Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
A Patrik le sorprendió que la noticia no se hubiese difundido ya entre todos los habitantes del pueblo, pero era innegable que Beatrice estaba perpleja.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? ¿No fue un accidente? Si se ahogó.
—Sara fue asesinada —declaró Patrik con una brusquedad que él mismo percibió. En un tono algo más suave, añadió—. No murió por accidente, de ahí que debamos averiguar algo más sobre ella qué tipo de persona era, si había algún problema en la familia, todo eso.
Se dio cuenta de que Beatrice aún estaba afectada por la noticia, pero que ya había empezado a pensar en sus consecuencias. Tras unos minutos, logró dominarse y comenzó a hablar.
—Pues, ¿qué les voy a decir de Sara? Era —parecía estar buscando la palabra adecuada—, una niña llena de vida. Para bien y para mal. No había un minuto de silencio cuando ella estaba presente y, si he de ser sincera, a veces podía resultar difícil mantener el orden en la clase. Era una especie de líder capaz de arrastrar a los demás y, si no la parabas a tiempo, no tardaba en organizarse un completo caos. Al mismo tiempo… —Beatrice volvió a dudar, sopesando cuidadosamente cada palabra—, al mismo tiempo, era justo esa energía la fuente de su enorme creatividad. Tenía un talento artístico increíble, en general para toda actividad estética, y además estaba dotada de una imaginación que no puedo comparar con la de ninguna otra persona conocida. Sencillamente, era una niña muy creativa, ya fuese para alborotar o para producir algo concreto.
Ernst se retorció en la minúscula silla antes de preguntar.
—Nos han dicho que tenía algún problema con las letras, DAMP o como quiera que se llame.
Lo irrespetuoso de su tono provocó la mirada displicente de Beatrice y, para regocijo de Patrik, el colega se amilanó un poco.
—Sara tenía DAMP, es cierto. Recibía clases de apoyo y en la actualidad estamos en posesión de excelentes conocimientos al respecto, de modo que podemos ofrecerles a esos niños lo que necesitan para funcionar de forma óptima.
Sonó como si estuviese dando una clase y Patrik comprendió que, para ella se trataba de una especie de cuestión personal.
—¿De qué modo se manifestaban los problemas en el caso de Sara? —preguntó Patrik.
—Como acabo de explicar, tenía una energía inagotable y a veces sufría ataques de ira. Pero también era, como ya he dicho, una niña muy creativa. No era malvada, malintencionada ni maleducada, como tantos ignorantes del tema dicen de los niños como Sara. Sencillamente, le costaba controlar sus impulsos.
—¿Cómo reaccionaban los otros niños ante su comportamiento? —Patrik tenía auténtica curiosidad.
—Había de todo. Algunos no soportaban su forma de ser en absoluto y se apartaban de ella, en tanto que otros parecían capaces de afrontar sus accesos con serenidad y se llevaban bastante bien. Su mejor amiga, diría yo, era Frida Karlgren. Además, viven muy cerca.
—Sí, ya hemos hablado con ella —dijo Patrik asintiendo.
Una vez más, se reacomodó en la silla. Empezaba a sentir desagradables pinchazos en las piernas y tenía la sensación de que pronto sufriría calambres en las pantorrillas. Esperaba de todo corazón que Ernst comenzase a notar las mismas molestias.
—¿Y la familia? —intervino Ernst—. ¿Sabe si Sara tenía algún problema en casa?
Patrik tuvo que reprimir una sonrisa, pues, en efecto, su colega había empezado a masajearse las pantorrillas.
—Lo siento, sobre ese particular no puedo ayudarles —respondió Beatrice con una mueca. Era evidente que no tenía por costumbre chismorrear sobre las relaciones familiares de sus alumnos—. Sólo conozco a sus padres, y a su abuela la he visto en alguna ocasión aislada, y me parecieron personas emocionalmente estables y agradables. Tampoco Sara me dio a entender en ningún momento que algo fuese mal.
Sonó un timbre estridente, señal de que el recreo había terminado, y el animado alboroto del vestíbulo les indicó que los niños obedecían a la llamada. Beatrice se levantó y les tendió la mano dando por terminada la conversación; Patrik consiguió, no sin esfuerzo, levantarse de la silla. Por el rabillo del ojo comprobó que Ernst se masajeaba la pierna, que se le había dormido. Tras despedirse de la maestra, salieron del aula como dos ancianos
—¡Maldita sea! ¡Qué asientos más incómodos! —se lamentó Ernst mientras renqueaba en dirección al coche.
—Sí, será que hemos perdido flexibilidad —bromeó Patrik entrando como pudo en el vehículo.
De repente, aquel asiento tan amplio le pareció un lujo inaudito.
