Las Hermanas Penderwick (11 page)

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Authors: Jeanne Birdsall

BOOK: Las Hermanas Penderwick
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—Esta es Rosalind. Es la mayor.

—Hola, Rosalind. Qué vestido tan encantador.

Ella se quedó de piedra. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Entre tantas preocupaciones, había olvidado preocuparse por que la señora Tifton reconociera sus vestidos.

—Te lo dieron en el Ejército de Salvación, ¿verdad, Rosy? —dijo Skye.

—Sí, eso es —respondió. Aunque agradeció el hecho de que su hermana la sacara de aquel aprieto, pensó que adjudicarle la prenda al Ejército de Salvación era ir demasiado lejos.

La señora Tifton pareció opinar lo mismo.

—Vaya —soltó, adoptando una pose aún más estirada que antes.

—Y éstas son Skye, Jane y Risitas —remató Jeffrey rápidamente.

—Os presento al señor Dupree —dijo la señora Tifton, tomando posesivamente el brazo de Dexter—. Y ahora, Jeffrey, ¿por qué no les enseñas a las Penderwick tu regalo de cumpleaños?

—De acuerdo —contestó sin demasiado entusiasmo, y se giró para mostrarles a las chicas lo que le colgaba del hombro. No se trataba de un tronco, sino de una gran funda de cuero para guardar palos de golf.

—Vamos, hijo; enséñales los palos —lo animó su madre.

Jeffrey se descolgó la funda. La bolsa se tambaleó un instante, pero él volvió a asir la correa justo a tiempo. Luego sacó un palo.

—Esto es un
driver,
y se usa para golpear las pelotas.

—No sabía que te gustaba el golf, Jeffrey —dijo Skye.

—Bueno...

—Es una funda muy bonita —declaró Rosalind.

—Digna de reyes —agregó Jane.

—El señor Dupree es un golfista excelente. Ha conseguido que Jeffrey pueda recibir clases en el club de campo —anunció la señora Tifton.

—Un club de campo digno de reyes —dijo Jane.

—Sí, pero sólo de reyes que pertenezcan a él —añadió Dexter, tocándose el bigote con petulancia—. Es privado, ¿sabéis?

—Un club de campo privado digno de... —Jane se detuvo en cuanto Skye le dio un golpecito en el costado. Rosalind confió en que la señora Tifton no se hubiera percatado, pero le pareció un toque de atención muy oportuno, porque su hermana ya estaba empezando a decir tonterías.

—Bueno, Jeffrey, ¿por qué tú y tus amigas no tomáis asiento?

Jeffrey soltó la correa y se giró. De nuevo la funda comenzó a tambalearse y, aunque Skye trató de atraparla, llegó demasiado tarde: cayó al suelo estrepitosamente y estuvo a punto de aplastarle los zapatos de tacón alto a la madre del muchacho.

—¡Jeffrey, por el amor de Dios, ten cuidado! —exclamó la mujer—. Esos palos me han costado un ojo de la cara.

—Lo siento, madre —se disculpó, haciendo un esfuerzo por levantar la funda del suelo. La arrastró a través del comedor y la dejó apoyada en un rincón.

—¡Bueno! Creo que ya podemos sentarnos. Dexter, sírveme una copa de vino.

La mesa no era tan larga como el comedor, pero sí lo era demasiado para la cantidad de gente que iba a cenar en ella. Los siete juegos de platos y cubiertos y sus respectivas servilletas de hilo estaban en un extremo, dejando vacío el resto de aquella superficie brillante y vasta. La señora Tifton, que presidía la mesa, le indicó a su hijo que se sentara a su derecha, mientras que Dexter lo haría a la izquierda. Jeffrey acompañó a Rosalind a la silla que había junto a la del señor Dupree, y Risitas, sin soltar la mano de su hermana mayor, se sentó al lado de ésta. Eso provocó que Skye y Jane tuvieran que disputarse el sitio que había junto a Jeffrey, pero acordaron que Skye se sentaría allí durante la cena y Jane durante el postre.

