De modo que hizo un considerable esfuerzo de humildad para decir que no con la cabeza:
—No, no. Gary no me ha dicho nada al respecto.
Denise amusgó los ojos.
—Al respecto de qué.
—Denise —dijo Alfred—. Déjalo estar.
Y Denise, que no obedecía a Enid en nada, dio media vuelta y se metió en la cocina.
Enid encontró un cupón de sesenta centavos de descuento sobre «I Can't Believe It's Not Butter!», con la compra de panecillos ingleses Thomas. Las tijeras cortaron el papel y, de paso, el silencio recién creado.
—Una cosa voy a hacer en este crucero, sin la menor duda —dijo—. Voy a librarme de una vez de todas estas revistas.
—Ni señal de Chip —dijo Alfred.
Vino Denise con tres pedazos de tarta, cada uno en su plato de postre.
—Me temo que por hoy ya no volvemos a verle el pelo a Chip.
—Es una cosa rarísima —dijo Enid—. No comprendo por qué no llama por teléfono, al menos.
—He soportado cosas peores —dijo Alfred.
—Hay postre, papá. Mi jefe de repostería me ha preparado una tarta de pera. ¿Quieres sentarte a la mesa para comértela?
—Ay, no, me has puesto un trozo demasiado grande —dijo Enid.
—¿Papá?
Alfred no contestaba. Al ver cómo se le había aflojado la boca y qué expresión de amargura se le había vuelto a poner, Enid pensó que podía estar a punto de suceder algo terrible. Él se volvió hacia las ventanas, cada vez más oscuras, manchadas de lluvia, y se quedó mirándolas sin expresión, con la cabeza gacha.
—¿Papá?
—Hay postre, Al.
Dio la impresión de que algo se deshacía dentro de él. Sin apartar la vista de la ventana, levantó el rostro con algo parecido a una expresión de alegría, como si acabase de reconocer ahí afuera a alguien de su afecto.
—¿Qué te pasa, Al?
—¡Papá!
—Hay niños —dijo él, incorporándose en el asiento—. ¿No los veis? —alzó un dedo índice tembloroso—. Ahí —el dedo se desplazó lateralmente, para mostrar el movimiento de los niños—. Y ahí. Y ahí.
Se volvió hacia Enid y Denise como esperando que ambas se echaran a brincar de gozo ante la noticia, pero Enid no estaba para ninguna clase de alegría. Estaba a punto de embarcarse en el elegantísimo crucero de los Colores del Otoño, y durante su transcurso iba a ser extremadamente importante que Alfred no cometiera errores de ese tipo.
—Alfred, son girasoles —dijo, mitad enfadada, mitad suplicante—. Estás viendo el reflejo de los girasoles en la ventana.
—¡Bueno! —Alfred meneó la cabeza ante el descubrimiento—. Para mí que eran niños.
—No —dijo Enid—. Son girasoles. Has visto girasoles.
Tras haber perdido las elecciones y haberse visto obligado a abandonar el poder, liquidada ya la economía lituana por la crisis del rublo, Gitanas, según contó, se pasaba el día solo en los viejos locales del VIPPPAKJRIINPB17, dedicando sus horas de ocio a diseñar un sitio web cuyo nombre de dominio, lithuania.com, le había comprado a un especulador prusiano oriental, por un camión de fotocopiadoras, de máquinas de escribir de margarita, de ordenadores Commodore de 64 kilobytes y otros materiales de oficina de la era Gorbachov —últimos vestigios físicos del Partido—. Para dar a conocer la grave situación en que se encontraban las pequeñas naciones deudoras, Gitanas creó una página web satírica en que ofrecía democracia con lucro: compre usted un trozo de la historia de Europa y que había sembrado de enlaces y referencias a grupos de noticias norteamericanos y
chats
para inversores. Los visitantes del sitio eran invitados a enviar dinero al antiguo VIPPPAKJRIINPB17, —«uno de los más venerables partidos políticos de Lituania»—, «piedra angular» de la coalición que gobernó el país «durante tres de los siete últimos años», partido más votado en las elecciones generales de abril de 1993 y, ahora «partido pro occidental y favorable al mundo de los negocios», que, tras la pertinente reorganización, había pasado a llamarse «Partido del Mercado Libre y Compañía». La página web de Gitanas prometía que tan pronto como el Partido del Mercado Libre y Compañía hubiera comprado los votos suficientes para ganar las elecciones nacionales, sus inversores extranjeros no sólo se convertirían en accionistas ordinarios de Lithuania Incorporated («Estado nacional de carácter mercantil»), sino que también se verían recompensados, en proporción al tamaño de sus inversiones, con recordatorios personalizados de su «heroica contribución» a la «liberación mercantil» del país. Así, por ejemplo, con sólo enviar 100 dólares, cualquier inversor norteamericano tendría derecho a que le pusieran una calle en Vilnius («de no menos de doscientos metros de longitud»); por 5.000 dólares, el Partido del Mercado Libre y Compañía colgaría un retrato del inversor («tamaño mínimo: 60 cm. x 80 cm; marco dorado incluido) en la Galería de Héroes Nacionales de la histórica Casa de los Slapeliai; por 25.000 dólares, el inversor tendría derecho a que se bautizara con su nombre una ciudad («de no menos de 5.000 habitantes») y a ejercer una modalidad «moderna e higiénica del derecho de pernada» que cumplía con «casi todas» las directrices establecidas en la Tercera Conferencia Internacional sobre Derechos Humanos.
