinada. Elinborg la miraba. Luego, su mirada petrificada se dirigió a Erlendur. Erlendur pensó en Eva Lind. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Estaría en casa? Sintió una imperiosa necesidad de hablar con su hija. Sintió necesidad de abrazarla y no soltarla hasta haberle dicho lo mucho que la quería y lo que significaba para él.

—No me lo puedo creer —dijo Elinborg.

Erlendur la miró, luego miró a Katrín.

—Tu hijo es portador. ¿No es así? —preguntó.

—Ésa era la palabra que utilizaba —contestó Katrín—. Portador. Los dos lo son, él y Holberg. Dijo haberlo heredado de mi violador.

—Pero ellos no desarrollan la enfermedad —repuso Erlendur.

—Parece ser que son las mujeres las que enferman —dijo Katrín—. Los hombres son portadores, pero se pueden librar de los síntomas. O lo que sea. Sin embargo, parece que no hay pautas fijas, yo no lo entiendo bien. Mi hijo lo entiende. Intentó explicármelo, pero no lo comprendí del todo. Estaba muy alterado. Y yo también, claro.

—¿Y lo descubrió en la base de datos de genética que están creando? —quiso saber Erlendur.

Katrín asintió con la cabeza.

—No podía entender por qué nuestra querida niña había tenido esa enfermedad y por eso la buscaba insistentemente en la familia de Albert y en la mía. Habló con algunos parientes y no había quién le parara. Pensábamos que ésa era su manera de enfrentarse a la muerte de la niña. La incesante búsqueda de un motivo. Búsqueda de respuestas, cuando nosotros pensábamos que no las había. Él y Lara se separaron hace algún tiempo. No pudieron seguir viviendo juntos y decidieron separarse provisionalmente, aunque no veo que la cosa tenga arreglo.

Katrín se quedó callada.

—Y luego encontró la respuesta —añadio Erlendur.

—Estaba convencido de que Albert no era su padre. Dijo que eso era imposible si tenía en cuenta la información que había sacado de la base de datos. Por eso vino a mí. Pensó que yo había tenido un amante o que sería un hijo adoptivo.

—¿Encontró a Holberg en la base de datos?

—Creo que no. No hasta más adelante, cuando yo ya le había contado todo. Era una situación tan grotesca. ¡Tan absurda! Mi hijo había hecho una lista de sus posibles padres y Holberg estaba en ella. Podía seguir la pista de la enfermedad, a través de las familias, con la ayuda de la base de datos y del registro de familias. Fue así como descubrió que no podía ser hijo de su padre. Era una desviación. Una variedad.

—¿Cuántos años tenía su hija?

—La niña tenía siete años cuando murió.

—Y fue un tumor cerebral lo que la mató, ¿no? —dijo Erlendur.

—Sí —afirmó Katrín.

—Sin duda fue el mismo tipo de tumor que tuvo Audur. Un tumor neurológico.

—Sí, es la misma enfermedad. La madre de Audur debió de sufrir muchísimo; primero Holberg y luego la muerte de su hija.

Erlendur vaciló un momento.

—Kolbrún, la madre de Audur, se suicidó tres años después de la muerte de la niña —dijo.

—Dios mío —suspiró Katrín.

—¿Dónde está tu hijo ahora? —preguntó Erlendur.

—No lo sé —contestó Katrín—. Me preocupa muchísimo que le ocurra algo. Lo está pasando tan mal el pobre chico. Tan horriblemente mal.

—¿Crees que tuvo algún contacto con Holberg?

—Lo ignoro. Sólo sé que no es ningún asesino. De eso estoy segura.

—¿Crees que se parece a su padre? —preguntó Erlendur mirando la fotografía de la primera comunión.

Katrín no contestó.

—¿Has notado algún parecido? —insistió Erlendur.

—Pero ¿qué te pasa, hombre? —murmuró Elinborg indignada—. ¿No crees que ya hay bastante?

—Perdóname —dijo Erlendur a Katrín—. Eso no esta relacionado con la investigación. Sólo es simple curiosidad. Nos has ayudado mucho y si te sirve de consuelo te diré que dudo que haya una persona más entera y más fuerte que tú. No es fácil sobrellevar una carga así, en silencio, durante tantos años.

—No te preocupes —dijo Katrín a Elinborg—. ¡Los niños tienen tantas expresiones! Nunca advertí en él un parecido con Holberg. Nunca. Einar me dijo que no era culpa mía. Dijo que yo no tenía ninguna culpa de la muerte de nuestra niña.

Katrín se quedó callada un momento.

