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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (23 page)

BOOK: Las Marismas
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—En su tiempo me contó que era abogado en Reikiavik.

—Seguramente trabajaría para la empresa portuaria por aquel entonces —dijo Erlendur.

—Yo tenía poco más de veinte años. Albert y yo teníamos dos hijos cuando pasó. Nos casamos muy jóvenes. Albert estaba de viaje, lo cual no era frecuente. Por aquel entonces tenía una tienda y además era representante de una compañía de seguros.

—¿Sabe él lo que pasó? —preguntó Erlendur.

Katrín vaciló un instante.

—No, nunca se lo conté, y os agradecería que intentarais mantener esto entre nosotros.

Se quedaron en silencio.

—¿No le contaste a nadie lo que te había pasado? —inquirió Erlendur.

—No se lo conté a nadie.

Se quedó callada. Erlendur y Elinborg esperaban.

—Aún me siento culpable. Dios mío —suspiró—. Sé que no tendría que sentirme así, que no fue culpa mía. Han pasado cuarenta años y aún me siento culpable, sabiendo que no debería. Cuarenta años. No sé hasta qué punto os interesan los detalles. No sé qué es lo que puede ser importante para vosotros. Como he dicho antes, Albert estaba de viaje. Yo salí a divertirme con unas amigas y conocí a esos hombres.

—¿Esos hombres? —interrumpió Erlendur.

—Sí, a Holberg y a otro que iba con él. Nunca supe cómo se llamaba ese otro. Me enseñó una pequeña cámara de fotos que tenía. Estuve hablando con él sobre fotografía. Nos acompañaron a casa de una amiga y ahí siguió la fiesta. Éramos cuatro amigas las que salimos juntas y dos de nosotras estábamos casadas. Pasado un rato, dije que quería irme a casa y él se ofreció a acompañarme.

—¿Holberg? —dijo Elinborg.

—Sí. Holberg. Decliné su oferta, me despedí de mis amigas y me fui sola a casa. Estaba cerca. Vivíamos en una pequeña casa unifamiliar en una calle nueva de Húsavík. Cuando abrí la puerta apareció de repente detrás de mí. Dijo algo que no oí, me empujó dentro y cerró la puerta. No entendía lo que estaba pasando. No sabía si tenía que sentir miedo o sorpresa. Había tomado algunas copas y eso contribuía a que me encontrara aturdida. No conocía de nada a ese hombre, nunca lo había visto antes.

—Entonces, ¿por qué te culpas? —preguntó Elinborg.

—Estaba muy alegre en la fiesta —dijo Katrín después de un rato—. Le invité a bailar. No sé por qué lo hice. Había tomado algunas copas y nunca me había sentado bien el alcohol. Mis amigas y yo lo habíamos pasado muy bien aquella noche y estábamos contentas. Irresponsable. Bebida.

—Pero no tienes que culparte… —empezó Elinborg.

—Nada de lo que digas me va a ayudar —dijo Katrín, y miró tristemente a Elinborg—, así que no hace falta que me digas lo que debo o no debo hacer. No sirve de nada. —Katrín continuó su relato—: Iba detrás de nosotras todo el rato. Era un hombre bastante agradable. Era divertido y sabía cómo hacernos reír. Lo pasaba bien con nosotras. Más tarde recordé que me había preguntado por Albert y se había enterado de que estaba sola en casa. Pero lo hizo de manera que no sospeché que albergara malas intenciones.

—Es prácticamente la misma historia que la de la mujer de Keflavík —dijo Erlendur—. Sólo que en aquella ocasión la mujer dejó que la acompañara a casa. Luego él le pidio que le dejara telefonear, la atacó en la cocina y se la llevó al dormitorio, donde la violó.