—Era un chistecillo mal intencionado —dijo Gitanas desde el rincón del taxi en que se había encajado—. Pero ¿crees tú que alguien se rió? Nadie se rió. Lo que hizo la gente fue mandar dinero. Di una dirección y empezaron a llegar los talones de ventanilla. Cientos de consultas por correo electrónico. ¿Qué fabricaría Lithuania Incorporated? ¿Qué personas llevaban el Partido del Mercado Libre y Compañía? ¿Tenían un sólido currículo en el campo de la dirección de empresas? ¿Estaba yo en condiciones de acreditar pasadas ganancias? ¿Era posible que el inversor optara por bautizar la calle o la localidad con el nombre de alguno de sus hijos, o del personaje de Pokemon que eligiera alguno de sus hijos? Todo el mundo quería más información. Todo el mundo pedía un folleto. ¡Y prospectos! ¡Y títulos de acciones! ¡E información de corretaje! Y si cotizábamos en tal o cual bolsa, etcétera, etcétera. La gente pretende venir a visitarnos.
Y nadie se ríe.
Chip golpeteaba su ventanilla con los nudillos y pasaba revista a las mujeres de la Sixth Avenue. La lluvia estaba amainando, se arriaban los paraguas.
—Los beneficios ¿son para ti o para el partido?
—Bueno. Mi filosofía, en este punto, se halla en período de transición —dijo Gitanas.
Extrajo del maletín una botella de akvavit de la que ya habían salido, en el despacho de Edén, unos cuantos chupitos para celebrar el acuerdo. Se corrió un poco en la banqueta para tendérsela a Chip, que echó un buen trago y se la devolvió.
—Eras profesor de inglés —dijo Gitanas.
—Sí, he enseñado inglés en un
college.
—Y ¿de dónde procede tu familia? ¿De algún país escandinavo?
—Mi padre es escandinavo —dijo Chip—. Mi madre es mezcla de varios países del este de Europa.
—En Vilnius, la gente, al verte, va a pensar que eres de allí.
Chip tenía prisa por llegar a casa antes de que se marcharan sus padres. Ahora que llevaba un buen dinero en el bolsillo, un fajo de treinta billetes de cien, ya no le importaba tanto lo que sus padres pensaran o dejaran de pensar de él. De hecho, le parecía recordar que unas horas antes había visto a su padre todo tembloroso e implorante, en la entrada de su casa. Mientras bebía akvavit y pasaba revista a las mujeres de la acera, no lograba concebir que su viejo hubiera podido parecerle tan asesino alguna vez.
Cierto que, para Alfred, lo único malo de la pena de muerte era que no se aplicase con la debida frecuencia; cierto, también, que los hombres cuya ejecución por gas o en la silla eléctrica tantas veces reclamó, a la hora de la cena, durante la niñez de Chip, eran casi todos negros de los barrios bajos del norte de St. Jude. («Por favor, Al», solía decir Enid, porque la cena era la «comida en familia», y es que no le entraba en la cabeza que se la pasaran hablando de cámaras de gas y de asesinatos callejeros). Y una mañana de domingo, tras haberse pasado un rato mirando por la ventana y contando las ardillas, para evaluar el daño a sus robles y a sus zoisias, al modo en que los blancos de los vecindarios marginales tomaban nota de cuántas casas iban perdiendo a manos de «los negros», Alfred llevó a cabo un experimento de genocidio. Indignado ante el hecho de que las ardillas de su no muy extenso jardín delantero carecieran de la autodisciplina suficiente como para dejar de reproducirse o para organizarse mejor, bajó al sótano a buscar una trampa para ratas, dando lugar a que Enid, cuando lo vio subir las escaleras con ella en las manos, dijera que no con la cabeza y emitiera pequeños ruidos de negación.
—¡Hay diecinueve! —dijo Alfred—. ¡Diecinueve!
Hacer apelación a los sentimientos carecía de toda eficacia ante la autodisciplina de tan exacta y tan científica persona. Cebó la trampa con el mismo pan blanco integral que Chip acababa de tomar en el desayuno, en tostadas. A continuación, los cinco Lambert acudieron a la iglesia, y entre el Gloria Patri y el Laus Deo un joven macho de ardilla, incurriendo en un comportamiento de alto riesgo propio de los económicamente desesperados, intentó servirse un poco de pan y resultó con el cráneo aplastado. Al regresar a casa, la familia se encontró con un enjambre de moscas verdes dándose un festín de sangre y de sesos y de pan integral masticado que rebosaba por las mandíbulas rotas de la ardilla. En lo que a Alfred se refiere, su boca y su barbilla quedaron selladas ante el asco que siempre le producía el ejercicio especial de la disciplina: darle una azotaina a un niño, comer rutabaga en ensalada. (Era totalmente inconsciente de que ese asco constituía una traición a la disciplina). Cogió una pala del garaje y con ella metió la trampa y la ardilla muerta en la misma bolsa de papel que Enid había llenado de garronchuelo, una plaga del césped, el día anterior. Chip seguía todo aquello a unos veinte pasos de distancia y, por consiguiente, pudo ver a Alfred bajar al sótano desde el garaje, con las piernas un poco dobladas, de lado, darse un encontronazo con el lavavajillas, pasar corriendo junto a la mesa de ping-pong (siempre lo asustaba ver correr a su padre: era demasiado viejo para eso, demasiado disciplinado) y desaparecer en el cuarto de baño del sótano. Y a partir de ese momento las ardillas fueron libres de hacer lo que les vino en gana.