—¿Ahora qué le pasará a Einar? —preguntó a continuación.

Ya no se le notaba ninguna resistencia. No le quedaban mentiras. Sólo rendición.

—Tenemos que encontrarlo, hablar con él y escuchar sus explicaciones —dijo Erlendur.

Él y Elinborg se levantaron. Erlendur se puso el sombrero. Katrín se quedó sentada en el sofá.

—Si quieres puedo hablar con Albert —añadio Erlendur—. Se hospedó en el Hotel Esja esta pasada noche. Hemos estado vigilando la casa desde ayer por si aparecía tu hijo. Puedo explicarle a Albert lo que está pasando. Se tranquilizará.

—Muchas gracias, pero ya le llamaré yo. Sé que volverá. Tenemos que estar unidos por nuestro hijo.

Levantó la vista.

—Es nuestro hijo —dijo—. Siempre será nuestro hijo.

Capítulo 40

Erlendur no esperaba que Einar estuviese en su casa. Vivía en un pequeño piso alquilado. Erlendur y Elinborg se fueron hacia allí en cuanto salieron de casa de Katrín. Era mediodía y había mucho tráfico. De camino, Erlendur le explicó por teléfono a Sigurdur Óli cómo estaban las cosas. Tendrían que poner anuncios en los medios de comunicación para encontrar a Einar. Era preciso conseguir una fotografía de él para acompañar un comunicado que harían público en prensa y televisión. Se citaron delante de la casa de Einar.

Cuando llegaron allí, Erlendur bajó del coche y Elinborg siguió su camino.

Al piso de Einar, que estaba en los bajos de un edificio de tres plantas, se entraba directamente desde la calle. Cuando llegó Sigurdur Óli, llamaron al timbre con insistencia, pero nadie abrió.

Llamaron a los timbres de los pisos superiores y resultó que el inquilino de uno de ellos era el propietario del piso que Einar tenía alquilado. Estaba dispuesto a acompañarlos y abrir el piso con sus llaves. Les dijo que no había visto a Einar desde hacía unos días, quizás una semana; que Einar era un hombre tranquilo y que no tenía ninguna queja de él. Dijo que siempre pagaba el alquiler puntualmente y no entendía por qué la policía andaba buscándole. Para evitar especulaciones, Sigurdur Óli le explicó que estaban tratando de averiguar su paradero porque la familia no le había visto desde hacía algún tiempo y estaba preocupada.

El propietario no les preguntó si tenían una orden de registro, así que cuando les hubo abierto la puerta entraron en la vivienda. Todas las cortinas estaban echadas y las habitaciones, sumidas en la oscuridad. Era una vivienda muy pequeña, compuesta por un salón, un dormitorio, una cocina y un cuarto de baño. El suelo estaba enmoquetado, excepto en el baño y la cocina. En el salón había un televisor y, delante de él, un sofá. El aire estaba cargado. En lugar de abrir las cortinas, Erlendur encendió la luz.

Se quedaron atónitos, contemplando asombrados las paredes del salón, y cruzaron una mirada. Las paredes estaban cubiertas por las palabras que tan bien conocían, escritas con bolígrafo, rotulador y spray de pintura. Tres palabras que antes no habían tenido sentido para Erlendur y que ahora se revelaban con una rotunda claridad.

Yo soy ÉL.

Escudriñaron la vivienda más a fondo.

Había periódicos y revistas, nacionales y extranjeros, esparcidos por todas partes. Pilas de libros, que a primera vista parecían ser científicos, en el suelo del salón y del dormitorio, mezclados con algunos grandes álbumes de fotos. En la cocina había desparramados numerosos envoltorios de comida preparada.

—¿Crees que algún día se podrá saber con certeza y seguridad cómo funciona todo eso de la paternidad de los islandeses? —dijo Sigurdur Óli, poniéndose los guantes de látex.

Estaba pensando en las investigaciones genéticas. Recientemente se había abierto el Centro de Secuenciación Genética, que estaba recopilando el historial clínico de todos los islandeses, vivos y muertos, para establecer una base de datos con la información sanitaria de la población. Esa información junto con la genealogía seguía el rastro de la familia de todos los islandeses hasta la Edad Media; se hablaba de la búsqueda de los grupos genéticos islandeses. El propósito último era descubrir cómo ciertas enfermedades pasaban de padres a hijos, investigar esas enfermedades a través de los genes y tratar de encontrar la forma de curar esas y otras alteraciones. Se hablaba de que Islandia constituía una nación homogénea, que en cierta forma se había mantenido aislada, con escasa mezcla de sangres, y que por lo tanto era una nación apropiada para este tipo de investigaciones genéticas.