—Aquel hombre se transformó. De repente se convirtió en un ser asqueroso. ¡Cómo hablaba! Me arrancó el abrigo que llevaba y me empujó mientras me llamaba cosas horribles. Estaba muy excitado. Intenté hablarle, pero resultó absolutamente imposible. Cuando empecé a gritar, se abalanzó sobre mí y me hizo callar. Luego me arrastró hasta el dormitorio…

Se armó de valor y les contó todo lo que le hizo Holberg. Lo explicó de forma sistemática y sin omitir nada. No había olvidado ningún fragmento de lo que pasó aquella noche. Se acordaba de todos los detalles. En su relato no había nada de sentimentalismo. Era como si leyera unas frías declaraciones en un papel. Nunca antes había descrito esos hechos con tanta exactitud. Se mostró tan distante que Erlendur tuvo la sensación de que estaba describiendo algo que le había pasado a otra mujer, en otro lugar, en otra época, en otra vida.

En un momento de la descripción, Erlendur hizo una mueca y Elinborg maldijo en voz baja.

Katrín terminó su relato.

—¿Por qué no denunciaste a ese animal? —preguntó Elinborg.

—Era un monstruo. Me amenazó con matarme si lo denunciaba y la policía lo arrestaba. Y aún peor, me dijo que si lo denunciaba diría que yo lo había invitado a mi casa para que se acostara conmigo. Utilizaba otras palabras, pero yo sabía lo que quería decir. Tenía mucha fuerza, pero no me dejó ninguna señal en el cuerpo. Tuvo sumo cuidado en no dejar marcas. Me di cuenta de eso más tarde. Me dio algunas bofetadas en la cara, pero nunca demasiado fuertes.

—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Erlendur.

—En 1961. En otoño.

—¿No hubo ninguna repercusión? ¿Nunca volviste a ver a Holberg o…?

—No. Nunca volví a verlo. Hasta que descubrí su foto en los periódicos.

—¿Te mudaste de Húsavík?

—Realmente era lo que siempre habíamos pensado hacer. Albert siempre tuvo esa idea. A mí ya no me disgustaba tanto la idea, después de lo que pasó. En Húsavík hay buena gente, y me gustaba vivir allí, pero nunca he vuelto a ir.

—Tenías dos hijos antes de eso. Dos chicos, según parece —dijo Erlendur, y señaló las fotos de las primeras comuniones—. Luego nació el tercer hijo… ¿cuándo?

—Dos años más tarde —contestó Katrín.

Erlendur la miró fijamente y vio que había mentido por primera vez durante toda la conversación.

Capítulo 33

—¿Por qué lo dejaste pasar? —preguntó Elinborg cuando salieron a la calle.

Le costó disimular su sorpresa cuando vio que, de repente, Erlendur le daba las gracias a Katrín por su colaboración y se despedía. Le dijo que sabía lo difícil que debía de resultarle hablar sobre ese tema y le prometió que no saldría nada de allí. Elinborg se quedó boquiabierta. La conversación no había hecho más que empezar…

—Había comenzado a mentir —dijo Erlendur—. Estaba sufriendo demasiado. Volveremos a hablar con ella más adelante. Tendremos que intervenir su teléfono y estacionaremos un coche aquí, cerca de la casa, para observar sus idas y venidas así como sus visitas. Lo haremos como si estuviéramos siguiendo a un traficante de drogas. Tenemos que saber qué hacen sus hijos, conseguir fotos recientes de ellos, si es posible y sin que llame demasiado la atención. Tenemos que encontrar a gente que haya conocido a Katrín en Húsavík y que tal vez se acuerde de aquella noche, aunque eso sería mucho pedir. He pedido a Sigurdur Óli que averigüe cuándo trabajó Holberg para la Compañía Portuaria en Húsavík. Quizá lo sepa ya. Tú consigue el certificado de matrimonio de Albert y Katrín y comprueba cuándo se casaron.

Erlendur ya estaba dentro de su coche.

—… y, Elinborg, ¿podrás acompañarme la próxima vez que hablemos con Katrín?

—¿Es posible que le hayan hecho las cosas que describió? —dijo Elinborg sin poder dejar de pensar en la historia de Katrín.

