El coro parecía cantar directamente para ella. Enid se balanceaba con la melodía, Gary tenía lágrimas en los ojos, pero Denise se sentía público objetivo. Le habría gustado estar en el lado feliz de su familia: qué tendría lo difícil, que tamaña lealtad le reclamaba. Pero mientras Kirby Root, que dirigía el coro de la iglesia metodista de Chiltsville, iniciaba el
segué
a «Hark, the Herald Angels Sing», Denise empezó a preguntarse si respetar la intimidad de Alfred no sería un poco demasiado fácil. ¿Quería que lo dejasen en paz? ¡Pues qué bien para ella! Podía volverse a Filadelfia, vivir su vida y hacer exactamente lo que él quería. ¿Le daba vergüenza que lo viesen con un pitorro de plástico metido en el culo? ¡Pues qué cómodo! Porque también a ella le daba una vergüenza espantosa verlo.
Se destrabó de su madre, saludó con la mano a los vecinos y volvió al sótano.
La puerta del taller permanecía entornada, como ella la había dejado.
—¿Papá?
—¡No entres!
—Lo siento —dijo—, pero tengo que entrar.
—Nunca tuve intención de meterte en esto. No es asunto tuyo.
—Lo sé. Pero tengo que entrar, de todas maneras.
Lo halló más o menos en la misma postura, con una vieja toalla de playa puesta en el hueco de las piernas. Denise se arrodilló entre olores a mierda y olores a pis y le puso una mano en el hombro tembloroso.
—Lo siento —le dijo.
Él tenía el rostro cubierto de sudor. Le destellaba la locura en los ojos.
—Busca un teléfono —dijo— y llama al jefe de zona.
La gran revelación de Chip ocurrió más o menos a las seis de la madrugada del martes, mientras avanzaba en la casi perfecta oscuridad por un camino cubierto de grava lituana, entre las diminutas aldeas de Neravai y Miskiniai, a pocos kilómetros de la frontera con Polonia.
Quince horas antes había salido del aeropuerto dando tumbos y había estado en un tris de que lo atropellaran Jonas, Aidaris y Gitanas al virar hacia la acera con el Ford Stomper. Estaban los tres saliendo de Vilnius cuando oyeron la noticia del cierre del aeropuerto. Dieron media vuelta en la carretera a Ignalina y regresaron en busca del americano patético. La parte trasera del Stomper iba abarrotada de bultos y de equipo informático y telefónico, pero sujetando dos maletas al techo por medio de un pulpo lograron hacer sitio para Chip y su bolsa de viaje.
—Vamos a dejarte en un control pequeño —dijo Gitanas—. Están bloqueando todas las carreteras principales. Y se les cae la baba cuando ven un Stomper.
A continuación, Jonas llevó el coche, a velocidad nada segura, por unos vericuetos espantosos del oeste de Vilnius, bordeando las localidades de Jieznas y Alytus. Las horas pasaron entre oscuridad y baches. En ninguna parte vieron alumbrado público en funcionamiento, ni vehículos de las fuerzas del orden. Jonas y Aidaris iban escuchando música de Metallica en los asientos delanteros, y Gitanas pulsaba las teclas de su móvil en la descabalada esperanza de que la Transbaltic Wireless, cuyo principal accionista seguía siendo él, al menos en teoría, hubiera logrado restablecer la energía en su central de transmisión-recepción, en medio de un apagón nacional y en plena movilización de las fuerzas armadas lituanas.
—Esto va a ser calamitoso para Vitkunas —dijo Gitanas—. Con la movilización lo único que consigue es parecerse más a los soviéticos. El ejército en la calle y las casas sin luz eléctrica. Te vas a ganar así el corazón del pueblo lituano.
—¿Están disparando contra la gente? —preguntó Chip.
—No, es más bien cosa de posturas. Una tragedia vuelta a escribir en clave de farsa.
