Las cenizas de Ángela (59 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—¿Qué importa, cuando uno está enamorado? He vivido como una monja en Inglaterra y soñaba con él todas las noches, y muchas gracias por traerme la maleta.

Me vuelvo para saltar en la bici y volver a Easons, pero entonces aparece por detrás Gerry. Tiene la cara roja y resopla como un toro.

—¿Qué hacías con mi chica, mierdecilla?, ¿eh? ¿Qué hacías? Como me entere de que has hecho algo con mi chica, te mato.

—No he hecho nada. Le he llevado la maleta porque pesaba.

—No vuelvas a mirarla o mueres.

—No la miraré, Gerry. No quiero mirarla.

—¿Ah, sí? ¿Es que es fea, o qué?

—No, no, Gerry, es que es tuya y te quiere.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho.

—¿Te lo ha dicho?

—Me lo ha dicho, palabra de honor.

—Jesús.

Él aporrea la puerta de ella.

—Rose, Rose, ¿estás en casa?

Y ella sale a abrir.

—Claro que estoy en casa.

Y yo me voy en la bicicleta de reparto con el letrero que dice
EASONS
en la cesta, intentando entender cómo la besa ahora después de las cosas tan terribles que dijo de ella en la estación e intentando entender cómo pudo mentir descaradamente Peter en la oficina al señor McCaffrey cuando le dijo lo de mis ojos, cuando la verdad es que Eamon y él habían pasado todo el tiempo mirando las chicas en ropa interior y tocándose después en el retrete.

El señor McCaffrey está terriblemente alterado en la oficina.

—¿Dónde te habías metido? Dios del cielo, ¿es que tardas todo el día en venir en bicicleta de la estación de ferrocarril? Aquí tenemos una emergencia, y debería estar Halvey, pero está disfrutando de sus vacaciones, córcholis, y que Dios me perdone la manera de hablar, y tú vas a tener que ir en bicicleta tan aprisa como puedas, menos mal que fuiste chico de telégrafos y te conoces cada pulgada de Limerick, y te pasas por cada condenada tienda que es cliente nuestro y entras directamente y coges todos los ejemplares que veas de la revista
John O'London Semanal
y les arrancas la página dieciséis, y si alguien te dice algo, le dices que son órdenes del Gobierno y que no debe entrometerse en los asuntos del Gobierno, y que si te pone un dedo encima corre el riesgo de que lo detengan, lo metan en la cárcel y le impongan una fuerte multa; ahora, vete, por Dios, y tráete todas las páginas dieciséis que arranques para que las quememos aquí en el fuego.

—¿En todas las tiendas, señor McCaffrey?

—Yo me encargaré de las grandes, ocúpate tú de las pequeñas hasta Ballinacurra y por la carretera de Ennis y más allá, Dios nos asista. Vamos, vete.

Estoy saltando en la bici cuando Eamon baja corriendo la escalera.

—Oye, McCourt, espera. Escucha. No le des todas las páginas dieciséis cuando vuelvas.

—¿Por qué?

—Podemos venderlas Peter y yo.

—¿Por qué?

—Hablan del control de la natalidad, y eso está prohibido en Irlanda.

—¿Qué es el control de la natalidad?

—Ay, Jesús bendito, ¿es que no sabes nada? Son los condones, ya sabes, las gomas, los preservativos, cosas así para que las chicas no se queden en estado.

—¿En estado?

—Preñadas. Para tener dieciséis años eres un total ignorante. Date prisa y tráete las páginas antes de que todo el mundo empiece a correr a las tiendas a comprarse el
John O'London Semanal.

Estoy a punto de marcharme en la bicicleta cuando baja corriendo por las escaleras el señor McCaffrey.

—Espera, McCourt, iremos en la furgoneta. Eamon, ven con nosotros.

—¿Y Peter?

—Déjalo. Acabará en el retrete con una revista, de todos modos.