—Habla por ti —masculló Ernst—. Mi condición física es tan buena como en la adolescencia, pero ¡qué mierda!, nadie está hecho para sentarse en sillas en miniatura.
Patrik cambió de tema.
—No ha sido muy útil lo que hemos sacado de aquí.
—A mí me ha dado la impresión de que la niña era una pesadilla —declaró Ernst—. Hoy en día, a todos los niños que no saben comportarse se los disculpa con alguna maldita variante de DAMP. En mis tiempos esa conducta se corregía con un par de palmetazos con la regla. Ahora, en cambio, los medican, los machacan en el psicólogo y los miman a todas horas. No es de extrañar que esta sociedad se vaya al traste.
Ernst miraba sombrío por la ventanilla meneando la cabeza disgustado.
Patrik no se dignó responder. No merecía la pena.
—¿De verdad vas a amamantarla otra vez? En mis tiempos sólo lo hacíamos cada cuatro horas —observó Kristina obsequiando a Erica con una mirada crítica, pues se disponía a dar de mamar a Maja después de «sólo» dos horas y media.
A aquellas alturas, Erica sabía muy bien que no tenía sentido discutir, por lo que no hizo el menor caso del comentario de Kristina. Además, era sólo uno de los muchos que había soltado a lo largo de la mañana y Erica pensó que pronto estaría más que harta. Por supuesto, tal y como ella temía, Kristina hizo alusiones a su fallido intento de limpieza, de modo que ahora su suegra iba y venía con la aspiradora como una posesa mientras murmuraba observaciones sobre su tema favorito, la capacidad del polvo doméstico de provocar asma en los niños pequeños. Antes se había puesto a fregar todos los platos que había en el fregadero mientras le daba instrucciones precisas sobre el modo correcto de tratar la vajilla. Había que enjuagarla de inmediato para que no se pegasen los restos de comida y era mejor fregarlos enseguida porque, de lo contrario, se quedaban allí… Rechinando los dientes, Erica se esforzaba por concentrarse en el fabuloso sueñecito que pensaba echar cuando Kristina saliese a pasear con Maja. Aunque ya empezaba a preguntarse si merecía la pena pasar por aquello.
Se acomodó en el sillón e intentó convencer a Maja de que tomase el pecho. La pequeña notaba la tensión reinante y había estado quejándose y llorando la mayor parte de la mañana. Ahora que la madre intentaba calmarla con un poco de leche, la niña manoteaba salvajemente. A Erica le corría el sudor mientras libraba aquella batalla de voluntades con su hija y no pudo relajarse hasta que Maja se dio por vencida y empezó a chupar. Muy despacio, para no sentir que había luchado en vano, puso el televisor donde empezaba Glamour e intentó implicarse en la compleja relación existente entre Brooke y Ridge. Kristina echó una ojeada al aparato cuando pasó presurosa con la aspiradora.
—¡Uf! ¿De verdad crees que es sano ver semejante basura? ¿Cómo no aprovechas para leer un poco?
Erica respondió subiendo el volumen del televisor e incluso se permitió disfrutar por un instante de su insumisión. No le pasó inadvertido el gesto ofendido de su suegra y volvió a bajar el volumen, pues comprendió que cualquier intento de rebelión le costaría más de lo que podría disfrutarlo. Miró de reojo el reloj. ¡Por Dios! Si no eran ni las doce del mediodía. Faltaba una eternidad hasta que Patrik llegase a casa. Y luego le esperaba otro día como aquel, hasta que Kristina hiciese las maletas y volviese a su casa y a sus cosas, satisfecha de la inestimable ayuda prestada a su hijo y a su nuera. Dos días muuuy largos…
Strömstad, 1924
La mayor templanza del tiempo primaveral obraba milagros con el humor de los picapedreros. Cuando Anders llegó al trabajo, oyó que los muchachos ya habían empezado con sus rítmicas retahílas, acompañadas del ruido de los mazos contra los cinceles. Estaban perforando un agujero donde colocar la pólvora para volar y desprender los grandes bloques de granito. Uno sostenía el cincel y otros dos se turnaban para golpear con los mazos hasta que lograsen abrir un buen agujero en la piedra. Después verterían la pólvora en él y le prenderían fuego. Habían realizado varios intentos con dinamita, pero no había funcionado. La explosión era demasiado fuerte y pulverizaba el granito, que se resquebrajaba por todas partes.
Los muchachos le hicieron una seña a Anders cuando lo vieron pasar, pero sin perder el ritmo en un solo golpe.
Con el corazón lleno de alegría, se dirigió al lugar donde estaba tallando la piedra de la estatua. Los trabajos discurrieron con una lentitud tormentosa durante muchos días de aquel invierno, pues el frío hacía casi imposible trabajar la piedra. Las tareas se vieron interrumpidas durante largos períodos a la espera de tiempos más cálidos, y no resultó fácil hacer que cuadrase la economía. Ahora, en cambio, podía ponerse manos a la obra de verdad con el gran bloque de granito, aunque no se quejaba, pues el invierno le había traído otros motivos de alegría.