Hacia la medianoche, el Stomper, al salir de una curva cerrada, en las cercanías de Lazdijai, última de cierta importancia antes de llegar a la frontera con Polonia, se encontró con un convoy de tres jeeps que iba en dirección contraria. Jonas aceleró sobre aquel camino corrugado e intercambió unas palabras en lituano con Gitanas. En aquella región, la morrena estaba prácticamente desforestada. Mirando hacia atrás, fue posible ver que dos de los jeeps habían dado la vuelta para ir en persecución del Stomper. También fue posible ver, yendo en los jeeps, que Jonas se desviaba bruscamente hacia la izquierda para tomar por un camino de gravilla y seguir a toda velocidad, bordeando la blancura de un lago helado.
—No nos alcanzarán —le aseguró Gitanas a Chip, quizá dos segundos antes de que el Stomper se encontrara con una curva en ángulo recto y Jonas no pudiera impedir que se saliese del camino.
Esto es un accidente,
pensó Chip mientras el vehículo surcaba los aires. Sintió un enorme afecto retroactivo por la buena tracción, los centros de gravedad bajos y las variedades no angulares del impulso. Hubo tiempo para la sosegada reflexión y el rechinar de dientes, y, luego, no hubo tiempo, sino un golpe detrás de otro, un ruido detrás de otro. El Stomper ensayó varias versiones de la vertical —noventa, dos-setenta, tres-sesenta, uno-ochenta— antes de quedar volcado sobre el lado izquierdo, con el motor muerto y los faros encendidos.
Ambas secciones del cinturón de seguridad, la vertical y la horizontal, le produjeron graves magulladuras a Chip. Por lo demás, parecía seguir entero, igual que Jonas y Aidaris.
Gitanas se había visto zarandeado y vapuleado por las piezas sueltas del equipaje. Tenía sangre en la barbilla y en la frente. Se dirigió a Jonas en tono conminatorio, indicándole, al parecer, que apagara las luces, pero ya era demasiado tarde. Se oyeron fuertes ruidos de reducción de marchas en la carretera que acababan de recorrer. Los jeeps perseguidores se detuvieron al final de la curva en ángulo recto y de ellos bajaron varios hombres uniformados y con pasamontañas.
—Policía con pasamontañas —dijo Chip—. Habrá que hacer un esfuerzo y elaborar una construcción positiva.
El Stomper había quedado en la superficie helada de un pantano. En la intersección de las luces largas de ambos jeeps, ocho o diez «agentes» enmascarados rodearon el vehículo y dieron orden de que saliera todo el mundo. Chip, mientras empujaba hacia arriba la puerta de su lado, se sintió como una especie de muñeco saliendo de su caja de sorpresas.
Jonas y Aidaris fueron despojados de sus armas. El contenido del vehículo fue metódicamente vaciado sobre la nieve crujiente y los juncos quebrados que cubrían el suelo. Un «policía» le puso a Chip en la mejilla el cañón de su fusil, y Chip recibió una orden de una sola palabra que Gitanas le tradujo:
—Te está diciendo que te quites la ropa.
La muerte, esa prima de ultramar, esa mujer de mal aliento que se mantiene con lo que le mandan de casa, se había presentado de pronto en el barrio. Chip se asustó mucho ante el fusil. Le temblaban las manos, y no las sentía. Hubo de invertir su saldo entero de voluntad en desabrocharse los botones y en descorrerse las cremalleras. Al parecer, lo habían elegido para semejante humillación por simplemente por la calidad de su ropa de cuero. A nadie parecía interesarle la cazadora roja de Gitanas, la de motocross, ni las prendas vaqueras de Jonas. Pero los «policías» enmascarados se congregaron en torno a Chip y se pusieron a palpar la fina flor de los pantalones y el chaquetón de Chip. Echando escarcha por sus bocas en forma de O, provistas de labios insólitamente descontextualizados, agarraron la bota izquierda de Chip y probaron la flexibilidad de su suela.
