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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (10 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Se hizo un poco hacia atrás para examinarlo. Tenía los ojos empañados en lágrimas a causa de la admiración.

No habría hecho falta un penetrante estudioso de la naturaleza humana para entender no sólo la expresión pasmada de Kleist sino también la evasiva mirada con que contestaba a aquel modo de venerarlo. De pronto vio en el rostro de ella, corno el sol que aparece al comienzo del día, el instante en que caía en la cuenta de que él no había llegado allí con el propósito de rescatarla. La admiración desapareció, y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. No era frecuente que Kleist se sintiera mezquino.

La muchacha dio un paso atrás que parecía excesivo para estar justificado sólo por la decepción. Entonces levantó el cuchillo que había sacado del cinturón de Kleist mientras lo abrazaba tan efusivamente.

La mirada de sorpresa e ira en la cara de Kleist resultó tan cómica, que la chica se echó a reír.

El rostro de él se encendió de cólera, cosa que a ella sólo le hizo reírse aún con más ganas. Entonces él avanzó un paso, le arrancó de un golpe el cuchillo de la mano y le asestó un puñetazo en pleno rostro. La muchacha se desplomó como un saco de carbón y recibió un feo golpe en la cabeza. Kleist cogió el cuchillo sin quitarle los ojos de encima, pero al mismo tiempo dando un rápido repaso a los árboles. Los acontecimientos se le habían ido de las manos. Ahora ella tenía una expresión de aturdimiento y dolor, y sangraba por la nariz. Se sentó.

—¿Se os han quitado las ganas de reíros?

Ella no dijo nada, mientras él se alejaba y empezaba a examinar los fardos que encontraba por el campamento, en busca de sus pertenencias y de cualquier otra cosa que se pudiera llevar. El hombre que estaba de rodillas seguía gimiendo y el reventado pulmón no dejaba de silbar.

La muchacha empezó a llorar. Kleist seguía rebuscando. Encontró su dinero en lo que debía de ser el fardo de Lord Dunbar. Por lo demás, lo que había era poca cosa. Su carrera como asaltantes de caminos no debía de haber resultado un gran éxito. Y tan sólo disponían de tres caballos, incluyendo el que le habían robado a Kleist. El llanto de la muchacha se hacía más y más fuerte, y llegaba a ser incontrolable. Junto con el gemido y el silbido del hombre que estaba arrodillado, le estaban poniendo a Kleist de los nervios.

Pero no se trataba sólo de eso: «Las lágrimas de una mujer son un veneno universal para el alma de un hombre —le había dicho en cierta ocasión el padre Fraser—. Una ramera llorona puede disolver todo el buen juicio de un hombre con sus líquidas maniobras». En su momento esta advertencia había parecido de dudosa importancia, dado que él no recordaba haber visto nunca a una mujer. Su experiencia en Menfis, sin embargo, había expandido considerablemente su conocimiento sobre las mujeres en varios sentidos que no resultaban útiles en lo que se refería al llanto, pues las prostitutas de Ciudad Kitty no eran muy dadas a las lágrimas.

—¡Callaos! —le dijo.

La muchacha redujo el ruido de su llanto a un leve lloriqueo alternado con ocasionales sollozos.

—¿Qué demonios hacíais vos con esos forajidos?

La muchacha tardó un rato en poder responder. Trató de controlarse entre sollozos de emoción.

—Me secuestraron —explicó ella, diciendo algo que no era cierto, o no completamente cierto—, y me violaron todos.

El tiempo pasado en Menfis había familiarizado a Kleist con aquel término. Kleist había oído un montón de historias desconcertantemente divertidas sobre violaciones, y había provocado aún más risas al pedir que se las explicaran. En aquel momento le sorprendió la respuesta, y no le pareció bien. Estaba claro que aquella muchacha era una mentirosa, pero parecía todo lo consternada que cabía esperar. Y, sin embargo, no hacía más que unos minutos que se le había reído en la cara.

—Si lo que decís es verdad, entonces lo siento.

—Dejadme uno de los caballos.

—Eso significaría que podríais seguirme, así que me parece que no lo haré.

—Vos tenéis el mejor caballo. Los otros no son más que unos jamelgos.

Eso era bastante cierto.

—Podría venderlos en la primera ciudad. ¿Por qué debería darle uno a una ladrona? Eso sino sois algo peor.

—Esos dos caballos están marcados. Si intentáis venderlos, os colgarán pensando que sois un cuatrero.

—Bueno, parece que entendéis de eso —comentó él, atando su bolsa recién llena de cosas a la silla del caballo.

—¡Por favor, dejadme un caballo! Los otros dos hombres siguen todavía por ahí.

—Uno de ellos no estará en condiciones de seguir a nadie durante bastante tiempo.

—Pero el otro tal vez sí.

