Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (2 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Fue visto y no visto. Al salir de la habitación de los abrigos, vio a Gary en brazos de la Bradsburry; ella reía a carcajadas mientras levantaba su cuello de marfil, colocando delicadamente la mano sobre sus labios pálidos para ahogar ese ruido tan vulgar de la súbita alegría. Gary la estrechaba contra sí, con un brazo alrededor de su talle fino. Finísimo. Su cabeza morena apoyada en la cabeza de la Peste... Hortense creyó que iba a morirse allí mismo.

Estuvo a punto de volver a la habitación, insultar al espejo, coger el abrigo y marcharse.

Y después pensó en lo que le había costado entrar subrepticiamente, apretó los dientes y se dirigió hasta el bufé, donde volcó su rabia contra el champaña barato y el camarero con granos brillantes.

Y ahora, se dijo, ¿qué hago?

¿Cazar al primer hombre disponible y pavonearse en sus brazos? Demasiado trillado. Estrategia de perdedora, patética, lamentable. Gary comprenderá, si me ve así, que me ha «tocado» y me responderá, con una sonrisa cruel, «hundida».

Y me hundiré.

¡No, no! Exhibir el aspecto satisfecho de la soltera que no encuentra un chico de su categoría por lo mucho que vale... Apretaré los labios con una sonrisa de desdén, fingiré sorpresa si me cruzo con la pareja maldita e intentaré localizar a un pardillo o dos, con los que simularé conversar antes de volver a casa... en metro.

Quizás podría utilizar a Mary Dorsey. Es una soltera patética, una de esas chicas que no tienen más que una meta en la vida: encontrar un hombre. Cualquiera, con tal de que se quedase con ella más de cuarenta y ocho horas. Un fin de semana completo era rozar la felicidad. La mayoría de los chicos que entraban en el piso que Mary Dorsey tenía en la orilla sur del Támesis desaparecían antes de que ella tuviese tiempo de preguntarles cuál era su nombre de pila. La última vez que Hortense se la había encontrado en Borough Market, adonde había arrastrado a Nicholas, Mary le había murmurado ¡qué guapo es! Cuando hayas terminado con él, ¿me lo pasas? Pero ¿no has visto qué torso? ¡Es demasiado largo!, había protestado Hortense. Me da igual. Torso largo, apéndice interesante.

Mary Dorsey era un caso desesperado. Lo había intentado todo: el
speed dating
, el
slow dating
, el
blind
, el
jewish
, el
christian
, el
New Labour
, el
Tory
, el
dirty
, el
wikipedi
, el
kinky
... Estaba dispuesta a correr cualquier riesgo con tal de no quedarse sola en su casa, por la noche, comiendo tarros de helado Ben & Jerry y lloriqueando delante de la escena final de
An affair to remember
,
[2]
cuando Cary Grant se da cuenta por fin de que Deborah Kerr le esconde algo bajo la gran manta beige. Sola, con un camisón desteñido y un montón de bolas de Kleenex a su alrededor, Mary gemía ¡quiero un hombre que me levante la manta y me coja en sus brazos! Y como además de los botes de helado, se había tragado una botella de Drambuie, añadía, pegajosa por las lágrimas y el rímel, «Ya no queda ningún Cary Grant en este mundo, se acabó, se acabó..., los hombres de verdad están en vías de extinción», antes de caer rodando entre sollozos sobre el parqué, para reunirse con los Kleenex arrugados.

Le gustaba contar esas escenas patéticas, que no contribuían a revalorizarla. Afirmaba que había que llegar muy bajo en el asco por una misma, para así poder volver a ascender.

El recuerdo de esa conversación desvió la trayectoria de Hortense justo en el momento en el que iba a posar su mano sobre el hombro de Mary Dorsey. Viró hacia una silueta rubia, deslumbrante, asombrosa...