El señor McCaffrey habla solo en la furgoneta:

—Bonita papeleta, que te llamen por teléfono de Dublín un buen sábado para que salgamos a recorrernos todo Limerick arrancando páginas de una revista inglesa cuando podía estar en casa con una taza de té y un buen bollo, leyendo el
Irish Press
con los pies apoyados en una caja, bajo el cuadro del Sagrado Corazón, bonita papeleta, sí, señor.

El señor McCaffrey entra corriendo en todas las tiendas y nosotros entramos detrás de él. Agarra las revistas, nos entrega un montón a cada uno y nos dice que empecemos a arrancar las páginas. Los tenderos le gritan:

—¿Qué hacen? Jesús, María y el santo San José, ¿es que están locos de atar? Dejen esas revistas donde estaban o llamo a los guardias.

El señor McCaffrey les dice:

—Son órdenes del Gobierno, señora. En el
John O'London
de esta semana vienen unas porquerías indignas de ser vistas por los ojos de los irlandeses, y nosotros hemos venido en nombre de Dios.

—¿Qué porquerías?, ¿qué porquerías? Enséñeme las porquerías antes de ponerse a mutilar las revistas. No voy a pagar estas revistas a Easons, ya lo creo que no.

—Señora, eso no nos importa. La empresa Easons prefiere perder grandes sumas antes que tolerar que las gentes de Limerick y de Irlanda se corrompan con estas porquerías.

—¿Qué porquerías?

—No se lo puedo decir. Vámonos, muchachos.

Tiramos las páginas al suelo de la furgoneta, y cuando el señor McCaffrey está discutiendo en una tienda nos metemos algunas debajo de las camisas. En la furgoneta hay revistas viejas y nosotros les arrancamos páginas y las revolvemos con las otras para que el señor McCaffrey se crea que todas son la página dieciséis del
John O'London.

El cliente que más ejemplares recibe de la revista, el señor Hutchinson, dice al señor McCaffrey que se vaya al infierno y que se largue de su tienda o le abre el cráneo, que deje en paz esas revistas, y cuando el señor McCaffrey sigue arrancando páginas el señor Hutchinson lo echa a la calle, mientras el señor McCaffrey grita que estamos en un país católico y que porque Hutchinson sea protestante eso no le da derecho a vender porquerías en la ciudad más santa de Irlanda.

—Ah, béseme el culo —dice el señor Hutchinson, y el señor McCaffrey nos dice:

—¿Lo veis, muchachos? ¿Veis lo que pasa cuando no se es miembro de la Iglesia Verdadera?

En algunas tiendas dicen que ya han vendido todos los ejemplares del
John O'London,
y el señor McCaffrey dice:

—Ay, Madre de Dios, ¿qué va a ser de todos nosotros? ¿A quién se las vendió?

Exige los nombres y las direcciones de los clientes que corren el peligro de perder sus almas inmortales por leer artículos sobre el control de la natalidad. Quiere ir a sus casas y arrancar esa página cochina, pero los tenderos le dicen:

—Está oscureciendo, McCaffrey, y es la noche del sábado, y váyase usted a la porra de una vez.

Mientras volvemos a la oficina, Eamon me susurra en la parte trasera de la furgoneta:

—Tengo veintiuna páginas. ¿Cuántas tienes tú?

Yo le digo que catorce, aunque tengo más de cuarenta, pero no le digo la verdad porque nunca hay que decir la verdad a la gente que dice mentiras a costa de los ojos enfermos de uno. El señor McCaffrey nos dice que saquemos las páginas de la furgoneta. Recogemos todo lo que hay en el suelo y él se sienta satisfecho en su escritorio, al otro extremo de la oficina, a llamar por teléfono a Dublín para decir que ha irrumpido en todas las tiendas como la justicia divina y que ha salvado a Limerick de los horrores del control de la natalidad, mientras contempla un alegre fuego de páginas de revistas que no tienen nada que ver con el
John O'London Semanal.

