Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (70 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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La tumba precedió a la rehabilitación.

Ningún hombre puso sus ojos en Denise ni pidió su mano. Se marchaba cada mañana a trabajar, cogía el metro en la estación de Couronnes, abría su novela y se veía arrastrada por aventuras palpitantes. Volvía por la tarde, sin haber esbozado el inicio de un romance. Su padre se desesperaba. Su madre meneaba la cabeza. Si hubiese heredado mi belleza, pensaba mirando a su hija, ahora habríamos salido de apuros... Con la charcutería, podíamos confiar en casarla, pero sin un céntimo, nadie querrá nada de ella. Y nunca nos iremos de aquí.

La señora Trompet tenía razón.

Denise Trompet se convirtió en una solterona y perdió con los años el poco brillo que le confería la juventud. Sus padres murieron cuando tenía cuarenta y dos años y se quedó sola, en la calle Pali-Kao, cogiendo cada mañana el metro en la estación Couronnes.

Había cambiado de empresa. Había entrado a trabajar en Casamia. El trayecto de la línea 2 no tenía trasbordo, podía sumergirse en su libro a sus anchas. Su existencia estaba partida en dos: por un lado, las exultantes aventuras de sus héroes, castillos, camas con dosel y, por el otro, una calculadora, nóminas y listados de cifras áridas y grises. A veces pensaba que tenía dos vidas: una en color en pantalla grande y otra en blanco y negro.

Y ya no sabía muy bien cuál era la verdadera.

—¿Y bien, y bien? —preguntaba impaciente Henriette golpeando con el tacón bajo la mesa del café en el que se citaban regularmente para hacer balance de su negocio—. ¿En qué punto está con la Trompeta?

—Estoy progresando, estoy progresando... —murmuraba Chaval con desánimo.

—¡Pero bueno! ¡Con todo el tiempo que lleva dedicándose a ella, ya debería tenerla tumbada en su cama, aturdida a base de furiosos golpes de cadera!

—Es que no me inspira nada...

—¡No piense en ella! ¡Piense en el dinero! En la pequeña Hortense, en su trasero firme y redondo, en sus senos erectos...

—¡Señora Grobz! ¿Cómo puede hablar usted así de su nieta?

—Es ella la que me obliga, por comportarse como una desvergonzada... El vicio llama al vicio...

—¿Tiene noticias suyas? —preguntó Chaval, ansioso.

—¡Por supuesto que las tengo! ¡Y a usted le conviene darse prisa! Hortense no esperará mucho tiempo...

—Es que la Trompeta es fofa y flácida. Sólo con pensar en besarla me dan ganas de vomitar...

—Piense en el dinero que se embolsará sin tener que hacer nada... Podremos desplumar tranquilamente a Marcel. No se dará cuenta de nada. Y tiene una confianza ciega en su contable. Tiene usted que saber qué quiere...

Precisamente, pensó Chaval, no estoy en absoluto seguro de que quiera tirarme a la Trompeta. Tengo otros proyectos.

Pero no se atrevía a decírselo a Henriette.

Ésta le miró fijamente con sus ojos amenazadores y prosiguió:

—A esas mujeres, que se alimentan de melindres, hay que violarlas... Forma parte de sus fantasías. En esas novelas el amor no es algo que uno recoge, ¡hay que arrancarlo con los dientes!

—¡Eh, tranquila!

—Pues sí... Para ayudarle en su misión, he leído muchos de esos libros insulsos y he comprendido el mecanismo. Las protagonistas tiemblan ante el macho, lo imaginan fogoso, conquistador, brutal. El deseo físico del hombre las aterroriza, pero arden en deseos de conocer el coito sin atreverse a confesarlo. ¡Todo está ahí! En ese delicioso escalofrío de miedo y de deseo... Avanzar, retroceder, avanzar, retroceder. Por lo tanto hay que forzarlas. Tomarlas al asalto o emborracharlas. A menudo se entregan bajo los efectos del alcohol...

