Las Hermanas Penderwick (8 page)

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Authors: Jeanne Birdsall

BOOK: Las Hermanas Penderwick
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—Jane es la delantera centro de nuestro equipo —explicó Skye—. Es tan buena que el entrenador del equipo de las mayores va a nuestros partidos a verla jugar.

—No exageres —protestó Jane, aunque se sintió muy halagada. El fútbol era lo único en lo que superaba claramente a Skye, aparte de escribir historias, y le encantaba que, de vez en cuando, su hermana fuera capaz de sacarlo a relucir.

—Puedes usar mi pelota —dijo Jeffrey—. Si quieres, voy a casa a buscarla y te la traigo.

Inmediatamente Jane bajó del porche de un salto.

—¿Podemos ir contigo?

—Claro.

Sin embargo, Skye no lo veía tan claro.

—¿Y qué pasa con...?

—Tienes miedo de mi madre.

—No; no es que me asuste, pero me pregunto si no le importará que vayamos.

—Pues claro que no; ¿cómo le iba a importar? —dijo Jeffrey poniéndose en marcha. Luego la miró por encima del hombro—. Además, no está en casa. Se ha ido a una reunión del comité del Club de Jardines. Vamos.

Jeffrey hizo entrar a Skye y Jane en Arundel Hall por la puerta principal de roble tallado. Lo que las dos hermanas se encontraron fue un majestuoso vestíbulo, tan grande que la casita donde la familia Penderwick se alojaba habría cabido dentro y todavía habría quedado espacio para que
Hound
campase a sus anchas alrededor. Los suelos, de madera, brillaban tanto como la escalera que se elevaba frente a ellos, y los vitrales que había a los lados de la puerta de roble teñían la luz del sol de un sinfín de colores. En cada rincón, además, había gigantescos jarrones blancos y azules llenos de flores frescas.

—Esto es un palacio digno de reyes —dijo Jane.

—No toques nada —le aconsejó Skye.

—Vayamos a mi cuarto —propuso Jeffrey, dirigiéndose hacia las escaleras.

No obstante, Jane sintió la necesidad de ver, por lo menos, una de las habitaciones que flanqueaban el vestíbulo, así que fue de puntillas hasta la enorme puerta de la izquierda. Lo que vio dentro fue una muestra más de grandiosidad: antiguas mesas de madera con las patas cuidadosamente talladas, tapices cosidos a mano que mostraban escenas de unicornios y damas engalanadas con altos y puntiagudos sombreros, delicadas esculturas de pájaros hechas de alabastro, y exquisitos cuadros de jardines pintados al óleo. Como le diría a Rosalind más tarde, era como un museo, con la excepción de que no había cuerdas de terciopelo que impidiesen acercarse demasiado a las obras de arte, ni guardias uniformados.

Skye la sacó de aquella sala, y ambas siguieron a Jeffrey escaleras arriba, ascendiendo en espiral hasta el segundo piso, donde se encontraba la habitación de su anfitrión; por suerte, era de lo más normal y no tenía nada que ver con un museo. El suelo estaba cubierto por alfombras gastadas, sobre las que no daba miedo caminar con los zapatos puestos, y los muebles eran sencillos y no parecía que fueran a rayarse al acercarse a ellos. Sin embargo, había algo muy especial que las niñas jamás habían visto en el dormitorio de ninguna de sus amistades.

—¡Un piano! —exclamó Skye.

—Es sólo para practicar —se excusó Jeffrey—. El de cola está abajo.

—¿Sabes tocarlo?

El chico sacó una pelota de fútbol de debajo de la cama, la hizo girar sobre su dedo como si fuera una estrella del baloncesto, cosa que le había enseñado Cagney, y se la pasó a Skye, que la atrapó con cuidado.

—Sí, pero ahora no tengo ganas. Mejor volvamos fuera.

—¿Acaso no se te da bien? —le preguntó Skye, comprensiva. Ella entendía a Jeffrey perfectamente, porque su padre se había visto obligado a borrarla de las clases de clarinete después de que los vecinos se quejasen del ruido.