Un grito se alzó cuando de la bota fue a caer un fajo de billetes norteamericanos. El cañón del fusil volvió a ocupar su sitio en la mejilla de Chip. Unos dedos helados localizaron bajo la camiseta el sobre que contenía el dinero. La «policía» también le registró la cartera, pero no hizo caso de los litai, ni de las tarjetas de crédito. Sólo admitían dólares.
Gitanas, con sangre congelándosele en diversos cuadrantes de la cabeza, presentó una protesta ante el capitán de la «policía». La consiguiente discusión, durante cuyo transcurso tanto el capitán como Gitanas señalaron repetidamente a Chip y utilizaron mucho las palabras «dólar» y «americano», concluyó en cuanto el capitán le puso una pistola a Gitanas en la ensangrentada frente y Gitanas levantó las manos en reconocimiento de que el capitán tenía su punto de razón.
El esfínter de Chip, entre tanto, se había dilatado hasta alcanzar el grado de rendición incondicional. Le pareció muy importante contenerse, de modo que ahí siguió, en calcetines y ropa interior, apretándose los cachetes del culo con las manos temblorosas. Aprieta que te apretarás, mano a mano con los retortijones. Se le daba un ardite estar haciendo el ridículo.
Los «policías» estaban encontrando mucho que robar en el Stomper. Vaciaron la bolsa de Chip en el nevado suelo y se pusieron a elegir entre sus pertenencias. Gitanas y él miraban mientras los «agentes» desgarraban la tapicería del Stomper, levantaban el suelo y localizaban las reservas de Gitanas en dinero y tabaco.
—¿Con qué pretexto actúan, exactamente? —dijo Chip, temblando violentamente, pero ganando la batalla que de verdad importaba.
—Se nos acusa de contrabando de divisas y de tabaco —dijo Gitanas.
—¿Quién nos acusa?
—Me temo que son lo que parecen ser —dijo Gitanas—: agentes de la policía nacional con pasamontañas. Hay ambiente de carnaval, hoy, en el país. Una actitud de todo vale, por decirlo de otro modo.
Había dado la una de la mañana cuando la «policía», por fin, se alejó en sus rugientes jeeps. Chip y Gitanas y Jonas y Aidaris quedaron ahí, con los pies congelados, un Stomper hecho polvo, la ropa húmeda y todo el equipaje demolido.
«Anotemos en el haber que por lo menos no me he cagado encima», pensó Chip.
Conservaba el pasaporte y dos mil dólares que llevaba en el bolsillo de la camiseta y que la «policía» no le había encontrado. También tenía las zapatillas de deporte, unos vaqueros anchos, su mejor chaqueta sport de tweed y su jersey favorito. Todo lo cual se apresuró a ponerse encima.
—Pues aquí termina mi carrera como señor de la guerra y delincuente —comentó Gitanas—. No tengo más ambición en ese sentido.
A la luz de sus mecheros, Jonas y Aidaris estaban inspeccionando los bajos del Stomper. Aidaris tradujo su veredicto a algo que Chip pudiera entender:
—Camión kaputt.
Gitanas se brindó a acompañar a Chip andando hasta el paso fronterizo de la carretera de Sejny, quince kilómetros al oeste, pero Chip era dolorosamente consciente de que si sus amigos no hubieran dado media vuelta para recogerlo a él del aeropuerto, ahora habrían estado ya con sus familiares de Ignalina, sanos y salvos, con sus reservas de dinero y su vehículo intactos.
—Bah —dijo Gitanas, encogiéndose de hombros—. Igual nos podían haber pegado unos cuantos tiros camino de Ignalina. Quién te dice que no nos has salvado la vida.
—Camión kaputt —repitió Aidaris, entre encantado y resentido.
—Nos vemos en Nueva York, pues —dijo Chip.
Gitanas se sentó ante un monitor de diecisiete pulgadas con la pantalla rota. Se tocó con mucho cuidado la frente ensangrentada.
—Sí, eso, en Nueva York.
—Puedes alojarte en mi piso.
—Me lo pensaré.