Chaval bebió un trago de agua mentolada y la miró, poco convencido. Prefería jugar a la lotería.

—¿Ha intentado usted emborracharla furtivamente?

—No me atrevo a salir con ella. Voy a arruinar la poca reputación que me queda... ¿Qué pensarán de mí si me ven con esa compañía?

—Pensarán que es una relación de negocios... Y además, no es usted tan conocido para que le persigan los paparazzis, Chaval...

—Precisamente. Cuando ya no te queda nada, te vuelves más puntilloso, cuidas más los detalles...

—¡Pamplinas! ¡Tonterías! ¿Sabe usted lo que va a hacer? Va a invitarla a un sitio elegante, romántico, el bar de un gran hotel, por ejemplo, si pudiese haber un fuego de chimenea crepitando en el hogar, sería perfecto...

—¿Un fuego de chimenea en pleno mes de mayo?

—¡Va demasiado lento! ¡Hemos dejado pasar el invierno con sus vacilaciones! ¡Olvídese del fuego! Pide champaña, la hace beber, posa la mano sobre su rodilla, la acaricia suavemente, murmura palabras dulces, susurra sobre sus cabellos... Les encanta que les susurren en los cabellos, también he anotado eso, y le roba un beso apasionado en el momento de dejarla... No tiene más que elegir un sitio oscuro, una esquina, un callejón donde nadie pueda verles...

—¿Y después? —dijo Chaval, torciendo la boca con una mueca de asco.

—Lo que pase después, es cosa suya... En mi opinión no está obligado a pasar inmediatamente a los furiosos golpes de cadera. Puede posponer el asunto. ¡Pero no demasiado tiempo! Necesitamos las claves...

—¿Y cómo las consigo? No creerá que me las va a dar así sin más...

—Hágale preguntas pertinentes. Sobre lo que hace en su despacho, dónde guarda sus secretitos, los secretitos de la empresa, claro... ¡Sin dejar de pasear su aliento sobre ella! Y besándole delicadamente el dorso de la muñeca, suspirando, llamándola su camafeo, su libélula, le daré una lista de palabras dulces si quiere...

—¡No! —se negó él—. Lo haré a lo brutal y misterioso... Me va mejor.

—¡Como quiera! Mientras consiga las claves... Algunas mujeres las escriben en papelitos y los guardan en una libreta, un cajón o la cremallera de un bolso. O las escriben en el dorso de una carpeta de cartón. Usted la engatusa, la acaricia, hace que pierda la cabeza y me trae esas cifras mágicas...

Chaval hizo un gesto de vacilación y Henriette se hartó:

—¿Y cómo cree usted que conseguí al padre Grobz? Pagué con mi persona, mi buen Chaval. ¡No puede uno triunfar sin ensuciarse las manos! No le pido gran cosa, sólo los códigos, después tendrá libertad para dejarla tirada. Puede recurrir a cualquier pretexto virtuoso, aunque sea ridículo, ella se tragará el anzuelo con voracidad, ebria de felicidad por haber sido arrancada, aunque tan sólo sea unos instantes, de su triste vida de solterona... ¡y le quedarán los recuerdos! Encima usted habrá hecho una buena acción. No me escucha, Chaval, no me escucha. ¿En qué está pensando mientras le hablo?

—En la Trompeta...