—No es eso.

—Va, por favor —pidió Jane.

—Bueno, vale, pero solamente un ratito.

Jeffrey levantó la tapa del teclado y se sentó en la banqueta. Skye y Jane pusieron cara amable y se prepararon para lo peor. No obstante, en lugar de eso, lo que oyeron fue algo tan bonito que Skye pensó que el chico las estaba engañando y que había puesto en marcha una grabación debajo del piano. Sin embargo, al comprobarlo se dio cuenta de que estaba equivocada.

Al cabo de un minuto, Jeffrey se detuvo y le arrebató la pelota a Skye.

—Venga, vamos.

—¡¡Espera!! —chilló Jane—. ¡Quiero escuchar más!

—¿Por qué has fingido que no sabías tocar? —preguntó Skye.

A Jeffrey se le iluminó el rostro.

—¿De veras os ha gustado? Eso era de Tchaikovski, y hace poco que lo estoy ensayando. Además, lo ideal sería que hubiera toda una orquesta detrás. La música es a lo que quiero dedicarme de verdad. Mi profesor de música dice que no tardaré en poder entrar en la Escuela Juilliard, y luego, si soy lo bastante bueno, me gustaría ser director de orquesta; pero mi madre...

—¡¡Jeffrey!! —llamó alguien entonces.

Todos se quedaron en silencio y se miraron. Skye había reconocido aquella voz, y Jane ya suponía de quién era.

—Ha vuelto antes de lo que pensaba —dijo Jeffrey; fue hasta la puerta y se asomó—. ¡¡Estoy en mi habitación!!

—¡¡Baja, cariño!! ¡¡He venido con los Robinette!!

—Se refiere a la señora Robinette y su hijo Teddy. Querrá que juegue con él —explicó, asqueado—. Será mejor que os quedéis aquí arriba hasta que pueda escabullirme y sacaros de casa.

—¿Por qué no podemos bajar contigo? —quiso saber Skye.

—Mejor que no conozcáis a Teddy. Su idea del humor es tirar los deberes de los demás chicos por el retrete. Procuraré volver lo antes posible. A lo mejor consigo ahogarlo en el estanque de los lirios —añadió, saliendo del cuarto.

—¡Genial! —soltó Skye. No le gustaba nada tener que quedarse allí dentro por culpa de un matón.

Jane, sin embargo, no estaba pensando en eso. Se puso a mirar por una de las ventanas del dormitorio de Jeffrey, igual que él había hecho el día que ella y su familia llegaron a Arundel Hall. E igual que Arthur haría en su próximo libro; el pobre Arthur, esperando desesperadamente una palabra amable de alguien, fuera quien fuese. ¿Cómo iba a presentarse Sabrina Starr por primera vez en su ventana? Todavía no lo había decidido. ¿Tal vez pilotando un zepelín? No; un zepelín era demasiado grande y se atascaría entre los árboles. Un helicóptero resultaría impresionante, aunque también sería muy ruidoso. Sabrina no querría que doña Horripilante, que así era como Jane había bautizado a la malvada secuestradora de Arthur, la oyese llegar. ¿Qué tal en un globo aerostático? ¡Sí! ¡Sabrina podría acudir al rescate de Arthur en un globo!

—Jane. ¡Jane! —dijo Skye—. ¡¡Tierra llamando a Jane!!

—¿Eh?

Skye estaba en otra ventana.

—Ven aquí y mira eso. Podemos bajar por ese árbol tan grande de ahí.

—Jeffrey ha dicho que lo esperásemos.

—Puede tardar horas en deshacerse de ese estúpido de Teddy. Ayúdame a abrir esto.

Jane y Skye empujaron aquella ventana pesada y antigua hasta abrirla tanto como pudieron y quitaron la mosquitera que la tapaba. Luego lanzaron el balón fuera y Skye se encaramó al alféizar. Entonces saltó a la rama más gruesa que vio y miró hacia abajo. No le daban miedo las alturas, pero es que estaban en un segundo piso, así que se aferró a otra rama para mantener el equilibrio y se volvió hacia Jane.