Fue entonces cuando reconoció a Agyness Deyn. Agyness Deyn, en persona. The it girl. The Girl con mayúsculas. La que iba a destronar a Kate Moss en la pasarela. La musa de Burberry, Giorgio Armani, Jean-Paul Gaultier, que canturreaba con el grupo Five O’clock Heroes y coleccionaba portadas de
Vogue, Elle, Grazia
. Allí estaba, muy rubia, muy delgada, con un fular de un azul marino intenso en el pelo rubísimo y cortísimo, medias muy rojas y zapatillas deportivas muy blancas, un vestidito frufrú de encaje y una chaqueta ajustada de tela vaquera gastada.

¡Divina!

¿Y con quién estaba hablando Agyness Deyn, mientras esbozaba una amplia sonrisa de condescendencia y aspecto visiblemente interesado, aunque sus ojos no dejaran de mirar a su alrededor en busca de nuevos peces a los que lanzar el anzuelo? Con Steven y Nick, los dos cinéfilos que le habían servido de tarjeta de invitación.

Hortense echó las caderas hacia delante y atravesó la multitud. Llegó a la altura del grupito y se metió en la conversación.

Nick, el más pasable de los dos, contaba cómo había desfilado en la Fashion Week de París para Hedi Slimane. Agyness Deyn le preguntó lo que pensaba de la colección de Hedi. Nick respondió que no se acordaba tanto del desfile como de la chica que se había tirado debajo de la escalera de una discoteca parisina.

Se echaron a reír. Hortense se esforzó en imitarles. Después Agyness sacó un rotulador de su minúsculo bolso rojo y anotó el nombre de la discoteca en sus zapatillas blancas. Hortense la observaba, fascinada. Se preguntó si de lejos se vería bien que formaba parte del grupo, y se arrimó más con el fin de que no hubiese ninguna duda.

Se acercó otra chica que se hizo con el vaso de Nick y lo vació de un trago. Después se apoyó en el hombro de Agyness y soltó:


I’m so pissed off!
[3]
¡Qué asco de fiesta! ¡Esto de quedarse en Londres el fin de semana es un coñazo! ¡Debería haberme largado al campo! ¿Quién es ésta? —preguntó extendiendo una garra roja hacia Hortense.

Hortense se presentó intentando borrar su acento francés.


French
? —dijo con asco y una mueca de gorgona la recién llegada.

—Entonces, ¿conoces a Hedi Slimane? —preguntó Nick abriendo sus negrísimos ojos.

Hortense recordó entonces que había visto su foto en
Metro
, saliendo de una discoteca del brazo de Amy Winehouse, con una bolsa de vómito en la cabeza.

—Esto..., ¡no! —balbuceó Hortense, impresionada por el imberbe Nick.

—Oh —soltó él, decepcionado.

—Entonces, ¿de qué sirve ser francesa? —dijo la chica de garras rojas encogiéndose de hombros—.
Anyway
, en la vida nada sirve para nada, sólo queda esperar a que pase el tiempo y llegue la muerte... ¿Tienes intención de quedarte mucho tiempo aquí o vamos a emborracharnos a otra parte,
darling
? —preguntó a la suntuosa Agyness mientras bebía un botellín de cerveza a morro.

Hortense no encontró ninguna réplica y, furiosa consigo misma, decidió abandonar ese lugar, que apestaba de veras. Me vuelvo a casa, ya he aguantado bastante aquí, odio las islas, odio a los ingleses, odio Inglaterra, odio los
scones
, odio a Turner, a los corgis galeses y a la
fucking queen
, odio el estatus de Hortense Nobody, quiero ser rica, famosa, sofisticada, que todo el mundo me tema y me deteste.

