Las cosas que no nos dijimos (21 page)

BOOK: Las cosas que no nos dijimos
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Con sumo cuidado, Anthony guardó en su lugar el papelito amarillento.

—¡Anda, acabo de encontrar el certificado de mi marcapasos! ¡Mira que soy tonto! En lugar de meterlo en el pasaporte, lo había guardado en la cartera, como un idiota.

Julia asintió con la cabeza, dubitativa.

—¿Esto de ir a Berlín era la típica idea tuya para proseguir nuestro viaje?

—¿Tan poco me conoces para que necesites hacerme esa pregunta?

—Y lo del coche alquilado, tu certificado supuestamente perdido, ¿también lo has hecho a propósito para que fuéramos juntos durante todo el trayecto?

—Aunque todo hubiera sido premeditado, tampoco habría sido tan mala idea, ¿no?

Un cartel indicaba que entraban en Alemania. Con una expresión de descontento, Julia devolvió el retrovisor a su sitio.

—¿Qué pasa, ya no dices nada? —quiso saber Anthony.

—La víspera del día en que apareciste en nuestra habitación para descalabrar a Tomas, habíamos decidido casarnos. Eso no se hace, mi padre no soportaba que yo quisiera casarme con un hombre que no pertenecía a su mundo.

Anthony se volvió hacia la ventanilla.

15

Desde la frontera alemana, Anthony y Julia no habían intercambiado una sola palabra. De vez en cuando, Julia subía el volumen de la radio, y Anthony lo bajaba al instante. Un bosque de pinos se erguía en el paisaje. En el lindero de la pineda, una hilera de bloques de hormigón cerraba un desvío que ya no se utilizaba. Julia reconoció a lo lejos las formas siniestras de los antiguos edificios de la zona fronteriza de Marienborn, hoy en día convertidos en memorial.

—¿Cómo os las apañasteis para pasar la frontera? —preguntó Anthony, mirando desfilar tras el cristal los miradores decrépitos.

—¡Le echamos cara! Uno de los amigos con los que viajaba era hijo de diplomático, así que dijimos que íbamos a visitar a nuestros padres, que estaban destinados en Berlín Occidental.

Anthony se echó a reír.

—En lo que a ti respecta, la excusa no estaba exenta de ironía.

Apoyó las manos sobre las rodillas.

—Siento mucho que no se me ocurriera entregarte esa carta antes —añadió.

—¿Lo dices de verdad?

—No lo sé, en cualquier caso, me siento más ligero ahora que te lo he dicho. ¿Te importa parar cuando puedas?

—¿Por qué?

—No sería ninguna tontería que tú descansaras un poco, y además a mí me gustaría estirar las piernas.

Un cartel anunciaba una área de servicio a diez kilómetros de allí. Julia prometió detenerse en ella.

—¿Por qué os fuisteis mamá y tú a Montreal?

—No teníamos mucho dinero, bueno, sobre todo yo, tu madre tenía unos ahorros que no tardamos en gastar. La vida en Nueva York se hacía cada vez más difícil. Fuimos felices allí, ¿sabes? Creo incluso que fueron nuestros mejores años.

—Eso te enorgullece, ¿verdad? —preguntó Julia con voz agridulce.

—¿El qué?

—Haberte marchado sin blanca y haber triunfado.

—¿A ti no? ¿A ti no te enorgullece tu audacia? ¿No te sientes satisfecha cuando ves a un niño jugar con un peluche que es el fruto de tu imaginación? Cuando te paseas por un centro comercial y descubres en un cine el cartel de una película cuya historia has creado tú, ¿no te sientes orgullosa?

—Me contento con alegrarme, que no es poco.

El coche tomó la salida del área de servicio. Julia aparcó junto a una acera que delimitaba una gran extensión de césped. Anthony abrió la puerta y miró fijamente a su hija justo antes de salir.