El taxi se iba acercando a la University Place. A Chip se le pasó por la cabeza la idea de volver a la Cedar Tavern a devolverle el dinero a la encargada, dándole incluso cien dólares extra como compensación, e incluso, quizá, pidiéndole la dirección para escribirle desde Lituania. Estaba inclinándose hacia delante para pedirle al taxista que pusiera rumbo a la taberna, pero no llegó a hacerlo, porque de pronto se le vino un pensamiento completamente distinto:
He robado nueve dólares, eso es lo que he hecho, eso es lo que soy, y, en cuanto a la chica, que tenga mucha suerte.
Volvió a apoyar la espalda en el asiento y extendió la mano en dirección a la botella.
Delante de su casa, le tendió un billete de cien al taxista y éste lo rechazó con un gesto de la mano: demasiado grande, demasiado grande. Gitanas extrajo algo más pequeño de su cazadora roja de motocross.
—¿Por qué no nos encontramos en tu hotel? —dijo Chip.
A Gitanas pareció divertirle la propuesta:
—¿Estás de broma, o qué? Hombre, no es que no me fíe de ti, muy al contrario, pero de todas formas voy a esperarte aquí. Haz las maletas, tómate el tiempo que quieras. Coge algo de abrigo y un sombrero. Trajes y corbatas. Piensa como un hombre de negocios.
Zoroaster, el portero, no estaba a la vista. Chip tuvo que utilizar su llave para entrar. En el ascensor respiró varias veces, muy profundamente, para aliviar su nerviosismo. No tenía miedo, se sentía generoso, estaba dispuesto a darle un abrazo a su padre.
Pero encontró el piso vacío. Su familia tenía que haberse marchado unos minutos antes. Había temperatura humana en el ambiente, una leve presencia de White Shoulders, el perfume de Enid, un olor a cuarto de baño, a persona mayor. La cocina estaba más limpia de lo que Chip la había visto nunca. En la sala, su fregoteo y sus arreglos se notaban más que la noche anterior. Y las estanterías de la biblioteca habían sido despojadas. Y Julia se había llevado sus champús y su secador de pelo del cuarto de baño. Y estaba más borracho de lo que había pensado. Y nadie le había dejado una nota. Lo único que había encima de la mesa del comedor era un pedazo de tarta y un jarrón con girasoles. Tenía que hacer el equipaje, pero todo, en su entorno y en su interior, se le había vuelto tan ajeno, que por unos instantes sólo alcanzó a quedarse ahí parado, mirando. Las hojas de los girasoles tenían manchas negras y pálidas senescencias en los bordes; las cabezas, en cambio, eran carnudas y espléndidas, pesadas como bizcochos de chocolate, gruesas como palmas de la mano. En mitad del rostro, tan de Kansas, de un girasol, había un botón sutilmente pálido sobre una aréola sutilmente oscura. Chip pensó que la naturaleza difícilmente podía haber concebido un lecho más provocativo para que un insectito con alas se dejara caer dentro. Tocó el terciopelo marrón y el éxtasis se apoderó de él.
El taxi con los tres Lambert dentro llegó a uno de los embarcaderos del centro de Manhattan, donde un buque blanco de recreo, de planta muy alta, el
Gunnar Myrdal,
tapaba el río y New Jersey y medio firmamento. A la puerta se arremolinaba una multitud compuesta casi exclusivamente de ancianos, que luego se ahilaba en el largo y brillante pasillo. Había algo ultraterreno en aquella migración voluntaria, algo escalofriante en la cordialidad y en la impoluta indumentaria del personal de tierra de las Northern Pleasurelines, y también en aquellos nubarrones que se dispersaban demasiado tarde para salvar el día; todo ello en silencio. Multitud y crepúsculo junto al río Éstige.
Denise pagó el taxi y puso el equipaje en manos de los maleteros.
—Bueno, y ahora ¿qué piensas hacer? —le preguntó Enid.
—Volverme a Filadelfia a trabajar.
—Estás guapísima —dijo Enid, espontáneamente—. Me encanta tu pelo cuando lo llevas así.
Alfred asió las manos de Denise y le dio las gracias.
—Ojalá hubiera sido mejor día para Chip —dijo Denise.
—Habla con Gary sobre las Navidades —dijo Enid—. Y piénsate lo de venir una semana.