—De acuerdo. Pero callaos. Y os iréis en esa dirección —dijo señalando al oeste—. Si os vuelvo a ver, os cortaré esa puta cabeza.

Diciendo esto, montó el caballo y partió, dejando a la muchacha sentada en el suelo del bosque junto al hombre arrodillado, que seguía resollando y emitiendo aquellos silbidos.

Si su comportamiento al dejar a aquella joven en el claro era innoble, puede resultar comprensible si uno piensa en las terribles consecuencias que había tenido su única experiencia anterior en lo que se refiere a rescatar a chicas en dificultades.

—¿Creéis que hace bien? —preguntó Gil.

—¿Qué os parece a vos? —dijo Bosco.

—Yo pienso que se equivoca —respondió Gil—. Me parece que los purgatores están donde se merecen estar. Su carácter es el que les ha acarreado su destino. Si Dios no ha podido cambiar su corazón, ni siquiera alguien que es la ira de Dios hecha carne podrá hacerlo.

—Esperemos, padre, que seáis vos el equivocado: Cale es un pozo de sorpresas.

—Ahora entiendo por qué no me gustó nunca.

Se rieron los dos.

—¿Debería proseguir...? —preguntó Gil—. Me refiero a proseguir con los planes para sitiar a Bose Ikard.

Bose Ikard era el burgrave de Suiza, un hombre que en teoría se hallaba sólo por debajo del famoso rey Zog en aquel país, y aun de él a muy poca distancia. Una vez colapsado el imperio Materazzi, Bose Ikard era ya el más poderoso de todos los triunfadores de las cuatro partes del mundo.

Bose Ikard había cometido, a los ojos de Bosco y de Gil, el error de permitir que algunos supervivientes Materazzi se refugiaran en el Leeds Español, algo que ellos veían corno hostil a sus intereses. Lo que Bosco y Gil no se imaginaban era que Bose Ikard era de la misma opinión, y que tan sólo una rabieta del rey Zog había doblegado su mano para permitir que los Materazzi se refugiaran en el Leeds Español. El servicio diplomático de los redentores no era demasiado hábil ni en diplomacia ni en la captación de información, y en cualquier caso Bosco tenía limitado acceso a sus conclusiones, que además no incluían el hecho de que Bose Ikard había hecho todo lo posible por animar a los Materazzi a que se fueran de allí. Aparte de permitirles quedarse, Bose Ikard no les ofreció ni ayuda ni dinero, esperando que aquella falta de hospitalidad los empujaría a irse a otra parte donde en general dejarían de darle problemas a él y en concreto le evitarían problemas con los redentores. Sin embargo, Bosco no sabía nada de aquellas renuencias, y sólo podía suponer las actitudes de Ikard a partir de su tratamiento aparentemente hospitalario hacia los Materazzi. Había pensado que sería buena idea matarlo para marcar las cartas de Zog, y desanimar de ese modo a cualquier otro que pudiera plantearse la posibilidad de dar cobijo a los Materazzi o a quienquiera que no fuera del agrado de los redentores.

—No. Debemos posponer esa muerte hasta..., bueno, por lo menos durante varios meses..., hasta que tengamos alguna idea de si Cale puede transformar a los purgatores.

—Es arriesgado posponerla.

—Y también es arriesgado no hacerlo. Nos encontramos en medio de la avalancha: es peligroso seguir adelante, y es peligroso retroceder. Mientras tanto, quiero extender el nombre y la reputación de Cale. Quiero que os lo llevéis al Vado del Zopenco.

¿Por...?

—Porque allí resolverá el problema.

—Parecéis muy seguro.

—Lleváoslo y lo veréis. Es evidente que tenéis menos fe en la fuerza de la exasperación divina de la que debierais.

—Mea culpa, padre.

Bosco aspiró hondo, poco complacido con la falta de celo de Gil.

—¿Y qué me decís de Hooke?

—Pese a que me hace muy poca gracia que Gant me retuerza la mano, tenemos que evitar toda provocación hasta ver si Cale triunfa o fracasa. Si Hooke va a ser ejecutado, habrá que hacerlo con mucha publicidad. Nos guste o no, tendremos que tragarnos la humillación dándole toda la difusión posible a su muerte. Habrá que invitar a personas de importancia.

Se oyó un golpe en la puerta, e hicieron pasar a Cale. Le explicaron que pensaban destinarlo al sur con Gil, para luchar contra los folcolares. Cale no discutió, ni siquiera hizo preguntas.

—Quiero a ese hombre. A Hooke, me refiero —dijo Cale.

—¿Por qué?

—Porque he leído el legajo sobre él y he visto los dibujos que contiene. Algunos pueden ser lo que decís, pero su máquina para formar muros de tormenta parece acertada, y tal vez también lo sea la ballesta gigante. Hay buenas ideas por todas partes. Vos mismo dijisteis que su compuerta era una obra admirable.

—Ha ofendido al Papa.

—Vos pretendéis matar al Papa.