—¿Dónde estás? —dijo con un susurro.

—Le estoy escribiendo una nota a Jeffrey —contestó Jane desde la habitación—. A ver qué te parece: «Nos hemos ido. Nos vemos más tarde.»

—Escríbele lo que te venga en gana, pero date prisa.

Un minuto más tarde, Jane se reunió con ella. Con mucho cuidado, se arrimaron al tronco y se pusieron a descender de rama en rama, hasta que alcanzaron la más baja. Con todo, aún estaban a más de cinco metros del suelo.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Jane.

—No lo sé.

—A lo mejor deberíamos volver a subir.

—Espera; déjame pensar en algo.

La verdad es que Skye podría haber estado pensando todo el día, y no habrían conseguido bajar de aquel árbol. Por suerte para ellas, hacía cinco minutos que Risitas y Rosalind habían salido del apartamento de Cagney, lo que significaba que estaban volviendo a la casita para que la pequeña le contase todo a
Hound;
además, y esto era todavía más importante, también quería decir que Cagney había vuelto a trabajar al jardín. Jane lo vio empujando su carretilla hacia un lecho de dalias que estaba a unos diez metros del árbol.

—Eh, Cagney —lo llamó.

El jardinero se detuvo y miró a su alrededor, tratando de descubrir de dónde procedía la voz.

—Aquí arriba.

El chico levantó la vista y se echó a reír.

—¿Qué estáis haciendo ahí?

—No podemos bajar —dijo Skye.

—Esperad un momento.

Al cabo de unos instantes, Cagney regresó con una larga escalera y la apoyó contra el tronco. Entonces, Skye y Jane pudieron descender tranquilamente.

—Te estaremos eternamente agradecidas por habernos salvado de un destino peor que la muerte —le aseguró Jane.

—¿Podrías decirle a Jeffrey que nos hemos escapado? —le pidió Skye—. Y que cuando se haya librado de ese tal Teddy Robinette, venga a casa a jugar al fútbol con nosotras.

—De hecho, Cagney, podrías ayudarlo con ese crío.

—Jeffrey tiene intención de ahogarlo en un estanque.

—Ya me ocupo yo —contestó el chico, tras lo cual las dos hermanas se fueron con el balón.

CAPÍTULO SIETE

Elegancia prestada

Al ver que Jeffrey no acudía a jugar al fútbol, Jane empezó a dar rienda suelta a su imaginación, pensando que tal vez el muchacho había cumplido su amenaza y había ahogado a Teddy Robinette en el estanque de los lirios, y que mientras ella y Skye se divertían con el balón, la malvada señora Tifton lo había encerrado en una celda fría y oscura. Skye le dijo que no fuera idiota, pero Jane temía que la mujer hubiese descubierto que ellas habían visitado a su hijo y que le prohibiese volver a verlas.

En consecuencia, respiraron tranquilas cuando, a la mañana siguiente, Jeffrey apareció por la casita. Las hermanas todavía estaban limpiando la vajilla del desayuno. Rosalind lavaba, Skye secaba, Jane ordenaba los platos y los vasos, y Risitas, subida a un taburete, iba guardando los cubiertos en el cajón.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Jane—. ¿Lo mataste?

—¿O te mató tu madre? —añadió Skye.

—Ni una cosa ni la otra. Teddy tropezó con un rastrillo y se hizo un corte en la pierna, y montó tal escándalo que mi madre me obligó a quedarme con él toda la tarde viendo la tele, para que así el muy estúpido pudiese tener la pierna levantada. Pero, tranquilas, que no volverá. Le dije que si lo veía de nuevo por casa, le contaría a su madre que había copiado en todos los exámenes de Matemáticas del curso pasado. Ah, y Cagney me ha dicho que va a atar una escala de cuerda de la rama en que os quedasteis atrapadas, para que se pueda enrollar cuando no se use, y así nadie se dé cuenta de que está ahí.

