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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (34 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Cale se durmió al final con el suave tañido de las pequeñas campanas que tocaban los cuartos en Chartres. Lo despertó a las seis Henri el Impreciso: ya no quedaba tiempo más que para la guerra y los asuntos de la vida y la muerte.

Mucho le hubiera gustado al General Redentor Bosco que le dejaran en paz con sus meditaciones. Pero tenía una visita. Al principio Bosco tenía demasiadas instrucciones que dar e informaciones que recibir, pero el escuálido redentor resultó tan insistente que acabó viendo cómo el General Redentor se detenía un instante, esperando que aquel incordio se alejara de allí.

—¿Quién sois vos? —le preguntó Bosco.

El hombre suspiró, claramente a disgusto con aquella manera en que se le trataba. Esperaba que se le tornara en serio.

—Soy el redentor Sí, del Oficio del Santo Espíritu.

—No he oído hablar nunca de tal cosa.

—Antes se llamaba Oficio del Celibato.

—Sí, he oído hablar de tal cosa.

—Por tanto, os daréis cuenta de que no se trata de un asunto sin importancia.

—¿Qué queréis?

—Ayudaros, redentor.

—Estoy tratando de ganar una guerra, así que podéis ayudarme marchándoos.

—La Iglesia tiene la amorosa obligación de ayudar a sus obispos.

—Yo no soy obispo.

—De ayudar a sus obispos y a los prelados que son tan importantes como los obispos a evitar que abandonen el celibato. Como acto de amor, los del Oficio queremos acompañar al prelado en todas las ocasiones para evitar la aparición de una vida secreta o privada. ¿Cómo podríamos pediros, padre, que todas vuestras acciones como padre de la Iglesia sean puras, y no prestaros para ello el auxilio necesario?

—¿Auxilio necesario...?

—Asitencia permanente a cargo de un miembro del Oficio.

—¿En mi dormitorio, asistencia permanente?

—Especialmente en vuestro dormitorio, padre. Pero vuestro

asistente tendrá los ojos tapados durante las horas de oscuridad. Además, como acto añadido de amor, el Oficio os proveerá de un par de guantes de noche. Los guantes de noche son...

—Sí, ya comprendo lo que son —interrumpió Bosco. Su rostro se relajó—. Comprendo vuestras preocupaciones, por supuesto, padre. Sí. Tenéis toda la razón al decir que no puede haber intrusión en la privacidad de alguien que no tiene vida privada. —Sonrió, como si se lamentara—. Pero ya veis que tengo que tratar con... Tal vez esto no sea una gran amenaza, pero es más apremiante.

El redentor Sí no puso cara de pensar que las ofensas contra el Espíritu Santo fueran más apremiantes que las cuestiones de supervivencia.

—No tardaré en volver, de un modo u otro, si me lo permiten mis ocupaciones. Y entonces podremos conceder a este asunto la atención que merece.

El redentor Sí no acababa de quedarse a gusto por cómo dejaba las cosas. Le daba gran tristeza que los obispos no fueran más hospitalarios con él y con su Oficio. Obviamente, él tan sólo trataba de ayudar, pero era difícil creérselo. Un poco a regañadientes, Sí accedió a volver la semana siguiente, y se fue. En cuanto lo hubo hecho, Bosco llamó a Gil:

—Ese redentor Sí: añadidlo a la lista.

Lo de ser vigilados estaba también en mente de otros.

—¿Cómo nos vamos a escapar ahora que os han nombrado Señor Dios Todopoderoso del Puto Mundo?

—¿Y qué iba a hacer yo, negarme? Si se os ocurre algo, adelante, soy todo oídos.

—Ya veo que estáis con el corazón partido. —Henri el Impreciso miró a su amigo de la manera menos simpática que os podáis imaginar—. Os gusta así, ¿verdad?

—Lo que creo es que, como de costumbre, o me gusta o me aguanto. ¿Y qué? Hago algo que se me da bien y además no tengo elección.

—Perder.

¿Qué...?

—¡Podéis elegir perder!

—¿Por qué no lo decís más alto? Me parece que en la otra punta de la ciudad no os han oído.

