Las cenizas de Ángela (53 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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»Yo me vuelvo con Dennis y él se pone frenético en la cama.

»"Quiero esa lengua", dice. "Todo el alimento está en la lengua".

»¿Y qué crees que pasó entonces? Que mi Paddy, que era amigo tuyo, va donde Barry, el carnicero, cuando se ha hecho de noche, salta el muro, corta la lengua de una cabeza de cordero que está colgada de un gancho en la pared y se la trae a su pobre padre que está en cama. Naturalmente, yo tengo que cocer esa lengua con sal en cantidad y Dennis, bendito de Dios, se la come, se echa en la cama un rato, se quita de encima la manta y se pone de pie y anuncia a todo el mundo que, con tisis o sin ella, él no se va a morir en aquella cama, que si se va a morir de todos modos bien puede matarlo una bomba alemana mientras él gana unas libras para su familia en vez de lloriquear en aquella cama.

Me enseña una carta de Paddy. Trabaja doce horas al día en la taberna de su tío Anthony, gana veinticinco chelines a la semana y una sopa y un emparedado cada día. Le encanta cuando vienen los alemanes a tirar bombas, pues así puede dormir mientras está cerrada la taberna. Por la noche duerme en el suelo del pasillo de arriba. Enviará a su madre dos libras cada mes, y está ahorrando el resto para llevársela con el resto de la familia a Inglaterra, donde estarán mucho mejor en una habitación en Cricklewood que en diez habitaciones en el muelle Arthur. Ella podrá encontrar trabajo sin problemas. Muy malo tienes que ser para no encontrar trabajo en un país que está en guerra, sobre todo ahora que están llegando los yanquis, que se gastan el dinero a diestro y siniestro. El propio Paddy piensa encontrar trabajo en el centro de Londres, donde los yanquis dejan unas propinas que bastan para dar de comer a una familia irlandesa de seis personas durante una semana.

—Por fin tenemos dinero suficiente para comprar comida y zapatos, gracias a Dios y a su Santa Madre —dice la señora Clohessy—. ¿A que no sabes con quién se encontró Paddy allá en Inglaterra, con catorce años y trabajando como un hombre? Con Brendan Kiely, al que llamabais «Preguntas». Está trabajando, y ahorra para ir a alistarse en la Policía Montada y cabalgar por todo el Canadá como Nelson Eddy, que cantaba «Te llamaré, uh, uh, uh, uh, uh, uh». Si no fuera por Hitler, estaríamos todos muertos, y vaya si es terrible tener que decir una cosa así. ¿Y cómo está tu pobre madre, Frankie?

—Está muy bien, señora Clohessy.

—No, no lo está. La he visto en el dispensario y tiene un aspecto peor que el que tenía mi pobre Dennis en la cama. Tienes que cuidar de tu pobre madre. Tú también tienes un aspecto desesperado, Frankie, con esos dos ojos rojos que tienes en la cara. Toma una propinilla para ti. Tres peniques. Cómprate un dulce.

—Eso haré, señora Clohessy.

—Hazlo.

Al terminar la semana la señora O'Connell me entrega el primer sueldo de mi vida, una libra, mi primera libra. Bajo corriendo las escaleras y subo a la calle O'Connell, la calle principal, donde están encendidas las luces y hay gente que vuelve a casa de su trabajo, gente que lleva el sueldo en el bolsillo como yo. Quiero que se enteren de que soy como ellos, de que soy un hombre, de que tengo una libra. Subo por un lado de la calle O'Connell y bajo por el otro con la esperanza de que se fijen en mí. No se fijan. Quiero exhibir mi billete de una libra ante todo el mundo para que digan:

—Ése es Frankie McCourt, el trabajador, que lleva una libra en el bolsillo.

Es la noche del viernes y puedo hacer lo que me dé la gana. Puedo comer pescado frito con patatas fritas e ir al cine Lyric. No, se acabó el Lyric. Ya no tengo que sentarme en el gallinero rodeado de gente que jalea cuando los indios matan al General Custer y cuando los africanos persiguen a Tarzán por toda la selva. Ya puedo ir al cine Savoy, pagar seis peniques por una butaca de patio donde va una gente de mejor clase, que come cajas de bombones y se tapa la boca con la mano cuando se ríe. Después de la película puedo tomar té y bollos en el restaurante del piso de arriba.

Michael está en la acera de enfrente y me llama. Tiene hambre y me pregunta si podría ir a casa del Abad a comer un poco de pan y pasar allí la noche en vez de tener que andar hasta la casa de Laman Griffin, que está muy lejos. Le digo que no tiene que preocuparse por un poco de pan. Iremos al café del Coliseum y comeremos pescado frito y patatas fritas, todo lo que quiera, gaseosa a discreción, y después iremos a ver
Yanqui Dandy,
de James Cagney, y nos comeremos dos grandes tabletas de chocolate. Después de la película tomamos té y bollos y volvemos cantando y bailando como Cagney todo el camino hasta la casa del Abad. Michael dice que debe de ser estupendo estar en América, donde la gente no tiene nada más que hacer que cantar y bailar. Está medio dormido, pero dice que algún día irá allá a cantar y a bailar, y me pregunta si yo le ayudaría a ir, y cuando se queda dormido me pongo a pensar en América y en que tengo que ahorrar el dinero para mi pasaje en vez de derrocharlo en pescado frito con patatas fritas y en té con bollos. Tendré que ahorrar algunos chelines de mi libra, pues de lo contrario me quedaré en Limerick para siempre. Ahora tengo catorce años, y si ahorro algo cada semana seguro que podré irme a América para cuando tenga veinte años.