—Supongo que tratándose de Holberg, sí —contestó Erlendur.

Se fue a Las Marismas. Sigurdur Óli todavía estaba allí. Se había puesto en contacto con la compañía telefónica para averiguar las llamadas que recibió Holberg el mismo fin de semana que le mataron. Dos de esas llamadas procedían de su lugar de trabajo y otras tres eran de una cabina del centro de la ciudad: dos de una cabina de la calle Laekjargata y otra de un teléfono público de la central de autobuses.

—¿Algo más?

—Bueno, el porno de su ordenador. Le han echado un vistazo en el departamento técnico y es espantoso. Completamente espantoso. Ahí hay lo peor que te puedas encontrar en internet, incluidos niños y animales. Ese hombre tuvo que ser un gran pervertido. Hacía vomitar. Creo que no pudieron aguantar hasta verlo todo.

—Quizá no sea necesario hacerles sufrir tanto —dijo Erlendur.

—No lo sé —repuso Sigurdur Óli—, pero eso nos da una idea de lo asquerosamente horripilante que era ese hombre.

—¿Quieres decir que se merecía ser asesinado a golpes de cenicero? —preguntó Erlendur.

—¿Tú qué opinas?

—¿Has hablado con la empresa del puerto?

—No.

—Hazlo.

—¿Nos está haciendo señas? —preguntó Sigurdur Óli.

Estaban delante de la casa de Holberg. Uno de los técnicos había salido de la vivienda y les indicaba que se acercaran. Parecía algo excitado. Fueron hacia allí y entraron en el sótano. El técnico los llevó hasta una de las pantallas televisivas. Tenía un pequeño mando a distancia que dirigía la cámara introducida por uno de los agujeros en el suelo del salón.

Miraron la pantalla pero no vieron nada interesante. La imagen era burda, mal iluminada, poco clara y sin color. Vieron grava y la placa del suelo y, aparte de eso, nada peculiar. Pasó un buen rato hasta que habló el técnico.

—Es esto de aquí —dijo, y señaló la mitad superior de la pantalla—. Junto a la placa del suelo.

—¿Qué? —preguntó Erlendur sin ver nada.

—¿No lo veis?

—¿Qué? —dijo Sigurdur Óli.

—El anillo —explicó el técnico.

—¿Anillo? ¿Qué anillo? —di]o Erlendur.

—Eso que hay aquí debajo de la placa es claramente un anillo ¿No lo veis?

Miraron la pantalla fijamente hasta que distinguieron algo que tal vez podría ser un anillo. Se veía muy mal, como si algo lo sombreara. No vieron nada más.

—Es como si algo lo tapara —observó Sigurdur Óli.

—Puede ser algún plástico de la construcción —dijo el técnico.

Otras personas se habían agrupado delante de la pantalla para tratar de ver lo que mostraba la cámara.

—Mirad esto de aquí —señaló el técnico—. Mirad esta línea, aquí al lado del anillo. Igual podría ser el dedo de un hombre En ese rincón hay algo que creo que debemos investigar más a fondo.

—Romped el suelo ahí, tenemos que ver qué es —ordenó Erlendur.

Los técnicos empezaron enseguida. Marcaron el sitio y comenzaron a reventar el suelo con la gran taladradora neumática. El aire se llenó de polvo de cemento y Erlendur y Sigurdur Óli se taparon la cara con unas mascarillas. Se quedaron junto a los técnicos mirando cómo se agrandaba el agujero en el suelo. La placa tenía un grosor de entre quince y veinte centímetros y la taladradora tardó un rato en atravesarla.

Cuando la máquina logró atravesar la placa, el agujero cedió con facilidad. Los trozos de cemento fueron retirados rápidamente y pronto quedó a la vista el plástico que la cámara había captado. Erlendur miró a Sigurdur, que asentía con la cabeza.