—De acuerdo. Imaginaos que lo he dicho en voz baja.

—No he oído nada tan tonto en toda mi vida.

—¿Por qué? Dejad a los lacónicos y, como vos mismo dijisteis, empezarán a arrasar trincheras de aquí a Trípoli. Chartres caerá en una semana, y después no se interpondrá nadie en su camino en cinco mil kilómetros. ¿Por qué tenemos que detenerlos?

—Porque arrasarán con nosotros. Ya sabéis lo que les hacen los lacónicos a los niños, ¿no...? Lo que nos harían si tomaran prisioneros. En el Veld maté antagonistas folcolares a miles. ¿Creéis que no han oído hablar del Ángel de la Muerte de Bosco? Los antagonistas tenían antes doce cartas con una descripción de los doce redentores más perversos, a los que debían matar nada más verlos. Ahora son trece.

—Y supongo que os encantó cuando lo oísteis: ¡Thomas Cale, el gran «Aquí estoy yo»!

—¿Qué queréis decir con eso?

—Lo sabéis perfectamente.

—Nunca os he pedido que vengáis conmigo. ¿Qué demonios estáis haciendo aquí?

Era una pregunta hecha con toda la bilis que tenía dentro. E hizo daño.

—Eso es precisamente lo que yo me pregunto.

—Bueno, pues es una pena que no os hicierais esa pregunta en Menfis. O en cualquier lugar que no fuera éste. ¡Por Dios, corno si no tuviera ya bastante de lo que preocuparme!

—No me pareció que os quejarais cuando yo os salvaba la vida mientras vos os poníais en plan Fritigerno el Temible en la escalinata del viejo palacio Materazzi. Y cuando bajabais a la carrera por la colina de Silbery como el soberano capullo que sois por esa traicionera Arbell Culo de Cisne... ¡Os salvé la vida una docena de veces, mientras vos repartíais mamporros moviéndoos como pez fuera del agua!

Hubo un silencio envenenado. Y Cale fue el primero en romperlo.

—No creo que en el monte Silbury me salvarais la vida más de media docena de veces. Pero está bien saber que las vais contando.

—Estaréis de acuerdo en que tenía mejor visión de lo que sucedía allí que vos.

—Y no soy ningún soberano capullo —repuso Cale.

—Sí, claro que lo sois —respondió Henri el Impreciso—. Y ahora tenemos que pensar en cómo escapar, y pronto.

—Ahora sois vos el que habla corno un capullo. No existe ningún sitio al que escapar. Por si acaso os habéis quedado sordo: estarnos rodeados de bastardos asesinos por los tres lados. Cuando estábamos en Menfis no vi que allí nadie tuviera nada bueno que decir sobre los antagonistas. Que no sean redentores no quiere de cir que en su país cuelguen cigarrillos de los árboles y uno se pueda quedar los domingos en la cama.

—No pueden ser peores que los redentores.

—Sí que pueden. Y aunque no lo sean, por lo que a ellos respecta, nosotros somos redentores, yo sobre todo. ¿Contra quién pensáis que luchaba yo, contra la abuelita de Caperucita Roja?

Se oyó un golpe en la puerta, que fue abierta al instante por el guardia que estaba fuera. Era Bosco. Estaba mucho menos contento que la última vez que lo habían visto.

—El Papa ha confirmado vuestro nombramiento, aunque es temporal y sometido a posterior confirmación. Tenéis que firmar estas hojas. —Puso dos documentos sobre la mesa.

—¿Qué es?

—Sentencias.

—¿Qué tipo de sentencias?

—Ésta es para la ejecución de la doncella de los ojos de mirlo.

—No es más que una muchacha.

—Por supuesto que es más que eso. Firmad.

—No.

—¿Por qué?

—Ya os lo he dicho: no es más que una muchacha.

—Vos sabéis que clavó carteles en las puertas de las iglesias de las ocho ciudades criticando la quema de herejes por el Papa como algo que iba contra las piadosas enseñanzas del Ahorcado Redentor. ¿Cómo se puede hacer tal cosa y esperar vivir para contarlo?