La empresa que llevaba a cabo la investigación y el Ministerio de Sanidad, que le otorgaba el permiso para organizar la base de datos, se hacían responsables de que nadie ajeno a los interesados pudiera acceder a la información guardada en la base de datos, y además se aseguraba que había un complicado sistema de códigos secretos imposible de quebrantar.

—¿Te preocupa la paternidad? —preguntó Erlendur.

También él se había puesto los guantes de látex, antes de entrar cautelosamente en el salón. Cogió uno de los álbumes de fotos y lo hojeó. Era antiguo.

—Siempre he oído decir que no me parezco ni a mi padre ni a mi madre, ni a nadie de mi familia.

—Siempre lo había sospechado —dijo Erlendur.

—¿Qué? ¿Qué sospechabas?

—Que eras un bastardo.

—Menos mal que vuelves a tener sentido del humor —dijo Sigurdur Óli—. Has estado bastante raro últimamente.

—¿Quién habla de sentido del humor? —exclamó Erlendur.

Iba echando un vistazo a las fotos. Eran antiguas y en blanco y negro. Le pareció reconocer a la madre de Einar en algunas de ellas. Entonces, el hombre que aparecía junto a ella tenía que ser Albert y los tres niños, sus hijos. Einar, el más pequeño. Eran fotografías tomadas en Navidad y durante las vacaciones de verano, algunas eran muy corrientes, sacadas en la calle, o en la cocina, donde los tres chicos aparecían sentados a una mesa, comiendo, vestidos con jerséis de punto que Erlendur recordaba como típicos de esa época. Sería antes de 1970. Los hermanos mayores con melenas. Luego una serie tomada en el extranjero. Parecía ser el Tívoli de Copenhague.

Más adelante, en el álbum, los chicos ya habían crecido —su cabello también— y llevaban trajes de chaqueta con solapas anchas y zapatos de suela alta. Katrín lucía un peinado encrespado. Las fotos ya eran en color. Albert tenía poco pelo. Erlendur buscó la imagen de Einar y comparó sus facciones con las de sus hermanos y padres, pudo ver lo poco que se parecía a ellos. Los dos chicos mayores tenían un fuerte parecido con sus padres, especialmente con Albert. Einar era el patito feo.

Erlendur dejó el álbum viejo y cogió otro más nuevo. Las fotos de este álbum parecían hechas por el mismo Einar y eran de su propia familia. No mostraban una historia larga. Parecían empezar cuando Einar conoció a su mujer. Erlendur se preguntaba si serían fotografías del noviazgo. Evidentemente habían viajado por el país, había fotos de diversos lugares. Algunas veces iban en bicicleta y otras con un viejo coche. Fotos de tiendas de campaña. Erlendur calculaba que habrían sido tomadas a mediados de los años noventa.

Pasó las páginas rápidamente, dejó el álbum y cogió otro. En ése aparecía una niña pequeña en una cama de hospital, entubada y con una máscara de oxígeno. Tenía los ojos cerrados y alrededor había varios aparatos mecánicos. Parecía estar en la UCI. Erlendur vaciló un momento antes de seguir hojeando.

Tuvo un sobresalto cuando de repente sonó su móvil. Dejó el álbum sobre la mesa sin cerrarlo. La que llamaba era Elín, de Keflavík, que parecía muy excitada.

—Estuvo conmigo esta mañana —dijo sin preámbulos.

—¿Quién?

—El hermano de Audur. Se llama Einar. Intenté localizarte. Estaba aquí esta mañana y me contó toda su historia. Pobre hombre. Perdió a su hija de la misma manera que Kolbrún. Sabía de qué había muerto Audur. Hay una enfermedad en la familia de Holberg.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Erlendur.

—Estaba muy deprimido —dijo Elín—. Creo que podría ser capaz de hacer alguna tontería.

—¿Qué quieres decir con «tontería»?

—Dijo que esto ya se había acabado.

—¿Qué se había acabado?

—No lo dijo. Simplemente dijo que esto se había acabado.

—¿Sabes dónde puede estar ahora?

—Dijo que iba a volver a Reikiavik.

—¿A qué lugar de Reikiavik?

—Eso no lo dijo —contestó Elín.

—¿No te mencionó sus intenciones?

—No —repuso Elín—, no dijo nada sobre eso. Tienes que encontrarlo antes de que haga alguna tontería. Está sufriendo muchísimo, pobre hombre. Es terrible. Dios mío, nunca había visto nada semejante.

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