Mentía. Chaval pensaba que había quizás otro modo de recuperarse. Desde que había vuelto a poner los pies en la empresa de Marcel Grobz, vislumbraba la posibilidad de abrirse camino. El viejo estaba asfixiado. Ya no podía con todo. Estaba solo. Necesitaba sangre nueva, la de un directivo vigoroso, viajero, dinámico, que pusiera en sus manos ideas, proyectos, cifras. Y él, Chaval, prefería sumergirse en el mundo de los negocios a hacerlo en la carne blanda y flácida de la Trompeta. Era una intuición, todavía no llegaba a ser una certeza. Pero pronto lo sabría... Había oído decir, paseando por los despachos, que Casamia buscaba nuevos productos para incluirlos en su catálogo. Había que innovar y diversificar sin descanso. Golpear a la competencia a base de gangas, novedades, nuevas promociones. Debía hacerse de nuevo indispensable. ¿Cómo? Aún no lo sabía. Pero si pudiese dejar sobre la mesa de Marcel Grobz un proyecto bien construido, el viejo podría contratarle de nuevo.

Josiane no debía enterarse. Josiane tenía un don para descubrir ideas y lo había demostrado muchas veces. En alguna ocasión él se las había apropiado, atribuyéndose todo el mérito, las primas y las felicitaciones del jefe. Si ella se diese cuenta de que andaba rondando por ahí, pondría en guardia a su osito querido... En lugar de neutralizar a la Trompeta, haría mejor calmando la desconfianza de Josiane. Llamándola, proponiéndole hacer las paces, engatusándola...

La vida se había vuelto la mar de complicada desde que había aceptado la proposición de Henriette. Ya no sabía dónde tenía la cabeza. Padecía migrañas cada noche. Su madre tenía que hacerle una infusión especial y le frotaba las sientes con bálsamo del tigre.

—¡Chaval! —tronó Henriette levantando la rodilla con tanta fuerza bajo la mesa que ésta se desplazó y él tuvo el tiempo justo para sujetar su agua mentolada—. ¡No me está contestando! Hace tiempo que no le veo muy concentrado. Le recuerdo que, si hablo con Marcel Grobz, podría soplarle que es usted un viejo asqueroso que se ha acostado con Hortense. Debe de estar a años luz de imaginarse tal cosa, ¡pobre ingenuo! Estoy segura, que le miraría de forma diferente, que no volvería a dejar que se pasease por allí... Para mí sería un juego de niños verter el veneno de la sospecha.

Y se detuvo, extrañada.

—¡Ya estoy hablando como en esos libros de saldo! Esa prosa estúpida es contagiosa... Pero no se confíe, todavía estoy dispuesta a morder y a hacer daño...

Chaval sintió miedo. Pensó que ella sería capaz. Que entre tirarse a la Trompeta o enfrentarse a la denuncia de esa vieja urraca malvada, prefería tirarse a la Trompeta.

Pero dudaba...

Al fin y al cabo, podría hacer las dos cosas.

Una puesta de sol sobre Montmartre para embaucar a la Trompeta, mordisquearle el lóbulo de la oreja pensando en las nalgas redondas de Hortense, sonsacarle las claves para después recuperar sus galones de fiel ayudante proponiendo un proyecto a Marcel Grobz.

Las sienes le palpitaban por culpa de la migraña.

Miró el reloj, sólo eran las dos y media de la tarde. Demasiado pronto para volver a casa y acostarse.

* * *

WQRX FM, 105,9, classical music, New York. The weather today, mostly clear in the morning, partly cloudy this afternoon, a few showers tonight, temperature around 60ºF
[65]
...

Las ocho. El radio-reloj le sacó de su sueño y alargó un brazo para apagarlo. Abrió los ojos. Se repitió, como cada mañana, estoy en Manhattan, vivo en la calle 74 Oeste, entre Amsterdam y Columbus, me han admitido en la Juilliard School y soy el más feliz de los hombres...

El sueño esbozado en la cocina de su casa de Londres se había hecho realidad. El informe que había enviado a la Juilliard School, 60 Lincoln Center Plaza, New York, NY 10023-6588, había sido aceptado, el CD que había grabado, una fuga y un preludio de
El clave bien temperado
de Bach, escuchado y apreciado.

Se había presentado a una audición en el gran anfiteatro, el andante de la
Quinta Sinfonía
de Beethoven. Sabía que su informe había sido seleccionado, que tenía muchas posibilidades de ser aceptado si conseguía pasar esa última prueba.