A Rosalind no le hacía demasiada gracia estar tan cerca del engreído de Dexter, pero tampoco deseaba que ninguna de sus hermanas lo tuviese al lado. En un intento por rehuirlo, se giró hacia Risitas, y sólo vio cómo un par de alas de mariposa desaparecían bajo la mesa. Las atrapó antes de que se desvaneciesen por completo y, disimuladamente, volvió a poner a su hermanita en la silla.

—Quédate en tu sitio —le susurró.

—No me gusta estar aquí —se defendió Risitas.

—A mí tampoco, pero tenemos que hacerlo.

Miró a sus otras hermanas. Skye estaba hablando con Jeffrey mientras le daba golpecitos a su vaso de agua con una cuchara. ¡Que no se rompiera, por favor! Jane, por su parte, tenía la vista clavada en el techo. ¿Qué estaba mirando? Rosalind levantó la vista y se asombró al ver que el techo estaba cubierto de pinturas de hombres y mujeres vestidos con toga, relajándose y comiendo uvas.

—Eso vale una fortuna —dijo Dexter.

Rosalind se sobresaltó.

—¿Perdone?

—El techo. Un artista francés tuvo que estirarse en un andamio para pintarlo, igual que hizo Miguel Ángel con la capilla Sertina. Al bisabuelo de la señora Tifton le costó miles de dólares.

A Rosalind le habían enseñado en clase que el tal Miguel Ángel había pintado un techo, pero lo de capilla Sertina no le sonaba correcto. Con todo, sabía que no era de buena educación corregir a un adulto, incluso aunque fuese un memo, así que decidió hacer caso omiso tanto de Dexter como de los personajes del techo, y se dedicó a observar los cuadros que había en las paredes del comedor. La mayoría eran retratos, y por el aspecto de pagados de sí mismos que tenían los representados en ellos, Rosalind supuso que se trataba de parientes de la señora Tifton, sobre todo el hombre de rostro severo que había detrás de Skye. Llevaba un uniforme de color verde oliva cubierto de medallas, y cualquiera habría dicho que comía clavos para desayunar.

—Rosalind, ése es mi querido papá, el general Framley —dijo entonces la señora Tifton—. ¿A quién dirías que se parece?

—¿A usted? —aventuró ella, preguntándose por qué no la dejaban en paz.

—¿A mí? —dijo la mujer, a punto de echarse a reír—. Pues claro que no. Me refería a Jeffrey; es la viva imagen de su abuelo.

Skye resopló, y Jane se puso a mirar alternativamente al cuadro y a Jeffrey, sin ver el parecido por ninguna parte. Rosalind contuvo el aliento, ya que sabía que cualquiera de las dos era capaz de soltarle a la señora Tifton que más le valía revisarse la vista. Por suerte, antes de que nadie pudiera decir nada, Churchie entró en el comedor empujando un carrito metálico.

—La cena está lista —anunció.

Durante unos instantes, Rosalind pudo relajarse. Churchie se dedicó a servir una comida deliciosa, mientras no dejaba de decir cuánta hambre tendrían todos, qué guapos estaban, que no todos los días se cumplían once años, y que debían tener cuidado de no mancharse las alas con comida, esto último acompañado por un cariñoso pellizco en la mejilla de Risitas. Sin embargo, Churchie no tardó en irse, y Rosalind volvió a preocuparse. Sabía que las probabilidades de que la cena transcurriera sin incidentes eran pocas, y que sólo evitarían meterse en problemas si no hablaban más de la cuenta.

Entonces, como si le hubiera leído la mente y discrepara, la señora Tifton tomó de nuevo la palabra.

—Chicas, debo pediros disculpas por la poca presencia masculina de esta noche. Esperábamos que Teddy Robinette, un amigo de Jeffrey, pudiese estar hoy con nosotros, pero en el último momento ha contraído un terrible resfriado.

—Jeffrey nos lo ha contado todo sobre Teddy —dijo Skye—. ¿Verdad, Jeffrey?