—Genial —dijo Skye—. Ahora podremos escaparnos rápidamente.

—Y Jeffrey también —apuntó Jane.

—¿Por qué iba a querer escaparme?

—Bueno, nunca se sabe.

—Seca bien los vasos, Skye —indicó Rosalind—. No se los pases a Jane tal cual.

Skye puso los ojos en blanco.

—No sirve de nada secarlos si vamos a usarlos de nuevo para el almuerzo.

—De todas maneras, Churchie os ha invitado a casa a comer pan de jengibre —dijo Jeffrey—. Antes de que digáis nada, mi madre ha vuelto a salir.

—¿Qué es eso del pan de jengibre? —preguntó de repente el señor Penderwick, que había entrado en la cocina para comprobar que Risitas hubiera guardado los cubiertos donde correspondía. Para la pequeña suponía un gran orgullo ordenar todo correctamente.

—Churchie prepara un pan de jengibre buenísimo, y quiere que vengan a casa a probarlo. Si lo desea, usted también puede venir, señor Penderwick.

—Lo has hecho muy bien, Risitas; como de costumbre —le dijo el hombre a su hija menor, ayudándola a bajar del taburete—. Gracias, Jeffrey, pero Cagney me ha invitado a ver las peonías que está hibridando.

—¿Podemos ir, papá? —preguntó Jane.

—¿Todavía no te han vuelto loco, Jeffrey?

—Para nada, señor. Bueno, menos Skye —contestó, esquivando el puñetazo que ella le dirigió al brazo.

—De acuerdo, entonces.
Vadite in pace, filiae.

—Eso es latín —aclaró Jane.

—Ya lo sé —respondió Jeffrey.

* * *

Los cinco llegaron justo cuando Churchie estaba sacando el pan de jengibre del horno. Olía tan bien que, inmediatamente, todos se olvidaron de que ya habían desayunado.

—¡Pero si habéis venido todas! —exclamó la mujer—. Dejadme que os vea. Aquí está Jane, mi vieja amiga, y ésta debe de ser Rosalind. Y tú eres Skye. ¿Y Risitas? ¿La habéis dejado en casa? —preguntó, y Rosalind la sacó de detrás de la puerta—. ¡Madre mía! Cada una es más guapa que la otra.

De repente alguien llamó a la puerta, y Churchie dejó pasar a Harry, el vendedor de tomates. Llevaba una camisa roja, pero, igual que la de color verde, tenía cosida la inscripción
«TOMATES HARRY»
en el bolsillo.

—Aquí tenéis más tomates —dijo el hombre, dejando una voluminosa caja de cartón sobre la encimera de la cocina.

—Gracias, Harry. Veo que, nuevamente, has llegado a tiempo para probar mi pan de jengibre. Chicas, os presento al hombre con el mejor olfato de Massachusetts.

—No le hagáis caso. Se moriría de pena si el día que hace pan de jengibre no apareciera nadie —replicó él—. Bueno, Jeffrey, he oído que tienes una nueva pandilla de amigas, y muy intrépida, por cierto. Cagney me ha estado contando historias sobre chicas que se cuelan por agujeros, se esconden en vasijas y trepan a los árboles. Y Vangelder, el granjero que vive carretera abajo, dice que el otro día vio a un grupito molestando a su toro, pero que salieron corriendo antes de que pudiera decirles nada.

—¡Ah, pero ésos no éramos nosotros! —señaló Rosalind; y Jeffrey tuvo que contener la risa.

Harry miró a Skye, que puso cara de no haber visto un toro en su vida.

—Bueno, puede que no; pero no cabe duda de que desde que las hermanas Penderwick llegasteis, este lugar está mucho más animado.

—Lo cual no está nada mal —apuntó Churchie, cortando grandes rebanadas de pan de jengibre y colocándolas en platos—. Y ahora, sentaos a la mesa y comed.

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