—Hazlo, sin más —dijo Chip, con cierta desesperación.
—Soy lituano —dijo Gitanas.
Chip se sintió más herido, más desilusionado y más abandonado de lo que, según la situación, correspondía. Pero se contuvo. Aceptó un mapa de carreteras, un encendedor, una manzana y los mejores deseos de los lituanos. Luego echó a andar en la oscuridad.
Una vez solo, se sintió mejor. Cuanto más andaba, más apreciaba la comodidad de sus vaqueros y de sus zapatillas de deporte para ir por el campo, comparados con las botas y los pantalones de cuero. Llevaba una marcha mucho más ligera y más suelta. Le vinieron ganas de ponerse a dar brincos por la carretera. Era un placer caminar con esas zapatillas.
Pero no fue esa la gran revelación. La gran revelación le vino cuando se encontraba a pocos kilómetros de la frontera con Polonia. Estaba esforzándose en comprobar por el oído si andaba suelto en la oscuridad algún perro homicida de los que guardaban las fincas del entorno e iba con las manos extendidas hacia delante, sintiéndose algo más que un poco ridículo, cuando recordó la observación de Gitanas:
una tragedia vuelta a escribir en clave de farsa.
De pronto comprendió por qué a nadie —tampoco a él— le había gustado nunca su guión: había hecho un
thriller
de lo que debería haber sido una farsa.
Le iba llegando la tenue luz del alba. Allá en Nueva York había retocado y pulido las treinta primeras páginas de
La academia púrpura
hasta que se le hizo casi eidético su recuerdo; y ahora, según iba aclarándose el cielo báltico, aplicó el lápiz rojo de su cabeza a la reconstrucción de aquellas páginas en su cabeza, cortó un poquito por aquí, añadió énfasis o hipérbole por allá, y las secuencias experimentaron una transformación en su mente, hasta convertirse en lo que siempre quiso que fueran: en algo ridículo. El muy trágico BILL QUAINTENCE se trocaba en el bobo de la comedia.
Chip apretó el paso, como si su destino hubiera sido una mesa de trabajo donde ponerse inmediatamente a revisar el manuscrito. Al remontar una pendiente quedó ante su vista la ciudad lituana de Eisiskès, oscurecida, y más allá, en la distancia, al otro lado de la frontera, algunas luces exteriores de Polonia. Dos caballos de carga, con la cabeza asomando por encima de una alambrada, le relincharon con mucho optimismo.
Lo dijo en voz alta:
—Que sea ridículo. Que sea ridículo.
A cargo del diminuto puesto fronterizo había dos aduaneros y dos «policías» lituanos. Le devolvieron el pasaporte a Chip sin el abultado fajo de litai que llevaba dentro cuando lo presentó. Sin motivo discernible, fuera de la más mezquina crueldad, lo tuvieron sentado varias horas en una habitación recalentada, mientras entraban y salían hormigoneras, camiones de transportes cargados de pollos y ciclistas. Hasta muy entrada la mañana no le permitieron poner pie en Polonia.
Unos kilómetros más adelante, en Sejny, compró zlotys y, con ellos, se pagó el almuerzo. Las tiendas estaban bien surtidas, era Navidad. Los lugareños eran todos viejos y se parecían muchísimo al Papa.
Tres camiones y un taxi urbano le costó llegar al aeropuerto de Varsovia a las doce de la mañana del miércoles. Los improbables empleados del mostrador de las Líneas Aéreas Polacas LOT, con sus mofletes de manzana, se alegraron muchísimo de verlo. LOT había incrementado su número de vuelos durante las vacaciones, para acomodar a los miles de trabajadores polacos en el extranjero que venían a pasar las vacaciones de Navidad con sus familias, y muchos de los vuelos a Occidente iban por debajo de su capacidad. Todas las chicas del mostrador, con su mofletes de manzana, llevaban sombreritos de majorette tamborilera. Cogieron el dinero de Chip, le dieron un billete y le dijeron
Corra.