—Ajá —masculló él, ocupado con la servilleta.

—Un buen chico de una buena familia. Y ahora habladme de vosotras, chicas. Me gusta saber todo lo que puedo sobre las amistades de Jeffrey. Comencemos por ti, Skye.

—Soy Jane —aclaró ésta.

—Perdóname —se disculpó la mujer—. Es que sois tantas...

—Juego al fútbol —dijo Jane mirando de reojo a Rosalind, la cual asintió—. Y escribo libros. Ahora estoy escribiendo uno sobre...

—Qué interesante —la interrumpió la señora Tifton—. El señor Dupree se dedica al mundo editorial. Tal vez pueda darte algunos consejos.

—¿De veras?

—Pues claro, pequeña —le aseguró Dexter—. Tráeme tu libro cuando lo hayas acabado.

—¡Guau! ¡Eso haré! ¡Gracias! —exclamó, radiante.

A Rosalind le dio un vuelco el corazón. Detestaba que gente indigna de confianza prometiera cosas que luego no cumplía.

—Te toca a ti, Rosalind —dijo la señora Tifton.

—Apuesto a que le gustaría ser modelo —terció Dexter, mostrando su encantadora dentadura.

—¿Modelo? —repitió Skye. Y hasta ahí llegó su comedimiento. Rosalind lo advirtió al instante y, aunque sabía que no iba a poder, trató de contener a su hermana.

—No importa.

—Pues claro que importa —replicó Skye—. Ninguna de nosotras haría algo tan estúpido como ser modelo.

La señora Tifton le dirigió una mirada envenenada. Se acabó su copa de vino y se sirvió otra.

—Y a ti, ¿qué te gustaría ser de mayor? —le preguntó.

—Yo voy a dedicarme a las matemáticas, o puede que a la astrofísica —contestó Skye, impasible—. Jane será escritora, por supuesto, y Rosalind todavía no lo ha decidido, pero papá dice que está capacitada para la diplomacia internacional.

—Y supongo que la pequeña va a ser presidenta de los Estados Unidos.

Todos posaron la vista en Risitas, que intentaba esconderse detrás de una jarra de agua.

—Ella quiere ser veterinaria —explicó Jane—; pero papá cree que será una mujer renacentista.

—O sea, alguien que es bueno en diferentes disciplinas —aclaró Skye.

—El señor Dupree y yo ya sabemos lo que significa, Jane —repuso la señora Tifton.

—Soy Skye.

—Rubia y con ojos azules —dijo Jane—. Así le costará menos olvidarla, porque el resto de nosotras tenemos los ojos castaños.

La señora Tifton la miró como si tuviera los ojos violetas y con rayas amarillas.

—Bueno, Dexter —dijo luego—, quizá nosotros no sepamos demasiado de astrofísica, pero al menos sabemos qué va a ser Jeffrey cuando sea mayor.

—Y nosotras también. Va a ser músi... ¡Ay! —exclamó Skye. El chico le había dado una patada por debajo de la mesa.

—Su abuelo y yo lo planeamos hace ya mucho tiempo, cuando Jeffrey no era más que un bebé. Irá a la Academia Militar Pencey, y luego a West Point, la célebre escuela militar, igual que papá. Y luego será soldado, como él. Y algún día, Jeffrey también llegará a ser un valiente y respetado general. —Se volvió en su asiento y alzó su copa hacia el retrato del general Framley—. A tu salud, papá. Te echamos de menos.

CAPÍTULO NUEVE

Terribles noticias

—Intenté impedir que vinierais a la fiesta, pero no quisisteis escucharme. Sabía que sería horrible —dijo Jeffrey, que estaba con las cuatro hermanas en la galería de piedra que había alrededor de Arundel Hall.

Habían huido tan pronto como habían podido, pero no antes de acabar de cenar y comer la tarta de cumpleaños. De cualquier manera, a todos se les había quitado el apetito después del anuncio de la señora Tifton, con aquel macabro general cuya siniestra mirada parecía lanzar una advertencia: «Algún día, Jeffrey será como yo.»