A veces apenas daba crédito. Que un ángel como ella hubiese descendido a la tierra para acurrucarse en su lecho. Cada minuto que habían pasado juntos era un preciado recuerdo que él conservaba en un lugar especial de su corazón. Cierto que las perspectivas de futuro podían enturbiar esa alegría de vez en cuando. Había intentado traer a colación el tema en varias ocasiones, pero ella lo callaba siempre con un beso. No debían hablar de esos temas, le decía Agnes, y añadía que seguramente todo se arreglaría. Anders interpretaba que ella, igual que él, abrigaba la esperanza de que vivirían el futuro juntos y de hecho, de vez en cuando, se permitía creer en sus palabras: todo se arreglaría, sin duda. En lo más hondo de su ser era un verdadero romántico y la idea de que el amor podía superar todos los obstáculos estaba profundamente arraigada en su corazón. Claro que no pertenecían a la misma clase social, pero él era un trabajador nato y podría ofrecerle una buena vida si le daban la oportunidad. Y si ella lo quería como él a ella, lo material no sería tan importante para Agnes y la vida con él merecería los sacrificios necesarios. Un día como aquél, cuando el sol primaveral lucía y le calentaba los dedos, crecía su esperanza de que todo saldría, en verdad, como él deseaba. Ahora sólo esperaba que ella aprobase su idea de ir a hablar con su padre. Después se pondría a preparar el discurso más importante de su vida.
Sintiendo el corazón alegre, empezó a golpear el bloque de la estatua con el martillo. En su cabeza revoloteaban las palabras que pensaba utilizar junto con imágenes de Agnes.
Arne estudió con atención la necrológica del periódico y arrugó la nariz. Tal como barruntaba. Habían elegido un osito como ilustración, una falta de respeto que lo disgustaba de verdad. Una necrológica debía contener los símbolos de la Iglesia cristiana y nada más. Un osito era, sencillamente, ajeno a Dios. Pero no esperaba otra cosa. Su hijo había sido una decepción de principio a fin y nada de lo que hiciera podía sorprenderlo ya. Era una lástima y una vergüenza que una persona tan piadosa como él tuviese un hijo capaz de apartarse tanto del camino recto. Alguna gente que no entendía nada había intentado conducirlos a la reconciliación. Le decían que, por lo que sabían, su hijo era un hombre bueno e inteligente y tenía una profesión honorable, médico y todo lo demás. La mayoría de las que acudían a su puerta con aquel cuento eran mujeres, claro. Los hombres sí que sabían no pronunciarse sobre otro hombre al que no conocían de nada. Claro que estaba de acuerdo en que su hijo se había buscado una buena profesión y parecía hacerlo bien, pero si no llevaba a Dios en su corazón, eso no tenía la menor importancia.
El mayor sueño de Arne era tener un hijo que siguiese los pasos de su abuelo y se convirtiese en pastor. Por su parte, él tuvo que abandonar tal aspiración, puesto que su padre se bebió todo el dinero de su educación de sacerdote. A cambio, tuvo que conformarse con trabajar como sacristán en la iglesia. Al menos así podía frecuentar la casa de Dios.
Pero la iglesia había dejado de ser lo que fue. Antes era diferente. Entonces la gente sabía cuál era su sitio y le mostraba al pastor el debido respeto. Además, seguían la palabra de Schartau como mejor sabían y no se entregaban a aquello en que los sacerdotes de hoy parecían encontrar tanto placer: bailes, música y vivir en pareja antes de casarse, por mencionar sólo algunas barbaridades. Pero lo que más le costaba aceptar era que las faldas tuviesen ahora derecho a representar a Dios en la tierra. Sencillamente, no alcanzaba a entenderlo. En la Biblia no podía decirlo más claro: «La mujer debe guardar silencio en la misa». ¿Hay algo que discutir al respecto? Las mujeres no tenían nada que hacer en el sacerdocio. Podían resultar un gran apoyo como esposas de sacerdotes o incluso como diáconos, pero, por lo demás, su obligación era guardar silencio. Fue una época tristísima cuando la mujer aquélla se hizo con la iglesia de Fjällbacka. Se veía obligado a ir a misa en Kville los domingos y se negó a acudir al trabajo. Le costó caro, pero valió la pena. Ahora aquel espanto ya había pasado y, aunque el nuevo pastor resultaba demasiado moderno para su gusto, al menos era un hombre. Ya sólo faltaba procurar que la directora del coro se convirtiese también en un capítulo transitorio en la historia de la iglesia de Fjällbacka. En fin, una directora de coro no era tan grave como una pastora, pero aun así.