—¡Bueno, vaaale...! —dijo, y se alejó.

Ella apagó el motor y apoyó la cabeza sobre el volante.

—Pero ¿qué estoy haciendo aquí?

Anthony atravesó una zona de juegos reservada a los niños y entró en la gasolinera. Unos momentos después, regresó cargado con una bolsa de provisiones, abrió la puerta y dejó sus compras sobre el asiento.

—Ve a refrescarte un poco, he comprado lo necesario para que recuperes fuerzas. Mientras tanto yo vigilaré el coche.

Julia obedeció. Rodeó los columpios, evitó la zona de arena y entró ella también en la gasolinera. Cuando salió, encontró a Anthony tumbado a los pies de un tobogán, con los ojos fijos en el cielo.

—¿Estás bien? —preguntó, inquieta.

—¿Crees que estoy ahí arriba?

Desconcertada por la pregunta, Julia se sentó en la hierba, justo a su lado. A su vez, levantó la cabeza.

—No tengo ni idea. Durante mucho tiempo, busqué a Tomas entre las nubes. Estaba segura de haberlo reconocido varias veces y, sin embargo, está vivo.

—Tu madre no creía en Dios, yo sí. Entonces, ¿qué crees tú, que estoy en el Cielo sí o no?

—Perdóname si no puedo contestar a tu pregunta, no lo consigo.

—¿No consigues creer en Dios?

—No consigo aceptar la idea de que estás aquí, a mi lado, que te estoy hablando cuando...

—¡Cuando estoy muerto! Ya te lo he dicho, aprende a no tener miedo de las palabras. Las palabras adecuadas son importantes. Por ejemplo, si me hubieras dicho antes: «Papá, eres un cerdo y un imbécil que nunca entendió nada de mi vida, un egoísta que quería moldear mi vida a semejanza de la suya propia; un padre como muchos otros, que me hacía daño diciéndome que era por mi bien cuando en realidad era por el suyo», quizá te habría escuchado. Quizá no habríamos perdido todo este tiempo, quizá habríamos sido amigos. Reconoce que habría sido estupendo ser amigos. Julia se quedó callada.

—Mira, por ejemplo, estas palabras son pertinentes: a falta de ser un buen padre, me habría gustado ser tu amigo.

—Deberíamos reemprender camino —dijo Julia con voz temblorosa.

—Esperemos un poco todavía, creo que mis reservas de energía no están a la altura de lo que prometía el folleto; si sigo gastándolas de este modo, temo que nuestro viaje no dure todo lo que teníamos previsto.

—Podemos tomarnos todo el tiempo que necesites. Berlín ya no está tan lejos, y, además, habiendo transcurrido veinte años, poco importa que lleguemos unas horas antes o después.

—Diecisiete años, Julia, no veinte.

—La cosa no cambia mucho.

—¿Tres años de vida? Sí, sí, es mucho. Créeme, sé de lo que hablo.

Padre e hija permanecieron así tumbados con los brazos cruzados detrás de la cabeza, ella en la hierba, él, a los pies del tobogán, ambos inmóviles, escrutando el cielo.

Había pasado una hora, Julia se había quedado dormida, y Anthony la contemplaba dormir. Su sueño parecía tranquilo. De vez en cuando fruncía el ceño, pues le molestaba el pelo, que el viento empujaba sobre su rostro. Con una mano titubeante, Anthony le apartó un mechón de la cara. Cuando Julia volvió a abrir los ojos, el cielo se teñía ya del color sombrío del atardecer. Anthony ya no estaba a su lado. Oteó el horizonte buscándolo y reconoció su silueta, sentado en el coche. Julia volvió a calzarse los zapatos, que sin embargo no recordaba haberse quitado, y corrió hacia el aparcamiento.

—¿He dormido mucho rato? —preguntó, arrancando el motor.

—Dos horas, quizá más. No he llevado cuenta del tiempo.