—No ha estado tan mal —dijo Jane.

—Sí que lo ha estado —replicó Skye—. Jeffrey tiene razón.

—¡Bajad la voz, que van a oíros! —murmuró Rosalind, espiando por la gran puerta de cristal que daba al comedor. La señora Tifton y Dexter seguían en la mesa, bebiendo café.

—Me trae sin cuidado —declaró Jeffrey—. Ésta ha sido la peor fiesta de cumpleaños en la historia de la humanidad. No deberíais haber venido; ha sido humillante.

—En parte ha sido culpa nuestra —reconoció Rosalind—. Hemos irritado a tu madre.

—Jane y su club de campo digno de reyes —dijo Skye.

—¿Sí? ¿Y qué me dices de tu astrofísica? —contraatacó ella.

—De hecho, esa parte me ha gustado —admitió Jeffrey, dejando de fruncir el entrecejo.

—No nos habías contado lo de la Academia Militar Pencey —le recriminó Jane.

—Es que no me gusta hablar de eso —se defendió el chico, volviendo a fruncir el entrecejo—. Además, el abuelo no ingresó allí hasta los doce años, así que mi madre dice que puedo esperar un año más. En un año puede pasar cualquier cosa, hasta que mi madre se olvide de todo, ¿no?

—Claro —dijo Jane, que no parecía tan segura de eso.

—¿Le has dicho alguna vez que no quieres ir? —preguntó Rosalind.

—Siempre que lo intento, empieza a hablarme de lo maravilloso que era mi abuelo y de cuánto le recuerdo a él. ¿Vosotras pensáis que tengo madera de militar?

—No —dijo Skye categóricamente.

—No es que no pudieras ser un héroe y todo eso —matizó Jane.

—Gracias, pero no me gustaría nada ir a la guerra —le aseguró Jeffrey, estirándose sobre un banco de piedra—. ¡Y el golf! Otra cosa que detesto. No puedo creer que mi madre me haya comprado ese estúpido saco de palos de golf. Ahora, además, tendré que tomar clases en el club de campo. Menuda tortura; ¿por qué no me mata de una vez y ya está?

Risitas se sentó junto a él.

—No te enfades. Tenemos más regalos para ti.

Mientras Jane salía corriendo a recoger la bolsa de debajo del pabellón griego, Rosalind trató de animar a Jeffrey contándole que esa tarde, antes de salir para la fiesta,
Hound
había vomitado encima de los zapatos de Skye. Risitas y la propia Skye le echaron una mano a su hermana mayor con una improvisada representación del incidente, en la que Risitas hacía del perro y Skye de sí misma. Las dos comenzaron a moverse como unas locas por la terraza, y casi consiguieron que Jeffrey se olvidase de Pencey y del golf. De hecho, por espacio de un instante hasta creyeron que el chico iba a echarse a reír. Entonces volvió Jane.

—Aquí los tienes; envueltos y todo —dijo, dejando el bulto a los pies de Jeffrey.

—Pero sin tarjeta —apuntó Rosalind.

—Teníamos una, pero se la comió
Hound
—explicó Risitas.

El primer regalo que abrió Jeffrey fue el de Rosalind y Jane, y también del señor Penderwick, que había contribuido porque sus hijas se habían quedado sin dinero. Jane le contó que era un libro sobre directores de orquesta famosos, con muchas fotografías de ellos y de sus músicos. Al muchacho le pareció maravilloso, mucho mejor que los palos de golf, según él mismo dijo. El siguiente regalo fue el de Skye: un sombrero de camuflaje marrón y verde igual que el de ella, que Jeffrey se caló inmediatamente. A juzgar por la expresión de su rostro, estaba más contento de lo que había estado en todo el día.

El tercer presente fue el de Risitas, y sólo Rosalind sabía de qué se trataba. Jeffrey se llevó el paquete a la oreja y lo agitó, pero no se oía nada.

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