—¿Y aún brillan las estrellas en el cielo?

—Os estáis poniendo ridículo. Sabéis perfectamente que la doncella no debe vivir, sino que debe morir.

Por supuesto que lo sabía. Era sorprendente que ella no hubiera ardido espontáneamente, siendo tan grande el número de sus incendiarios crímenes.

—Dejadme que os enumere sus pecados —dijo Bosco—. Palabras escritas en la puerta de la iglesia: pena de muerte; críticas al Papa: pena de muerte; mostrar compasión por la vida de los herejes: pena de muerte; ofrecer opinión sobre la cualidad humana del Ahorcado Redentor: pena de muerte; hacer todo eso siendo mujer: pena de azotes; y hacerlo todo vestida de hombre para poder llegar de noche hasta la puerta: pena de muerte. —Hizo entonces un gesto señalando la orden de condena—. Firmad, si no os importa. Y firmad aunque os importe. Pero firmad.

—¿Por qué se necesita mi firma?

—Porque el Papa es tan misericordioso que no puede firmar penas de muerte. Tiene que firmarlas el comandante del ala militar de los redentores de Chartres. Y ése, desde esta misma mañana, sois vos.

—Pues como soy el comandante, he decidido pensármelo.

—Las cosas no son tan sencillas. En cuanto vos os vayáis de aquí, cosa que deberíais hacer esta misma tarde, el siguiente clérigo militar de la ciudad, es decir yo, pasará a ser comandante de la guarnición. Y yo firmaré.

—Entonces ya no hay problema.

—Sí que lo hay. Firmar esta pena de muerte es un gran honor, como lo es asistir a la ejecución de la pena impuesta. Si vos no firmáis, eso querrá decir que vuestro primer acto como cargo nombrado directamente por el Pontífice consiste en insultar a la única Fe Verdadera. Insultarla de manera atroz. Se os apartará del oficio y entonces no serviréis para nada. Hagáis lo que hagáis, la doncella está muerta. Así que firmad.

Cale lo miró, hosco y desanimado.

—Van Owen —dijo al fin—. Van Owen es el siguiente clérigo militar más importante de la ciudad.

—Dejará de serlo —repuso Bosco en voz baja—, en cuanto hayáis firmado la segunda orden.

Como sabréis con que hayáis asistido a un par de ellas, una ejecución se parece mucho a cualquier otra: la multitud, la espera, la llegada, los gritos, el chillido, la muerte (ya sea larga o breve), la sangre, y las cenizas en el suelo.

Era una característica del trato de los redentores el ser siempre tan obsequiosos y halagadores entre ellos como desdeñosos y arbitrarios con los demás. Dejando aparte el reino de terror creado en torno a la conspiración antagonista o al abuso de los niños, los redentores eran bastante indulgentes en lo que se refería a los pecados cometidos por ellos mismos. Incluso en lo referente a abusos graves, para que quedaran probados había que reproducir en parte los tocamientos. En cuanto a las consecuencias de levantar falso testimonio, que es tanto como decir testimonio auténtico que no lograba demostrarse, los resultados para el acusador eran espantosos. Los redentores se congratulaban de que tal cosa ocurriera muy raramente, asegurándose de que tan sólo las víctimas más desesperadas armaran escándalo. Y la mayoría de esas víctimas no tardaban en lamentarlo.

Siendo normalmente muy cautos a la hora de castigar a uno de los suyos, la decisión de culpar a Van Owen de la derrota en el frente del Golán carecía de precedentes. Van Owen sería acusado de traición e incompetencia. Pero parecía inconcebible que un general que en el pasado siempre había luchado bien, de pronto capitaneara tan mal a sus hombres. Era obvio, por tanto, que aquello era un ejemplo de algo que a menudo se utilizaba para explicar las derrotas de los redentores: «la puñalada por la espalda». La batalla de los Ocho Mártires había sido una puñalada por la espalda porque estaba tan claro como el agua que Van Owen era un traidor antagonista que había conspirado en secreto para conseguir una derrota donde la victoria era segura.

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