—¿Y tú, mientras, qué hacías?

—Esperar.

El coche abandonó el área de servicio y volvió a la autopista. Sólo quedaban ochenta kilómetros hasta Potsdam.

—Llegaremos al caer la noche —dijo Julia—. No tengo la menor idea de qué hacer para encontrar a Tomas. Ni siquiera sé si sigue viviendo allí. Después de todo, es verdad, me sacaste de allí de repente, ¿quién nos dice que sigue viviendo en Berlín?

—Sí, en efecto, cabe esa posibilidad, entre el alza de los precios de las casas, su mujer, sus trillizos y su familia política, que se ha ido a vivir con ellos, quizá se hayan instalado en un elegante chalet en el campo.

Julia miró rabiosa a su padre, que, de nuevo, le indicó que se concentrara en la carretera.

—Es fascinante cómo puede el miedo inhibir el espíritu —prosiguió él.

—¿Qué estás insinuando?

—Nada, una idea como otra cualquiera. A propósito, no querría meterme donde no me llaman, pero ya sería hora de que le dieras noticias tuyas a Adam. Hazlo al menos por mí, ya no soporto a Gloria Gaynor, no ha parado de berrear en tu bolso mientras dormías.

Y Anthony entonó una endiablada parodia del
Will Survive.
Julia hizo lo posible por no echarse a reír, pero cuanto más fuerte cantaba Anthony, más risa le daba. Cuando se adentraron en la periferia de Berlín ambos reían.

Anthony guió a Julia hasta el hotel Brandenburger Hof.

Nada más llegar los recibió un botones, que saludó al señor Walsh al bajar del coche. «Buenas noches, señor Walsh», dijo a su vez el portero, poniendo en marcha la puerta giratoria. Anthony cruzó el vestíbulo y se dirigió a la recepción, donde el empleado lo saludó por su nombre. Aunque no habían reservado, y en esa época del año el hotel estaba completo, les aseguró que pondrían a su disposición dos habitaciones de la mejor categoría. Lo sentían mucho, pero no podrían estar en el mismo piso. Anthony le dio las gracias, añadiendo que no tenía importancia. Al entregarle las llaves al mozo de las maletas, el recepcionista le preguntó a Anthony si deseaba que les reservara una mesa en el restaurante gastronómico del hotel.

—¿Quieres que cenemos aquí? —le preguntó Anthony a Julia, volviéndose hacia ella.

—¿Eres accionista de este hotel? —quiso saber ella.

—En caso contrario —prosiguió Anthony—, conozco un fantástico restaurante asiático a dos minutos de aquí. ¿Te sigue gustando tanto la cocina china?

Y como Julia no contestaba, Anthony rogó al recepcionista que les reservara mesa para dos en la terraza del China Garden.

Tras refrescarse un poco, Julia se reunió con su padre y se marcharon a pie hasta el restaurante.

—¿Estás contrariada?

—Es increíble cómo ha cambiado todo —contestó ella.

—¿Has hablado con Adam?

—Sí, lo he llamado desde mi habitación.

—¿Y qué ha dicho?

—Que me echaba de menos, que no entendía por qué me había marchado así, ni tras qué corría de esa manera, que había ido a buscarme a Montreal, pero que nos habíamos cruzado; una hora menos y habríamos coincidido.

—¡Imagínate qué cara habría puesto si nos hubiera encontrado juntos!

—También me ha pedido cuatro veces que le prometiera que estaba sola.

—¿Y?

—¡Le he mentido cuatro veces!

Anthony empujó la puerta del restaurante y le cedió el paso a su hija.

—Si sigues así, vas a terminar por cogerle gusto —rió.

—¡No sé qué te parece tan gracioso!

—Lo gracioso es que estamos en Berlín en busca de tu primer amor, y tú te sientes culpable por no poder confesarle a tu prometido que estabas en Montreal en compañía de tu padre. Quizá me equivoque, pero lo encuentro bastante cómico, femenino, pero cómico.