El plástico se veía cada vez mejor. A Erlendur le parecía que era un material de construcción muy grueso. Era imposible ver a través de él. Trató de concentrarse. Dejó de oír el ruido que atronaba el sótano y tampoco notaba el terrible olor ni la cantidad de polvo espeso que se acumulaba. Sigurdur Óli se había quitado la mascarilla para ver mejor. Estiraba el cuello por encima de los técnicos que estaban rompiendo el suelo.

—¿Es así como abren las pirámides de Egipto? —exclamó para romper un poco la tensión que se respiraba.

—Sólo que me temo que aquí no habrá ningún rey enterrado —dijo Erlendur.

—¿Será posible que estemos a punto de encontrar a Grétar bajo el suelo de Holberg? —preguntó Sigurdur Óli sin poder esconder su expectación—. ¡Después de un maldito cuarto de siglo! ¡Qué diabólico!

—Su madre tenía razón —añadio Erlendur.

—¿La madre de Grétar?

—Dijo que era como si lo hubieran raptado.

—Envuelto en plástico y metido debajo del suelo.

—Marion Briem —se dijo Erlendur a sí mismo en voz baja, sacudiendo la cabeza.

Los técnicos seguían con la taladradora, el suelo se abrió a sus pies y el agujero se agrandó hasta que todo el paquete de plástico se hizo visible. Tenía la longitud de un hombre de mediana estatura. Los técnicos discutían entre ellos cómo abrirlo. Finalmente decidieron sacarlo entero sin tocarlo y llevarlo al tanatorio, donde se podría manejar sin el peligro de que se perdieran posibles pruebas importantes.

Buscaron una camilla y la colocaron al lado del agujero. Dos hombres intentaron levantar el paquete; pero resultó demasiado pesado, así que tuvieron que ayudarlos otros dos. Al final lograron moverlo de su sitio y colocarlo sobre la camilla.

Erlendur se acercó y se inclinó, tratando de distinguir algo a través del plástico. Le pareció ver una cara podrida y descompuesta, unos dientes y parte de una nariz. Se volvió a enderezar.

—No tiene mala pinta —observó.

—¿Qué es esto? —preguntó Sigurdur Óli señalando dentro del agujero.

—¿Qué? —dijo Erlendur.

—¿No son carretes de fotos? —continuó Sigurdur Óli.

Erlendur se acercó y se puso en cuclillas. Medio enterradas en la grava había unas cintas, metros de película fotográfica. Ojalá fueran fotos reveladoras.

Capítulo 34

Katrín no salió de su casa en todo el día. Tampoco recibió visitas ni utilizó el teléfono. Por la noche llegó un jeep y salió de él un hombre que entró en la casa llevando una maleta. Se suponía que era su marido, Albert. El regreso de su viaje de negocios a Alemania estaba previsto para la tarde.

Dos hombres vigilaban la casa desde un coche camuflado de la policía. El teléfono estaba intervenido. Los dos hijos mayores del matrimonio habían sido localizados, pero no se sabía nada sobre el paradero del hijo menor. Estaba divorciado y vivía en un pequeño piso que parecía vacío. Vigilaban su casa. La policía estaba reuniendo información sobre él y su descripción fue enviada a todas las comisarías del país. Aún no se había considerado necesario poner un anuncio en la prensa.

Erlendur aparcó delante del tanatorio. El cadáver que se suponía que era de Grétar había sido trasladado hasta allí. El mismo forense que había examinado a Holberg y a Audur había retirado el plástico que envolvía el cadáver. Apareció el cuerpo de un hombre, con la cabeza echada hacia atrás; tenía la boca abierta, como si la muerte lo hubiera sorprendido en medio de un grito de angustia, y estaba en posición de firmes, con las manos pegadas a los lados. La piel estaba deshidratada y apergaminada y en el cuerpo desnudo se observaban grandes manchas de podredumbre. La cabeza parecía gravemente dañada, el cabello largo e incoloro le caía por la cara.

—Le quitó los intestinos —dijo el forense.

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