El lunes por la mañana recorro las calles en bicicleta entregando las revistas y hay personas que ven el letrero de Easons en la bici y que me hacen parar para preguntarme si habría alguna manera de hacerse con un ejemplar del
John
O'London Semanal.
Es toda gente de aspecto rico, algunos van en automóvil, hombres que llevan sombrero, cuello y corbata y dos plumas estilográficas en el bolsillo, mujeres que llevan sombreros y pequeñas estolas de piel colgando del cuello, gente que toma el té en el Savoy o en el Stella y que estira el dedo meñique para demostrar lo bien educada que está, y esa gente quiere leer ahora esta página que habla del control de la natalidad.

Eamon me había dicho a primera hora:

—No vendas la jodida página por menos de cinco chelines.

Yo le pregunté si estaba de broma. No, no estaba de broma. Todo Limerick habla de esa página y la gente se muere de ganas de hacerse con ella.

—Cinco chelines o nada, Frankie. Si son ricos, cóbrales más, pero eso es lo que cobro yo, de modo que no vayas por ahí en la bicicleta reventando los precios y arruinándome a mí. Tenemos que dar algo a Peter o irá corriendo a darle el soplo a McCaffrey.

Hay personas dispuestas a pagar siete chelines y seis peniques, y al cabo de dos días soy rico, tengo más de diez libras en el bolsillo, menos una que tengo que dar a Peter, la víbora, que es capaz de vendernos a McCaffrey. Ingreso ocho libras en la Caja Postal para mi pasaje a América, y esa noche hacemos una buena cena con jamón, tomates, pan, mantequilla, mermelada. Mamá me pregunta si me ha tocado la lotería, y yo le digo que me dan propinas. No está contenta de que yo sea recadero, porque es lo más bajo que se puede caer en Limerick, pero si gracias a ello vamos a comer jamón de esta categoría, deberíamos poner una vela de acción de gracias. No sabe que el dinero de mi pasaje se va acumulando en la Caja Postal, y si se enterase de lo que gano escribiendo cartas amenazadoras, se moriría.

Malachy tiene un nuevo trabajo en el almacén de un garaje, lleva las piezas a los mecánicos, y la propia mamá está cuidando a un viejo, el señor Sliney, que vive en la carretera de circunvalación del Sur, mientras las dos hijas de éste salen a trabajar cada día. Me dice que si alguna vez estoy repartiendo periódicos por esa zona entre en la casa para tomarme un té y un emparedado. Las hijas no se enterarán, y al viejo no le importará porque está semiinconsciente casi siempre, agotado por todos los años que pasó en el ejército inglés en la India.

Mi madre parece estar en paz en la cocina de esta casa, con su delantal impoluto, con todo limpio y bruñido a su alrededor, mientras las flores se balancean en el jardín contiguo, los pájaros cantan y suena la música de Radio Eireann en la radio. Está sentada a la mesa con una tetera, tazas con platillos, mucho pan, mantequilla, fiambres de todo tipo. Me dice que me puedo tomar un emparedado de lo que quiera, pero yo sólo conozco los de jamón y los de chicharrones. Ella no tiene chicharrones, porque esas cosas son las que come la gente de los callejones, y no se comen en una casa de la carretera de circunvalación del Sur. Dice que los ricos no comen chicharrones porque los hacen con las barreduras de los suelos y de las mesas de las fábricas de tocino, y no se sabe lo que tienen. Los ricos son muy mirados con lo que meten entre dos rebanadas de pan. Allí, en América, a los chicharrones los llaman queso de cerdo, y ella no sabe por qué.