Entró en la habitación de los abrigos y buscó el suyo. Levantó uno, luego otro y después otro, dudó por un momento en robar un Michael Kors con cuello de piel clara, vaciló y luego lo dejó. Demasiado arriesgado... Con esa manía de poner cámaras por todas partes, la pillarían a la salida. En esta ciudad te graban día y noche. Perdió la paciencia, hundió la mano en el montón de trapos abandonados y lanzó un grito. Había tocado carne tibia. Un cuerpo animado empezó a moverse gruñendo. Había un hombre bajo la ropa. Debía de estar digiriendo un tonel de Guinness o se había fumado una bolsa entera de hierba. El sábado noche era la noche de las cogorzas y los colocones infinitos. Las chicas titubeaban entre chorros de cerveza, con el tanga al aire, mientras los chicos intentaban arrimarlas contra una pared antes de vomitar al unísono. ¡Patético!
So crass
! Pellizcó una manga negra y el hombre rugió. Se detuvo, sorprendida: conocía esa voz. Excavó más profundo y llegó hasta Gary Ward.

Estaba tumbado bajo varias capas de abrigos, con auriculares en los oídos y saboreando la música con los ojos cerrados.

—¡Gary! —gritó Hortense—. ¿Qué demonios haces aquí?

Gary se quitó los auriculares y la observó, anonadado.

—Estoy escuchando al inmenso Glenn Gould... Es tan bueno, Hortense, tan bueno... La forma en la que hace sonar las notas, como si fueran perlas animadas y...

—¡Es que no estás en un concierto! ¡Estás en una fiesta!

—Odio las fiestas.

—Pero si has sido tú el que me has...

—Creía que ibas a venir...

—¿Y qué tienes entonces delante de la cara? ¿Un fantasma?

—Te he estado buscando, pero no te he visto...

—Y yo te he visto con quien no-quiero-nombrar. Pegado a ella, abrazándola protector. Un horror...

—Estaba bebida, la estaba sujetando...

—¿Desde cuándo trabajas para la Cruz Roja?

—Puedes creer lo que quieras, pero la estaba sosteniendo por un brazo y buscándote con la mirada...

—¡Qué bien, ahora ya puedes comprarte un bastón blanco!

—Vi que estabas hablando con un par de cretinos... Así que lo dejé estar. A ti te encantan los cretinos.

Había vuelto a ponerse los cascos y tiraba de los abrigos hacia sí, intentando desaparecer de nuevo bajo esa consistencia pesada y blanda que le aislaba del mundo.

—¡Gary! —ordenó Hortense—. Escúchame...

Él alzó una mano y la atrajo hacia él. Ella se hundió en la inmensidad de tejidos rugosos y suaves, respiró varios aromas de perfume, reconoció un Hermès, un Chanel, un Armani y todo se mezcló, atravesó forros de seda y mangas ásperas, intentó resistirse, desprenderse del brazo que la atraía pero él la bloqueó contra su cuerpo y la arrimó con fuerza volviendo a colocar los abrigos sobre ellos.

—¡Chsss! ¡Que no nos vean!

Se vio con la nariz en su cuello. Después notó un auricular de plástico en la oreja y escuchó la música.

—Escucha, escucha qué bonito es.
El clave bien temperado
...

Se echó ligeramente hacia atrás y la miró fijamente.

—¿Has oído algo más bonito?

—¡Gary! Por qué...

—¡Chsss! Escucha... Las teclas, Glenn Gould no las toca, las esboza, las imagina, las recrea, las esculpe, las inventa para que el piano produzca un sonido excepcional. ¡Ni siquiera necesita tocar para hacer música! Es terriblemente carnal y material e inmaterial a la vez...

—¡Gary!

—Sensual, reservado, aéreo... Es como si..., no lo sé...

—Cuando me dijiste que viniese aquí...

—Lo mejor es volverlo a escuchar...

—Me gustaría saber...

—¿Es que no te puedes callar nunca?

La puerta de la habitación se abrió violentamente y oyeron el estrépito de una voz de mujer. La voz ronca, lenta y arrastrada de una mujer que había bebido demasiado. Avanzaba titubeando por la habitación, se golpeó contra la chimenea, soltó un taco, continuó buscando su abrigo...