Anthony aprovechó la cena para urdir un plan. Nada más levantarse al día siguiente, irían al sindicato de periodistas para comprobar si un tal Tomas Meyer seguía siendo titular de un carnet de prensa. En el camino de regreso al hotel, Julia arrastró a su padre al Tiergarten Park.

—Yo dormí ahí una vez —dijo señalando un gran árbol a lo lejos—. Es increíble, me siento como si hubiera sido ayer.

Anthony miró a su hija con aire malicioso. Se agachó, unió las manos y estiró los brazos.

—¿Qué haces?

—Una escalera para que trepes, vamos, date prisa, vamos a aprovechar que no hay nadie a la vista.

Julia no se hizo de rogar, tomó apoyo en las manos de su padre y trepó la verja.

—¿Y tú? —preguntó, pasando al otro lado.

—Pasaré por los torniquetes de entrada —dijo señalando un acceso algo más lejos—. El parque no cierra hasta medianoche, a mi edad será más fácil por ahí.

En cuanto se hubo reunido con Julia, la condujo hacia el césped y se sentó al pie del gran tilo que ella le había señalado.

—Es curioso, yo también me eché alguna que otra siesta bajo este árbol cuando estaba en Alemania. Era mi rincón preferido. Cada vez que tenía permiso, venía a instalarme aquí con un libro y miraba a las chicas que paseaban por el parque. Cuando teníamos la misma edad, estábamos sentados en el mismo lugar, bueno, con varios decenios de intervalo. Con el rascacielos de Montreal, ya tenemos dos lugares donde compartir recuerdos, estoy contento.

—Es aquí donde solíamos venir Tomas y yo —dijo Julia.

—Ese chico empieza a caerme simpático.

A lo lejos se oyó el bramido de un elefante. El zoo de Berlín estaba a unos metros a sus espaldas, en el lindero del parque.

Anthony se puso en pie e instó a su hija a que lo siguiera.

—De niña, odiabas los zoológicos. No te gustaba que los animales estuvieran encerrados en jaulas. Era la época en que de mayor querías ser veterinaria. Supongo que ya no te acordarás, pero cuando cumpliste seis años te regalé un peluche muy grande; era una nutria, si mal no recuerdo. No debí de elegirla muy bien, estaba siempre enferma y te pasabas el rato curándola.

—No estarás sugiriendo que si más tarde dibujé una nutria fue gracias a ti...

—¡Vaya ideas se te ocurren! Como si nuestra infancia pudiera desempeñar algún papel en nuestra vida adulta... Con todo lo que me reprochas, no me faltaba más que eso.

Anthony le confesó que sentía que le fallaban las fuerzas a un ritmo que lo preocupaba. Era hora de regresar, de modo que tomaron un taxi.

De vuelta en el hotel, Anthony se despidió de su hija cuando salió del ascensor y siguió camino hasta el último piso, donde se encontraba su habitación.

Tumbada en la cama, Julia pasó largo rato consultando la agenda de su móvil. Se decidió a volver a llamar a Adam, pero cuando contestó su buzón de voz, colgó para, al instante, marcar el número de Stanley.

—¿Y bien, has encontrado lo que habías ido a buscar? —le preguntó su amigo.

—Todavía no, acabo de llegar.

—¿Has ido a pie todo el camino?

—En coche desde París, es una larga historia.

—¿Me echas un poquito de menos? —quiso saber él.

—¡No irás a creer que te llamo sólo para darte noticias mías!

Stanley le confió que había pasado por su portal al volver del trabajo; no le pillaba de camino pero, sin darse cuenta, sus pasos lo habían llevado a la esquina de Horatio con Greenwich Street.

—Qué triste se ve el barrio cuando tú no estás.

—Lo dices sólo para agradar.

—Me he cruzado con tu vecino, el de la zapatería.

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