Me da un emparedado de jamón con rodajas jugosas de tomate, y té en una taza con angelitos de color de rosa que vuelan tirando flechas a otros angelitos azules que vuelan, y yo me pregunto por qué no pueden hacer tazas y orinales sin llenarlos de todo tipo de angelitos y de doncellas retozando en el valle. Mamá dice que así son los ricos, que les encanta decorar un poco las cosas, y que a nosotros nos encantaría también si tuviésemos dinero. Ella daría los dos ojos por tener una casa como ésta, con flores y pájaros fuera, en el jardín, y con una radio que toca ese precioso
Concierto de Varsovia
o el
Sueño de Olwyn,
y un montón de tazas y platillos con ángeles que tiran flechas.

Dice que tiene que echar una mirada al señor Sliney, que está tan viejo y tan débil que se le olvida pedir el orinal.

—¿El orinal? ¿Tienes que limpiarle el orinal?

—Claro que sí.

Entonces se produce un silencio, porque creo que estamos recordando la causa de todos nuestros problemas, el orinal de Laman Griffin. Pero de eso hace mucho tiempo, y ahora se trata del orinal del señor Sliney, que no hace daño porque a ella le pagan por limpiarlo y el señor Sliney es inofensivo. Cuando vuelve, me dice que al señor Sliney le gustaría verme, que entre ahora que está despierto.

Está acostado en una cama en el salón de la parte delantera de la casa, tiene la ventana tapada con una sábana negra, no hay rastro de luz.

—Incorpóreme un poco, señora —dice a mi madre—, y quite esa condenada cosa de la ventana para que yo pueda ver al chico.

Tiene el pelo blanco y largo que le llega a los hombros. Mamá me dice en voz baja que no permite que nadie se lo corte.

—Conservo mis dientes de verdad, hijo —me dice—. ¿Qué te parece? ¿Conservas tú tus dientes de verdad, hijo?

—Sí, señor Sliney.

—Ah. Estuve en la India, ¿sabes? Con Timoney, que vivía en esta misma carretera. Había un montón de hombres de Limerick en la India. ¿Conoces a Timoney, hijo?

—Lo conocía, señor Sliney.

—Ha muerto, ¿sabes? El pobrecillo se quedó ciego. Yo conservo la vista. Yo conservo los dientes. Conserva los dientes, hijo.

—Lo haré, señor Sliney.

—Me canso, hijo, pero quiero decirte una cosa. ¿Me estás escuchando?

—Sí, señor Sliney.

—¿Me está escuchando el chico, señora?

—Oh, sí, señor Sliney.

—Bien. Pues esto es lo que quiero decirte. Acércate a mí para que te lo pueda decir al oído. Lo que quiero decirte es esto: no fumes nunca en la pipa de otro hombre.

Halvey se marcha a Inglaterra con Rose y yo tengo que llevar la bicicleta de reparto todo el invierno. Es un invierno crudo, hay hielo por todas partes, y yo no sé nunca cuándo va a patinar la bici y voy a salir volando a la calzada o a la acera mientras caen por todas partes las revistas y los periódicos. Los tenderos se quejan al señor McCaffrey de que el
Irish Times
les llega decorado con trozos de hielo y de cagadas de perro, y él nos murmura a nosotros que así es como hay que entregar ese periódico, ese periodicucho protestante.

Todos los días, después de haber hecho mis entregas, me llevo a casa el
Irish Times
para ver dónde estriba el peligro. Mamá dice que menos mal que no está papá. Él diría: «¿Para esto han luchado y han muerto los hombres de Irlanda, para que mi propio hijo esté aquí sentado a la mesa de la cocina leyendo el periódico de los masones?».

Publican cartas al director de personas de toda Irlanda que afirman que han oído cantar al primer cuclillo del año, y se lee entre líneas que se están llamando mentirosos los unos a los otros. Hay artículos y fotografías que cuentan las bodas protestantes, y las mujeres siempre parecen más bonitas que las que conocemos nosotros en los callejones. Se ve que las mujeres protestantes tienen los dientes perfectos, aunque Rose, la de Halvey, tenía los dientes bonitos.

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