—No lo dejé en la cama, lo puse ahí, sobre el biombo. Y es que es un Balenciaga...

No estaba sola. Hablaba con un hombre.

—¿Está usted segura? —decía el hombre.

—¡Que si estoy segura! ¡Un Balenciaga! ¡Espero que sepa usted lo que es!

—Es Charlotte —murmuró Gary—. Reconozco su voz. ¡Dios! ¡La que lleva encima! ¡Si no bebe nunca!

Estaba preguntando ¿no habrá visto a Gary Ward? Tenía que acompañarme... Ha desaparecido de pronto. Se ha marchado. ¡Esfumado!
I’m so fucked up. Can’t even walk
!

Se dejó caer con todo su peso sobre la gran cama y Gary encogió precipitadamente las piernas, mezclándolas con las de Hortense. Le hizo una señal para que se callara y no se moviera. Ella oía el ruido sordo del corazón de Gary y el ruido sordo de su propio corazón. Intentó hacerlos latir al unísono y sonrió.

Gary adivinó que estaba sonriendo y preguntó ¿de qué te ríes? No me río, sonrío... La estrechó contra él y ella se dejó hacer. Eres mi prisionera, no puedes moverte... Soy tu prisionera porque no puedo moverme, pero ya verás cuando... Él le tapó la boca y ella volvió a sonreír bajo la palma de su mano.

—¿Ha terminado de mirarse en el espejo? —gritó Charlotte Bradsburry con una voz que saltaba de octava en octava—. Creo que hay alguien en la cama... Acaba de moverse...

—Y yo creo que ha bebido usted demasiado. Debería ir a acostarse... Tiene muy mal aspecto —respondió el hombre como quien habla con un niño enfermo.

—¡No! ¡Se lo aseguro, la cama se está moviendo!

—Eso es lo que dicen todos los que han bebido demasiado... Vamos, ¡váyase a su casa!

—Pero ¿cómo voy a volver? —gimió Charlotte Bradsburry—. ¡Ay, Dios! En la vida me había sentido tan... ¿Qué ha pasado? ¿Lo sabe usted? ¡Y deje de mirarse en ese espejo! ¡Empieza a ser cansino!

—No me estoy mirando, estoy pensando que me falta algo... Algo que tenía cuando llegué...

—¡Deje de buscar! Le falta algo que no tendrá usted nunca...

—¿Ah, sí?

¿Qué le va a soltar?, suspiró Hortense. Haría mejor largándose y dejándonos la vía libre... Yo estoy muy bien aquí, dijo Gary... Deberíamos hacer esto en todas las fiestas, escondernos bajo los abrigos y... Pasó un dedo sobre los labios de Hortense y los acarició. Tengo muchas ganas de besarte... y, de hecho, me parece que voy a besarte, Hortense Cortès. Hortense sentía su aliento como una neblina sobre sus labios y respondió rozando su boca. Es demasiado fácil, demasiado fácil, Gary Ward, pero pronto me vengaré. Él recorrió el perfil de su boca con su delicado índice. Lo complicaremos después, tengo un montón de ideas...

—No voy a preguntarle, porque me temo que no será nada halagador —respondió el hombre.

—Me voy. Mañana tengo que madrugar...

—¡Ah! ¡Eso es, llevaba una bufanda roja!

—¡Qué vulgaridad!

—Por favor...

¡Qué cretina!, protestó Hortense. ¡Así nunca le ofrecerá llevarla a su casa! ¡Chsss!, ordenó Gary, y sus dedos continuaron dibujando los labios de Hortense. ¿Sabes que los montículos de tus labios son diferentes uno del otro? Hortense retrocedió. ¿Quieres decir que no soy normal? No, al contrario..., eres terriblemente banal, todos tenemos la boca asimétrica. Yo no. Yo soy perfecta.

—Puedo acompañarla, si quiere. ¿Dónde vive? —preguntó el hombre.

—¡Ah! Ésa es la primera frase interesante que dice usted...

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