Hay telegramas para las oficinas, las tiendas, las fábricas, donde no hay esperanza de recibir propina. Los empleados recogen los telegramas sin mirarte ni darte las gracias. Hay telegramas para la gente respetable que tiene doncella y que vive en la carretera de Ennis y en la carretera de circunvalación del Norte, donde no hay esperanza de recibir propina. Las doncellas son como los empleados, ni te miran ni te dan las gracias. Hay telegramas para las residencias de los sacerdotes y de las monjas, y ellos también tienen doncellas, aunque dicen que la pobreza es noble. Si te quedases esperando a que los curas o las monjas te dieran propina te morirías en su portal. Hay telegramas para gente que vive a varias millas de la ciudad, granjeros que tienen el patio embarrado y perros que te quieren comer la pierna. Hay telegramas para la gente rica que vive en casas grandes, con la vivienda del guardia a la puerta y millas de tierras rodeadas por muros. El guarda de la puerta te deja pasar con un gesto y hasta que llegas a la casa grande tienes que recorrer millas enteras en bicicleta por caminos a cuyos lados hay prados, macizos de flores, fuentes. Cuando hace buen tiempo hay gente que juega al croquet, el juego de los protestantes, o que se pasea, charlando y riendo, ataviada con vestidos floridos y con chaquetas cruzadas con escudos y botones dorados, y nadie diría al verlos que hay guerra. Hay Bentleys y Rolls Royces aparcados ante la gran puerta principal, donde una doncella te dice que des la vuelta y entres por la puerta de servicio, «¿es que no lo sabes?».

La gente de las casas grandes tiene acento inglés y no da propina a los chicos de telégrafos.

Quienes dan las mejores propinas son las viudas, las mujeres de los pastores protestantes y los pobres en general. Las viudas saben cuándo les va a llegar el giro telegráfico del gobierno inglés y te esperan asomadas a la ventana. Si te invitan a pasar a tomarte una taza de té tienes que ir con cuidado, porque uno de los chicos temporales, Scrawby Luby, dijo que una viuda mayor, de treinta y cinco años, lo invitó a pasar a tomar té e intentó bajarle los pantalones, y él tuvo que salir corriendo de la casa, aunque sintió verdaderas tentaciones y tuvo que ir a confesarse el sábado siguiente. Dijo que era muy incómodo saltar a la bici con la cosa dura, pero que si pedaleas muy deprisa y piensas en los sufrimientos de la Virgen María se te ablanda en seguida.

Las mujeres de los pastores protestantes no se comportarían nunca como la viuda mayor de Scrawby Luby, a no ser que también ellas estuvieran viudas. Christy Wallace, que es chico de telégrafos fijo y que va a ser cartero en cualquier momento, dice que a las protestantes no les importa lo que hacen, aunque sean mujeres de pastores. Están condenadas de cualquier modo, de manera que qué les importa darse un revolcón con un chico de telégrafos. A todos los chicos de telégrafos nos caen bien las mujeres de los pastores protestantes. Aunque tengan doncella salen ellas a abrir la puerta en persona, y te dicen «espera un momento, por favor» y te dan seis peniques. A mí me gustaría hablar con ellas y preguntarles qué se siente cuando uno está condenado, pero podrían ofenderse y quitarme los seis peniques.

Los irlandeses que trabajan en Inglaterra envían sus giros telegráficos los viernes por la noche y durante todo el sábado, y entonces es cuando nos llevamos las buenas propinas. En cuanto hemos repartido una partida de telegramas, salimos con otra.

Los callejones peores son los del barrio de Irishtown, los que salen de la calle Mayor o de la calle Mungret, son peores que el callejón Roden o que el callejón O'Keefe o que cualquier otro callejón donde haya vivido yo. Hay callejones por cuyo centro corre un arroyo. Las madres salen a la puerta y gritan «agua va» cuando tiran los cubos de agua sucia. Los niños hacen barquitos de papel o con cajas de cerillas a las que ponen velas pequeñas y los hacen flotar en el agua grasienta.

Cuando entras en bicicleta por un callejón los niños gritan: «Que viene el chico de telégrafos, que viene el chico de telégrafos». Salen corriendo a tu encuentro y las mujeres esperan en la puerta. Si das a un niño pequeño un telegrama para su madre lo conviertes en el héroe de la familia. Las niñas saben que deben esperarse para dar una oportunidad a los niños, aunque se les puede dar el telegrama si no tienen hermanos. Las mujeres te dicen desde la puerta que ahora no tienen dinero, pero que si pasas por ese callejón al día siguiente llames a la puerta y te darán tu propina, y que Dios te bendiga a ti y a todos los tuyos.