—Eso no es verdad. Pero si lo fuera, os aseguro que me guardaría mucho de ofenderle antes.

—Las máquinas de Hooke podrían ayudaros a no preocuparos por posibles ofensas.

Bosco lanzó un suspiro y caminó hacia la ventana.

—Hay muchos hierros puestos sobre el fuego, y son infinitas las ollas que hierven sobre él. Tengo que equilibrar las distintas necesidades en conflicto.

—Mis necesidades son lo primero.

—Vos sois el rencor de Dios, no el propio Dios Todopoderoso. Hay una considerable diferencia entre una cosa y la otra, una diferencia que comprenderéis si tentáis demasiado la suerte. —Entonces se rio al ver la expresión del rostro de Cale—. Por Dios, no he pretendido amenazaron: si vos falláis, yo fallaré con vos.

—Yo pensaba que erais tan poderoso que nadie podía haceros frente.

—Bueno, pues estabais equivocado. Vos y yo estamos en el borde del ala de un mosquito, dejadme que os lo diga. Si os va bien en el Vado del Zopenco, podré servirme del poder que eso nos otorgará a los dos para posponer la ejecución de Hooker. La potestad de perdonar su muerte es algo que no tengo, así son las cosas. Pero podéis ponerlo a trabajar mientras estáis fuera. Si tenéis éxito en el Vado del Zopenco, ¿quién sabe? En vuestras manos está.

Llegar al Vado del Zopenco le llevó seis días a Cale, que iba acompañado por el padre Gil y por otros dos. Hicieron más de cien kilómetros al día, cambiando de ponis en las postas que había situadas cada treinta kilómetros, excepto en los últimos ciento treinta kilómetros, donde los antagonistas causaban demasiados problemas para que hubiera ningún tipo de instalaciones permanentes. Cuando llegaron, Cale estaba agotado, el hombro le dolía horrores, y el dedo le escocía como si lo tuviera en el mismo infierno, casi tanto como el día en que se lo había cortado Solomon Solomon en la Ópera Rosso.

—Dormid un poco, señor —le dijo Gil haciéndole pasar a una tienda hecha de arpillera azul. Cale nunca se dormía con facilidad, pero en aquella ocasión bastaron dos minutos tras caer en el catre horriblemente incómodo que habían tendido en el suelo. Gil lo des pertó ocho horas después con una taza de un brebaje que sabía a rayos. Cale pensó, al tornarlo, que a aquellas alturas debía de haberse vuelto tan blando corno la mantequilla comparado con el hombre duro que era tan sólo unos meses antes. En aquel entonces ese brebaje inmundo le hubiera sabido bien.

—Esto —le dijo a Gil, que lo miraba pensativo— sabe a demonios.

Gil puso una expresión de auténtico desconcierto.

—Lo lamento. —Cogió la taza y probó para ver qué era lo que le pasaba al caldo.

—A mí me sabe bien —repuso Gil, y se miraron el uno al otro: una mirada que no significaba nada—. Vamos a echar una ojeada alrededor del campamento. Para hacernos una idea. Habrá algo que comer cuando volvamos.

—No puedo esperar.

El Veld del Transvaal es una especie de pampa que se halla a seiscientos cincuenta kilómetros al sudoeste del Santuario. Los habitantes de allí, que se llaman a sí mismos folcolares, son granjeros y cazadores en sus grandes espacios abiertos, además de recientes conversos al antagonismo. Por esa razón, y porque son unos tipos raros se los mire como se los mire, sus creencias son firmes y rígidas. No habiendo seguido la fe del Redentor antes de su conversión, y teniendo poco que ver con ellos, su odio hacia los monásticos atacantes rayaba casi en la demencia. Se decía (por supuesto esto era un poco exagerado) que los folcolares nacían en una silla de montar y con un arco en las manos. A semejante gente y en semejante terreno, no le servía como modelo de lucha la guerra de trincheras del frente oriental. Los folcolares no luchaban en ejércitos, sino en comandos de entre cien y cuatrocientos hombres, pero a menudo de menos, y algunas veces de más. Si los atacaban, se replegaban a la interminable llanura. Emplear un sistema de trincheras contra tales métodos era como intentar matar una mosca con un hacha.

Aquélla había terminado convirtiéndose en la guerra olvidada de los redentores. La mayoría de las tropas estaban empantanadas en la guerra de desgaste del frente oriental. Pero aun cuando hubie ra habido allí más soldados redentores, no habría habido manera de utilizar la superioridad numérica contra un grupo de luchadores tan fluido y habilidoso en el terreno que conocían y amaban. Además, los redentores utilizaban rara vez la caballería, y cuando lo hacían no eran muy diestros. En una batalla convencional estaba claro que los redentores hubieran aniquilado incluso a un número superior de folcolares. Pero los folcolares no les daban la oportunidad de entablar una batalla convencional.

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