Y le habían aceptado...

En septiembre empezaría a asistir al primer curso de la famosa Juilliard School.
Imagine yourself
—decía el prospecto de la escuela—
motivated, innovative, disciplined, energetic, sophisticated, joyous, creative
[66]
... Él sería todo a la vez. Motivado, innovador, enérgico, disciplinado, creativo y alegre. ¡Alegre!

Daba saltos por la calle. ¡Me han aceptado, tíos, me han aceptado!
Hi, guys! I’m in, I’m in
! ¡Yo, Gary Ward, no puedo creer lo que ven mis ojos, no puedo creer lo que tocan mis dedos, no puedo creer a mi pobre cabeza! Me han aceptado...

Start spreading the news... I want to be a part of it, New York, New York! If I can make it there, I’ll make it everywhere!
[67]

Había corrido hasta la Levain Bakery, se había obsequiado con el desayuno más copioso de su vida. Quería comerse todo lo que había en el menú. Las cookies, las crispy pizzas, los sweet breads, la gran ciudad y la gran vida. Quería besar a todo el mundo, anunciar a los desconocidos con los que se cruzaba que ahora era un estudiante serio, un pianista que pronto sería famoso, un artista con el que habría que contar...

Start spreading the news...

Después de haber sido admitido, se le permitió visitar la escuela con una estudiante veterana que le había explicado cómo funcionaba la Juilliard School y todo lo que podía hacer en ella. Se había quedado atónito. Había clases de todo, absolutamente de todo. Teatro, ballet, comedia, música clásica, jazz, baile moderno, estaban representadas todas las artes escénicas y aquello provocaba un ruido de panal feliz. En pequeños estudios aglutinados como alvéolos a lo largo de los pasillos, los estudiantes tocaban el piano, el arpa, el contrabajo, el clarinete, el violín, otros se ejercitaban en la barra enfundados en medias negras, otros practicaban claqué. Oyó a tenores ejercitar su voz, desafinar, recuperarse, a aprendices de actores declamando versos, arcos deslizándose sobre las cuerdas, tacones y puntas golpeando sobre el parqué de madera, tenía la impresión de estar en medio de un vasto mundo que cantaba, bailaba, improvisaba, amaba, sufría y volvía a empezar...

Iba a formar parte de ese mundo...

I want to be a part of it!
New York! New York!

Recordaba que había sentido mucho miedo al desembarcar en Nueva York. Solo. Hortense no apareció en el aeropuerto de Londres. La había esperado hasta el último minuto, hasta el último aviso para el embarque; había subido al avión, cabizbajo, mirando todavía la gran sala del aeropuerto para verificar que ella no llegaba gritando ¡Gary! ¡Gary! ¡Espérame! Y se rompía un tacón porque corría demasiado deprisa. Entonces él habría dicho pero ¿qué son esos tacones rosas para viajar? ¿Y ese sombrero de paja en pleno invierno? ¡Y un bolso de charol verde manzana! ¡Estás ridícula, Hortense!

Ella habría levantado el mentón y habría soltado algo como ¡pero bueno!, ¡es el último modelo de Lanvin! ¡Quiero llegar allí como una mujer magnífica! Y él se hubiese reído, la habría estrechado entre sus brazos, se le habría caído el sombrero y hubiesen alborotado la fila de espera entre gente que protestaba porque llegaba en el último minuto y ni siquiera pedía perdón.

No había llegado en el último minuto con un sombrero de paja en pleno invierno y tacones rosas.

Él sostenía su billete entre los dedos...

Lo había doblado, se lo había metido en el bolsillo de la chaqueta y la primera cosa que había hecho al mudarse a su pequeño apartamento en la calle 74 había sido pegar el billete en la pared de la cocina para recordarse cada mañana, mientras se bebía el café, que Hortense no había venido...

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