La señora O'Connell y la señorita Barry, de la oficina de correos, nos dicen todos los días que nuestro trabajo consiste en repartir los telegramas y nada más. No debemos hacer favores a la gente, ni ir a la tienda a comprar alimentos ni ningún otro tipo de recado. No les importa que la gente esté en la cama muriéndose. No les importa que la gente no tenga piernas, que esté loca o que se esté arrastrando por el suelo. Nosotros tenemos que entregar el telegrama, eso es todo. La señora O'Connell dice:

—Yo me entero de todo lo que hacéis, de todo, pues la gente de Limerick os vigila y me pasa informes que yo tengo aquí guardados, en mis cajones.

—Por mí, como si te los guardas en los calzones —dice Toby Mackey entre dientes.

Pero la señora O'Connell y la señorita Barry no saben lo que se siente cuando se llega al callejón, se llama a una puerta y alguien te dice que pases, tú entras y no hay luz y hay un montón de harapos en una cama en el rincón y el montón de harapos te pregunta «quién es» y tú dices «un telegrama», y el montón de harapos te dice:

—¿Tendrías la bondad de ir por mí a la tienda? Estoy que me caigo de hambre y daría los ojos por una taza de té.

¿Y qué vas a hacer? No vas a decirle «estoy ocupado» y marcharte en la bicicleta y dejar allí al montón de harapos con un giro telegráfico que no le sirve para nada en absoluto porque el montón de harapos no es capaz de levantarse de la cama para ir a la oficina de correos para cobrar el maldito giro telegráfico.

¿Qué vas a hacer?

Te dicen que no vayas nunca a la oficina de correos a cobrar un giro telegráfico para nadie, que si lo haces perderás el trabajo para siempre. Pero ¿qué vas a hacer cuando un viejo que luchó en la guerra de los boers hace cientos de años te dice que ya no lo sostienen las piernas y que te agradecería eternamente que fueras a hablar con Paddy Considine, de la oficina de correos, y le expusieras la situación, y que Paddy me abonará sin duda el giro y que yo podré quedarme dos chelines porque soy un gran muchacho? Paddy Considine te dice: «No hay problema, pero no se lo cuentes a nadie o me echarán a la calle con el culo al aire, y a ti también, hijo». El viejo que luchó en la guerra de los boers dice que sabe que ahora tienes que repartir los telegramas, pero que si tendrías la bondad de volver esta noche y si podrías ir a la tienda por él, pues no tiene nada en casa y encima se está helando de frío. Está sentado en un sillón viejo en el rincón, cubierto con trozos de mantas, y detrás del sillón hay un cubo que echa una peste como para hacerte vomitar, y cuando ves a aquel viejo en el rincón oscuro te dan ganas de traer una manguera de agua caliente y desnudarlo y lavarlo y darle una buena comida de panceta, huevos y puré de patatas con mucha mantequilla, sal y cebolla.

Me gustaría llevarme al hombre que luchó en la guerra de los boers y al montón de harapos del rincón y dejarlos en una casa grande y soleada en el campo, donde canten los pájaros ante la ventana y cerca de un arroyo que borbotea.

La señora Spillane, del callejón Pump, que sale de la carretera de Carey, tiene dos hijos gemelos tullidos con las cabezas grandes y rubias, con los cuerpos pequeños y con trocitos de piernas que les cuelgan del borde de las sillas. Se pasan el día mirando al fuego y preguntan:

—¿Dónde está papá?

Saben hablar en inglés, como todo el mundo, pero entre ellos parlotean en un idioma que se han inventado.

—Hamb cen té té cen hamb.

La señora Spillane dice que eso significa:

—¿Cuándo cenamos?

Me dice que tiene suerte cuando su marido le envía cuatro libras al mes, y que ya no soporta el modo en que la insultan en el dispensario porque su marido está en Inglaterra. Los niños sólo tienen cuatro años y son muy listos, aunque no son capaces de andar ni de cuidarse solos. Si pudieran andar, si fueran más o menos normales, ella haría el equipaje y se marcharía a Inglaterra, se iría de este país dejado de la mano de Dios que luchó tanto tiempo por la libertad.

—Y mira cómo estamos, De Valera en su mansión de Dublín, el muy hijo de puta, y todos los demás políticos, que se vayan al infierno, Dios me perdone. Que se vayan al infierno los curas también, y no pediré a Dios que me perdone por decir una cosa así. Allí están los curas y las monjas, nos dicen que Jesús era pobre y que la pobreza no es bajeza, y llegan a sus casas camiones llenos de cajas y de barriles de whiskey y de vino, de huevos a discreción y de perniles enteros, y ellos nos dicen que debemos practicar el ayuno y la abstinencia en Cuaresma. Cuaresma, y una mierda. ¿Cómo vamos a practicar el ayuno y la abstinencia si para nosotros la Cuaresma dura todo el año?

Me gustaría llevarme a la señora Spillane y a sus dos hijos rubios y tullidos a esa misma casa de campo, con el montón de harapos y con el hombre de la guerra de los boers, y lavarlos a todos y dejarles sentarse al sol mientras cantan los pájaros y borbotean los arroyos.

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